—Te sienta muy bien. —La miró de arriba abajo, sacudiendo la cabeza de puro asombro. Estaba radiante, emocionada, tal y como recordaba que era antes de la caída—. ¿Dónde está mamá?
—Feliz Navidad a ti también —replicó Phoebe—. Está afuera, en el coche.
Caleb asomó por la ventana y vio el Lexus de plata aparcado al final del camino. Distinguió dos siluetas en su interior; también vio que una de las ventanillas estaba abierta y que el humo de un cigarrillo brotaba de ella, deshilachándose al contacto con el aire.
—Estábamos en la ciudad, así que les pedí que me acercasen para verte. —Se aproximó un poco más a él y sacó un paquete envuelto en papel de regalo rojo de debajo de la manta—. No quería pasar otras navidades sin ver a mi hermano mayor.
Caleb sintió el aguijonazo de la culpa y tuvo que bajar los ojos al recoger el regalo:
—No me lo merezco.
—Pues claro que sí.
—No te he comprado nada.
—Oye, que me he presentado por sorpresa. ¿Qué podía esperar?
Alargó un brazo y le tocó la mano:
—No me puedo quedar mucho tiempo —dijo—. Nos vamos a Filadelfia. George… el señor Waxman, quiere presentarle ciertos contactos a mamá. Son amigos suyos, estudiantes de ocultismo que podrían arrojar algo de luz a los símbolos que encontrásteis en aquella puerta, bajo la fortaleza Qaitbey.
Waxman.
A Caleb le hervía la sangre en las venas. Pensó en Nina y los otros, aquellos desdichados peones que Waxman había llevado hasta allí para que perecieran ahogados en las secretas profundidades de Alejandría.
—Conque todavía intentando descifrar el código del faro… —musitó—. ¿Han avanzado algo?
—¿De veras te importa? —Phoebe no aguardó a que su hermano respondiese—. Lo cierto es que hemos entrevistado a otros dos nuevos psíquicos. Seguimos intentando reconstruir la Iniciativa Morfeo. Y George perdió mucho tiempo intentando localizar a ese otro tipo que desapareció en Alejandría. Xavier no sé qué.
—¿Montross? —Caleb sintió que recorría su piel un estremecimiento—. ¿Con lo influyente que es Waxman, y no puede dar con un solo tío?
—Sí, es raro. Es como si Xavier se hubiera desvanecido de la faz de la tierra.
Caleb pensó durante unos segundos, recordando el cabello rojizo y los ojos aterrados que asomaban por la puerta entreabierta del hotel:
—O a lo mejor es que no quiere que lo encuentren.
—Bueno, sea como sea, la búsqueda continúa. Algunos de los candidatos son buenos, otros no tanto. Les hacemos venir, les ponemos a trabajar, pero no encuentran nada, al menos, nada salvo algún que otro galimatías sin ninguna relación con lo que buscamos. Sus dibujos carecen de sentido, y no tienen nada que ver con lo que conocemos.
—Quizá no les estéis haciendo las preguntas adecuadas.
—O quizá se trate de psíquicos del montón.
Caleb sonrió.
—¿Y qué hay de ti? ¿Qué es lo que has visto? Suponiendo, claro, que les estés ayudando…
—Así es. Pero la mayor parte de lo que consigo… no sé, creo que no tengo mucha idea de lo que busco, o, como tú has dicho, qué preguntas debo formular.
—¿Qué tal la universidad? —quiso saber Caleb, cambiando de tema.
El rostro de Phoebe se iluminó.
—Genial. El complejo universitario está muy bien acondicionado para discapacitados. Vivo en el campus y todas las clases se imparten en un único edificio conectado con mi habitación. Ya llevo mi tesis muy adelantada, y hago las prácticas con el profesor Gillis, ayudándole a traducir una colección de tablillas cuneiformes procedentes de Babilonia.
—Suena maravilloso —dijo Caleb. No se había percatado de que Phoebe había desarrollado intereses tan similares a los suyos. De pronto, lamentó los años que habían estado separados.
—No está mal —replicó su hermana—. Salvo cuando mamá viene a secuestrarme para que les ayude con sus cosas.
Un par de estudiantes de último año pasaron por su lado, cogidos a sus novias, y Phoebe los observó con expresión nostálgica.
—Esperaba que te hubiese dejado en paz —se lamentó Caleb, mirando nuevamente por la ventana hacia la figura que se recortaba en la ventanilla del copiloto.
—Bueno, casi siempre lo ha hecho, pero fui yo quien le pidió que contase conmigo.
Caleb abrió la boca para preguntar algo, pero cuando la miró a los ojos, cuando vio las arrugas que ya se le formaban alrededor de los párpados, los años perdidos que testimoniaban sus labios, supo la razón por la que tampoco Phoebe podía dejar atrás el pasado. La llevó hasta unos asientos cercanos, y allí tomo una silla y se inclinó hacia ella para estar a su altura.
—Lo siento, Phoebe. De verdad que lo siento. Pienso en ti todo el tiempo.
—¿Aunque nunca me llames?
—Ni te escriba.
—Ni me escribas —repitió ella—. ¿Has leído mis cartas?
—Por supuesto.
Y era cierto, no podía dejarlas de lado. Aun cuando Phoebe era su vínculo con el pasado, el único eslabón que la conectaba a su madre y a una vida que ansiaba desesperadamente olvidar, era incapaz de olvidar a Phoebe por completo. Y además escribía tan bien, con tanto entusiasmo acerca de cada cosa… Era como si, pese a su discapacidad, la emocionara el mero hecho de estar viva. Vivía la vida con el fervor de un habitante del paraíso que hubiera sido enviado otra vez a la tierra para gozar sus dones una última vez.
—Entonces, ¿a lo mejor me escribes un día de estos? —preguntó Phoebe, irradiando esperanza, mirando por encima del hombro al escuchar el sonido del claxon—. O mejor aún, ¿me visitarás?
—Lo haré —prometió Caleb.
Phoebe asintió y luego echó la silla atrás, envolviéndose antes el cuello con su pañuelo. Caleb la siguió hasta la puerta. Afuera, azotado por la gélida brisa, aguardaba Waxman, protegido por una gruesa trenca de color negro. Abrió el maletero para introducir en él la silla de Phoebe.
—¿Se ha mudado a casa? —quiso saber Caleb.
—Más o menos —replicó Phoebe—. De vez en cuando le pregunto a mamá sobre ello. Parece que le gusta mucho.
—¿Alguna vez…? —Caleb se detuvo, sin saber cómo plantear la pregunta.
—¿Si lo he visto con la visión remota? —dejó escapar una suave risita—. No, da muy mal rollo. ¿Y tú?
—No lo he hecho desde hace mucho tiempo.
—Qué mal. Pero bueno, tampoco es una de esas cosas que pierdes si no las utilizas. Si tienes que volver a hacerlo, estoy segura de que te estará esperando.
—No, gracias.
—¿Lo dices en serio? Apuesto a que entre tú y yo resolveríamos esto en un abrir y cerrar de ojos.
Caleb le abrió la puerta y sintió el crudo viento azotándole el rostro.
—Gracias por el regalo.
Con una agilidad que le sorprendió, Phoebe alargó los brazos, lo tomó de las muñecas y lo empujó hacia ella para darle un enorme abrazo.
—Cuídate mucho, hermanito —comenzó a alejarse, pero se detuvo—. Una cosa más: ¿sales con alguien?
Caleb se sonrojó, pese al frío.
—No. No tengo tiempo. Con los estudios y todo eso…
—Empollón.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad. Pensé en ti una vez, y en el trance en que me sumí te vi con una chica de pelo rubio, muy largo, y ojos verdes.
—¿Rubia? Pues no, al menos no conozco ninguna así —dijo Caleb, y no mentía. No había pensado mucho en chicas desde su regreso a los Estados Unidos. Y sólo había unos cuantos profesores a los que pudiera llamar amigos. Se había alejado de las fiestas, y Columbia tenía un campus tan grande que era fácil pasar desapercibido. Y Caleb lo prefería así—. Pero estaré ojo avizor por si veo a esa misteriosa chica.
—Hazlo —replicó Phoebe—. Porque presiento que no es trigo limpio. Creo que supone una amenaza. Eso es todo.
Enfiló el pasillo que se abría tras la puerta, rodeada por las hojas heladas de los árboles que alfombraban su camino, arrancadas de los olmos que el viento inclinaba hacia ella. Las nubes de la mañana estaban henchidas, y sobrevolaban el campus a baja altura, oscuras y displicentes.
—¡Feliz Navidad! —exclamó Caleb, y justo entonces la cabeza de su madre apareció por el otro lado del coche. Vio su rostro, vio moverse sus labios, murmurando una disculpa o tal vez una acusación. Caleb no estaba seguro. Pero de pronto vio algo que no había visto en tres años: una figura encorvada, la de un hombre que temblaba envuelto en un abrigo verde, roto en jirones, con el cabello largo y desaliñado cayéndole sobre el rostro. Estaba al otro lado de la calle, junto a la esquina de un edificio de ladrillo. Las sombras parecían espesarse a su alrededor, como si él mismo las hubiera congregado en torno a sí. Miraba a Caleb. Con la puerta abierta, estremecido por una nueva ráfaga de aire frío, Caleb se mantuvo inmóvil. Olía a pólvora, o a fuegos artificiales, e imaginó que escuchaba una banda de música tocando una serenata fúnebre en los jardines del campus. La figura del abrigo verde levantó una mano. Al principio Caleb pensó que lo señalaba a él, pero luego se dio cuenta de que el dedo apuntaba hacia el coche.
Hacia Waxman.
Caleb oyó el murmullo de una voz y se percató de que Phoebe se despedía de él. Pestañeó, abrió del todo la puerta y ya se disponía a salir cuando la luz osciló, las sombras se dispersaron por todas partes, y el hombre desapareció, como si hubiera sido inhalado por la tierra.
Caleb retrocedió hacia el vestíbulo y contempló el regalo que tenía en las manos. Cuando volvió a levantar la vista, el coche se había marchado, y sólo quedaban los temblorosos árboles y el acicalado jardín donde ocho muchachos se pasaban un balón de rugby de mano en mano.
De vuelta en su cuarto, Caleb abrió el regalo. Miró lo que había en la caja durante un buen rato. Luego lanzó una maldición: maldecía a su madre, maldecía a Waxman, maldecía incluso a Phoebe, aunque no lo hacía de corazón. Phoebe había enmarcado las tres fotografías que él había sacado
allá abajo
. El interior de la cámara del faro, tres paneles del gran sello, recortados y editados para que el muro al completo apareciese perfecto, intacto, junto con los símbolos y las imágenes que habían frustrado su avance y acabado con la vida de la mayoría del grupo.
Si Caleb quería regresar alguna vez a la caza del tesoro, Phoebe acababa de ofrecerle los medios para dar el primer paso.
Alejandría — Marzo
Nolan Gregory estaba sentado en una silla de mimbre, en el balcón de la casa de su hijo, situada en un piso séptimo. El apartamento, aun cuando no tenía excesivos lujos, disponía de una vista estratégica de su lado oeste, al menos para cierta gente interesada. Nolan había contemplado aquella precisa escena cada noche desde hacía casi dos décadas, comenzando por los movimientos que allá abajo efectuaban los
bulldozers
, los camiones que transportaban ruinosas piezas de viejos almacenes, apartamentos y casuchas abandonadas. Ahora observaba con orgullo la cúpula de cristal de la enorme biblioteca, maravillándose con el hormigueo de la multitud, los turistas, los eruditos.
—Ya han pasado cinco horas —le dijo su hijo desde detrás de la cortina—. ¿Puedo al menos servirte otro trago?
Nolan sacudió la cabeza y continuó mirando por la ventana.
—No, Robert. Estoy bien. Debería irme.
En su mente, visualizaba la distribución que se extendía bajo la cúpula, recordando las excavaciones de los niveles inferiores, las capas de cimientos, las vigas de metal. Pensó en la precisión que se necesitaba para conectarlas en cada uno de los subniveles, ahora emplazados a unos doce metros por debajo del suelo. Tanto en lo que pensar, tanto que supervisar. Y, por supuesto, haciéndolo desde los bastidores. Habían conseguido atraer a doce firmas diferentes, además del capital de muchas organizaciones, benefactores interesados, gobiernos y donaciones privadas. Consultores, arquitectos, lingüistas, sociólogos…
Qué proyecto. Fácilmente podía decirse que le había consumido los últimos veinte años de su vida. Dos décadas durante las cuales había visto crecer a sus hijos, desde la precocidad adolescente hasta el éxito adulto, cada uno de ellos siguiendo sus propias vidas: su hijo aquí, su hija al otro lado del mar.
Pero ambos eran guardianes. Colegas, a fin de cuentas, y, ciertamente, de gran valía.
La cortina se descorrió y apareció Robert, que se inclinó en la cornisa y miró hacia abajo. Su cabello rubio ondeaba acariciado por la brisa. Sus penetrantes ojos azules seguían la mirada de su padre, que observaba la estructura con más celos e impaciencia que otra cosa.
—No me convencen tus planes de recuperar la clave —dijo.
—Lo sé —replicó Nolan—, lo sé. Pero es la única forma. Hasta ahora hemos tenido suerte. Porque es cuestión de suerte, por ejemplo, que el hijo haya querido olvidar su talento, como también lo es que se haya distanciado de su familia. Eso nos ha dado tiempo.
—¿No deberíamos movernos? —preguntó Robert—. Waxman no va a ningún lado. Se ha rendido.
—Eso es pecar de optimistas, hijo. Lo que está haciendo es aguardar al momento oportuno, pues aún tiene la esperanza de que los otros psíquicos puedan ayudarlo. Por suerte, Helen y Phoebe Crowe no han tenido ningún éxito en sus pesquisas, pero es sólo cuestión de tiempo que lo tengan. Una de ellas encontrará la clave, si no la encontramos nosotros primero.
Robert inclinó la cabeza al recibir el olor a
curry
y pasas que llegaba de la cocina, donde su madre se ocupaba de preparar la cena.
—Entonces tiene que hacerse así.
—Sí.
—¿Y ella está de acuerdo?
Nolan suspiró, contemplando de nuevo el tembloroso reflejo de la luz del sol poniente al incidir en la cúpula de cristal, y se dijo a sí mismo que, fueran cuales fuesen los riesgos que tuviera que asumir personalmente, merecían la pena.
—Está preparada.
Nueva york — Octubre
El último tramo de las investigaciones de Caleb, a seis meses de sumirse en una furia de escrituras y revisiones, pasaron en un barullo de libros antiguos, bibliotecas frías y húmedas, e interminables horas en los museos y los departamentos de libros raros de varias universidades. Necesitaba su propio lugar, necesitaba aislamiento y tranquilidad para que el proyecto avanzase. De modo que se encerró en su estudio de Manhattan, en la calle 72, cuya renta apenas podía pagar con el sueldo que había obtenido durante el verano trabajando en el departamento de clásicos de la Biblioteca de Nueva York. Pero las cosas estaban a punto de cambiar.