Objetivo faro de Alejandría (17 page)

Read Objetivo faro de Alejandría Online

Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
11.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era la voz de su madre. Sus pisadas chapoteaban en los escasos centímetros de agua que ahora anegaban el suelo.

—¡Nina!

—Caleb…

Helen se arrodilló junto a él, y colocó sus manos suavemente sobre los hombros de Caleb. El mero roce de sus manos sirvió para tranquilizarlo, aun cuando comprendía que ya no había nada que hacer.

Lloró con todas sus fuerzas, y dejó caer la frente contra el frío y húmedo suelo.

Más tarde, Caleb ya no recordaría nada de lo que pasó en los minutos siguientes. No sabía si se había desmayado o si no hizo más que vagar en medio de una neblina impenetrable, como un fantasma en los páramos de su consciencia. Sólo recordaba vagamente a una diosa de ojos dulces y rostro de pájaro que le contemplaba en la oscuridad, moviéndose muy ligeramente; era el rumor de sus movimientos, en fin, lo que le mantenía consciente.

Su madre le ayudó a levantarse mientras Waxman continuaba la búsqueda de Nina. Al rato, alguien más acudió a auxiliarlo: entre tropiezos, le ayudó a subir la escalera. Salvo en el delirio que lo atenazaba, Caleb ya no estaba bajo el mar de Alejandría, sino en Belice, subiendo unas escaleras rotas con el cuerpo desmadejado e inconsciente de Phoebe en los brazos, rezando para que su hermana, si es que seguía con vida, no despertase, no abriese los ojos a aquella agonía. No regresara a un mundo donde nunca más podría volver a andar.

Consiguieron sacar a Caleb a tierra firme, y, tras respirar el aire fresco del Mediterráneo que caracoleaba por los vacíos pasillos de piedra de la fortaleza Qaitbey, se deshizo del abrazo de su madre y rodó sobre el pecho para mirar la cúpula que despuntaba allá en lo alto, a aquella solitaria paloma que seguía dando vueltas y vueltas, quebrando la argamasa del mundo con el llanto de su soledad.

17

L
OS siguientes días se le fueron en raptos de dolor y culpa, ataques de insomnio e intentos frenéticos por ver a su madre. Cada vez que recuperaba la consciencia, asistido por una sucesión de rígidos doctores y enfermeras de rostro aquilino, Caleb veía a Waxman hablando con las autoridades egipcias, individuos con un evidente aspecto de periodistas y otros tipos vestidos con trajes oscuros.

Por fin consiguió pasar un rato a solas con su madre. Con los ojos enrojecidos e hinchados, hablaba sin mirarle a los ojos, y sólo en una ocasión, brevemente, puso su mano sobre la de Caleb. Llevaba el otro brazo en cabestrillo, y tenía moratones por toda la cara. Pronto supo Caleb que su madre, Waxman y Victor habían sido los únicos miembros de la Iniciativa Morfeo en salir con vida de aquel agujero, los únicos que tuvieron la suerte de llegar hasta las escaleras y subir por ellas antes de que lo hiciese la crecida del agua. Los cuerpos del resto, destrozados y deformes, con los cráneos despedazados y los huesos rotos, fueron hallados aquella misma noche, tras las seis horas en las que se prolongó la misión de rescate de la Guardia Costera egipcia.

Pero Nina… El cuerpo de Nina aún no había sido recuperado. Caleb no podía pensar en ella, al menos por ahora. En lo único que podía pensar era en los demás, y no dejaba de soñar que era él el encargado de decirle a sus familias cómo habían muerto, y por qué.

Estaba vivo. Su madre estaba viva. A un determinado nivel, se sentía aliviado de que su madre hubiera sobrevivido. Pero, por otro lado, no podía dejar de sentir una profunda rabia al pensar en el terrible final que había tenido aquella nueva caza del tesoro. Exactamente como en Belice, salvo porque esta vez no había sido culpa suya. ¿O sí? Sus visiones —y las de Nina— les habían llevado a esto. No importaba que hubiera sido la impaciencia de Waxman y su insistente optimismo lo que había ocasionado la muerte de la mayoría del equipo Morfeo.

—Bueno, al menos algo sale bien —dijo Waxman, ingresando en la habitación de Caleb tras Helen. Apenas se le notaban los efectos de lo sucedido. Tenía un par de vendas en la frente y llevaba la muñeca escayolada—. El gobierno egipcio cree que habíamos ido a bucear tras visitar el fuerte. Y como la corriente es tan traicionera en toda esa zona, bueno, supone que, simplemente, tuvimos mala suerte. Está tan preocupado por los daños que ha decidido arrojar algunas piedras del rompeolas en esa sección.

Helen giró sobre sus talones.

—¿Qué? No pueden hacer eso. ¿Y si…?

—Calma —replicó Waxman, extendiendo las manos como para tranquilizarla—. Esto servirá para desalentar a cualquier posible buscador de tesoros que merodee por el lugar. Aún podemos acceder al túnel. Afortunadamente, no lo han encontrado. No les dije nada acerca de la entrada que hallamos, y mientras la operación de rescate estaba teniendo lugar, volví y cerré la puerta, recolocando la palanca. Está ahí, para cuando volvamos a necesitarla.

Caleb pestañeó.

—¿Para cuando volvamos a necesitarla? ¿Hablas en serio? ¿Después de lo que ha ocurrido?

Waxman iba a decir algo, pero Helen lo sacó de la habitación.

—Luego —dijo, cerrando la puerta antes de volverse hacia su hijo—. Caleb, esto es una tragedia, el peor de los desenlaces posibles, pero no podemos abandonar ahora.

—¡Claro que podemos! —los pulmones de Caleb gruñeron con el esfuerzo.

—Entonces todas estas muertes no habrán servido de nada.

Se mordió el labio y bajó la vista. Se sentó en la silla que había junto a la cama y se apoyó sobre sus rodillas. Y entonces, por fin, Caleb se dio cuenta de que también ella pugnaba por superar la culpa, también trataba de tener suerte en algo. Quería hacer aquello por su marido, para demostrar que su vida no había sido un desperdicio.

—Puede que no ahora, ni mañana, Caleb. Pero un día, un día volveremos a intentarlo. Nos entregaremos a ello con todas nuestras fuerzas, haremos todo cuanto esté en nuestra mano para descifrar las imágenes que vimos en la pared. Deben ser pistas para entrar, y…

—Dame mi cámara —dijo Caleb, asqueado—. Puede que sirva de algo. Supuestamente es a prueba de agua, así que la película debería de haber sobrevivido a la marea. —Lanzó un suspiro—. Cógela. Espero que sirva para demostrar que entrar allí es imposible. Acéptalo, Sostratus hizo las cosas condenadamente bien.

Helen iba a decir algo, pero, fuera lo que fuese, la interrumpió una enfermera que llegó a la habitación para sacar una muestra de sangre. Cuando introdujo la aguja en el brazo de Caleb este se sintió mareado de inmediato, y cayó en la creciente náusea de la inconsciencia.

Cuando Caleb despertó era de noche, y estaban las cortinas echadas. Tenía alojada en el brazo una sonda intravenosa, cuyo extremo latía como contrapunto al pulso que percutía en su cabeza. Y un hombre lo miraba.

Estaba vestido con un traje gris. Su mirada era amable, tenía una espesa mata de cabello gris, nevado de mechones blancos, y unas cejas espesas, despeinadas. Movía los labios, pero Caleb no podía escuchar nada de cuanto decía: nada salvo un rumor similar al de un torrente de agua.

El hombre levantó un dedo como si estuviera lanzándole una reprimenda, y por un instante el rumor del agua desapareció y la habitación volvió a quedar en silencio. Se inclinó hacia Caleb y susurró:

—El faro se defiende solo.

Luego envaró el cuerpo e hizo una curiosa reverencia.

Caleb parpadeó, y ya era de día. Le habían despojado de la intravenosa. Se incorporó en la cama, parpadeando de nuevo. Sentía la boca como si la tuviera llena de arena. Volviéndose de lado, salió de la cama hasta que una andanada de náuseas le hizo retroceder, y luego lo intentó de nuevo. Esta vez logró mantenerse en pie, así que se dirigió hacia la ventana y asomó al exterior. Dos pisos más abajo había un pequeño jardín, con una estatua de mármol manchada por el hollín de algún patriota egipcio que señalaba hacia el mar. Sobre ella, una solitaria paloma volaba en círculos; al instante siguiente se posó en la cabeza de la estatua y miró hacia la ventana de Caleb. Fue entonces cuando Caleb advirtió la presencia del hombre.

Estaba en el jardín, observando una especie de losa que había sobre el lecho de hierba. Le resultaba familiar, pero no era el mismo tipo que le había visitado la noche anterior. Este otro llevaba una chaqueta verde, muy sucia, y tenía el pelo largo, desaseado y desgreñado, hasta los hombros. Se arrodilló y colocó una florecita sobre la losa que tenía a sus pies.

Caleb abrió la boca. Lo que antes había sido miedo se convirtió en curiosidad. Pero entonces la figura se incorporó y dio media vuelta, mirando hacia arriba, directamente a Caleb. Levantó una mano y señaló primero a Caleb, y luego a la losa. Acto seguido, se tocó el pecho.

Caleb se echó hacia atrás, tan asustado que ni siquiera pudo llegar a ver acertadamente su rostro; cayó de espaldas en la cama, y cuando se dio la vuelta reparó en que la silueta de su madre se recortaba en el umbral.

—¿Qué haces fuera de la cama?

Caleb señaló hacia la ventana, los ojos abiertos de par en par, incapaz de pronunciar palabra.

Cojeando, Helen se dirigió hacia allí y apoyó el brazo sano en el alféizar. Miró hacia abajo. Vacilante, Caleb asomó sobre su hombro, a sabiendas de lo que iba a ver.

El jardín estaba desierto.

Helen se volvió, encogiéndose de hombros.

—Phoebe está al teléfono, y pregunta por ti.

Caleb tuvo que sentarse otra vez.

—No puedo hablar con ella.

—Eres su hermano mayor. Independientemente de lo que tú pienses que sucedió en Belice, lo cierto es que le salvaste la vida. Venga, ve a hablar con ella.

—Lo haré —transigió Caleb—. Pero una vez lo haga, se acabó. Esto ha terminado para mí, ha terminado para siempre. No puedo más. A menos que reclutéis a una docena de divisiones militares y os hagáis con mil toneladas de TNT, conmigo no contéis. Me largo.

—No puedes…

—Claro que puedo. Tengo un trabajo. Clases que atender. Libros que publicar. —Caleb se incorporó y se dirigió hacia la puerta—. Se ha terminado, mamá. Terminado.

—Tu padre jamás se hubiera rendido —susurró Helen, y aquellas palabras hicieron que Caleb se detuviera en seco.

Caleb bajó la cabeza. El aire que soplaba en el pasillo refrescó su piel.

—Papá está muerto. ¿O es que no te acuerdas?

—Caleb…

—Está muerto —repitió Caleb.

Y ahora, por fin, lo creía. Lo creía, y sintió de pronto un terrible vacío en el lugar que hasta entonces había ocupado la esperanza de que su padre regresara. Siempre, en un pequeño reducto de su mente, su padre le había estado esperando.
Esperando que yo fuera a su encuentro, que lo rescatase.

Pero la oportunidad ya había pasado.

—Muerto —dijo otra vez Caleb—. Como tu obsesión. Como la existencia de este tesoro. Como quienes intentan encontrarlo.

Cerró la puerta: a su madre, a su búsqueda. A su juventud perdida. A su esperanza. Dejó todo eso atrás y se alejó lentamente, en pos de su futuro.

Al atardecer, mientras los restantes botes, goletas, pesqueros y barcos de recreo se encaminaban hacia el muelle, y sus pasajeros se preparaban para disfrutar de discotecas, bares y restaurantes, George Waxman lanzaba su elegante lancha motora de cuatro asientos en dirección contraria, hacia el centro del puerto, donde aguardaba su yate.

Minutos después, descendía hacia las dependencias situadas bajo la cubierta, todavía presa de la furia.

—Sube —ladró a Victor, a quien encontró ante la ventana de la cámara de recompresión, mirando su interior—. Vete arriba y vigila el puerto.

Victor se volvió; tenía un corte en la frente, de un color cárdeno que se amorataba alrededor de las suturas.

—¿Vigilar qué? Helen está con el chico, ¿no?

—No es ella quien me preocupa. ¿Cómo está nuestro paciente?

—No responde. Pero vive.

—Bien.

—Ascendió ocho metros en menos de un minuto, tenía los pulmones llenos de agua, y… No sé, jefe, ¿no deberíamos llevarla a un hospital?

Victor se detuvo ante las escaleras, con la voz apenas audible, traicionando quizá lo que podría ser un deseo personal recién concebido.

—No —saltó Waxman—. Tenemos que irnos enseguida, y quiero tenerla cerca. Por si acaso… por si acaso sus heridas, o el golpe que ha sufrido en la cabeza, le han hecho olvidar sus prioridades. O dudar mínimamente de sus juicios.

—Comprendo.

Cuando los pasos se alejaron, y Waxman se quedó a solas con el sonido siseante del gas y las vibraciones producidas por el generador, juntó las manos en la ventana y asomó al interior de la cámara.

—Que duermas bien, Nina.

LIBRO DOS

—LA BIBLIOTECA—

Teodotus
: Lo que aquí arde es la memoria de la humanidad.

César
: Una memoria vergonzosa. Que arda.

SHAW,
César y Cleopatra

1

Universidad de Columbia, diciembre, tres años después

Caleb Crowe no había visto a su hermana en más de cinco años. Era Navidad, y acababa de terminar los exámenes parciales de graduación. Ahora se disponía a marchar al Museo de Historia Natural para dar carpetazo a su investigación sobre la desaparecida Biblioteca de Alejandría; y no podía por menos de esperar con ansia el momento de sentarse a escribir ese libro que, con comprensible impaciencia, llevaba tiempo deseando escribir.

Tenía puesto el abrigo y ya se dirigía hacia la puerta cuando Phoebe llamó. Estaba en la entrada de su apartamento. Con el corazón redoblando en su pecho, y mil preguntas revoloteando por su cabeza, Caleb salió a toda prisa de su habitación y descendió a la carrera los cuatro tramos de escaleras, emocionado, sin aliento, recordando aquel terrible día, aquel trágico descenso por una escalera mucho más larga —y más antigua— sucedido tres años atrás.

Rebasó el último peldaño y allí estaba Phoebe, en el vestíbulo: dos estudiantes de último año le sujetaban la puerta para que pasase, antes de enfilar los pasos hacia el campo de rugby. Phoebe deslizó la silla hacia el interior del vestíbulo, dedicó una sonrisa a Caleb y luego hizo girar la silla de ruedas en un círculo perfecto.

—¿Te gusta este nuevo modelo?

Ajustó los controles de la silla y la dirigió hacia él. Vestía un suéter de lana de cuello vuelto y unos pantalones desvaídos, estilo militar, cubiertos por una mantita de cuadros escoceses. Llevaba el cabello mucho más largo y se lo había teñido recientemente, con mechas caoba que hacían resaltar sus ojos, suaves y brillantes, donde no había la menor sombra de reproche.

Other books

Great Sky River by Gregory Benford
Samantha James by My Lord Conqueror
The Nature of Love by H.E. Bates
Pearl by Mary Gordon
The Underground Railroad by Jeffery L Schatzer
Saving the Best for Last by Jayne Kingston
In His Alien Hands by C.L. Scholey, Juliet Cardin
Texas Tornado by Jon Sharpe
Mirrors by Karl C Klontz