—Dadme un minuto —dijo este, tras susurrar algo hacia Nina. Recorrió con los dedos algunos de los símbolos.
De nuevo, Caleb tuvo la convicción de que Sostratus había diseñado la torre y su precursor, aquella extensión «inferior», según el principio de concordancia. Si lo visible y familiar estaba arriba, entonces esto era lo oculto: lo escondido y misterioso. Con todo, y según la tradición mística, el lugar debía contener los mismos elementos básicos. Aquella puerta tendría que conducir, por tanto, al segundo nivel, una sección con forma octogonal, y una vez dentro, otra escalera conduciría al visitante hasta el último nivel, concluyendo en una pequeña cámara rodeada de columnas.
Waxman examinaba atentamente los símbolos, y Caleb tuvo la impresión de que buscaba uno en particular; una vez más, comprendió que George no había sido del todo sincero con su madre, o con el resto del grupo: con nadie salvo Nina Osseni. Al verles hablar, y susurrarse palabras el uno al otro, Caleb sintió algo más fuerte que los simples celos.
Waxman señaló hacia la inscripción que se alzaba a un metro y medio de sus cabezas, sobre el caduceo:
—En griego antiguo, dice algo así como: «sólo los dorados pueden pasar de aquí».
—¿«Los dorados»?
Helen se adelantó a Caleb y alumbró las letras con su linterna. El haz de Caleb se unió al suyo, y pudo ver así un curioso símbolo con el que se remataba aquella inscripción en griego.
«Esto lo he visto antes», pensó, recordando los tratados de alquimia, las ilustraciones y los símbolos que anegaban el estudio de su padre. No sin reluctancia, como si la importancia de aquello le exigiera comprender enseguida su significado, Caleb bajó la linterna desde aquel carácter hasta el caduceo, y luego trazó un círculo siguiendo las agujas del reloj, alumbrando un símbolo tras otro.
—Siete símbolos —dijo.
—¿Y? —preguntó Victor.
Caleb se encogió de hombros:
—Es un número místico. Pero creo… mirando esos signos, salta a la vista que se trata de representaciones de los planetas. Algunos, además, representan a su vez los elementos. Veo el sol y la luna, y luego… Venus, Marte, Júpiter, Saturno y Mercurio.
Helen frunció el ceño, y se rascó la barbilla mientras trataba de mirar más de cerca.
—¿Y eso de qué nos sirve?
—Es alquimia —respondió Caleb, recordando fragmentos de cosas que había leído, ideas que se remontaban a la magia del Antiguo Egipto, métodos de controlar el mundo material y preparar al hombre para el trasmundo.
—¿Alquimia? ¿Convertir el plomo en oro?
—Algo así.
—¿Entonces qué son los dorados? —preguntó alguien, en tanto Caleb intentaba ver algo a través de la oscuridad. Quizá la pregunta la había formulado el más voluminoso del grupo, Dennis.
Waxman dio unos golpecitos con su linterna en la pared y escuchó el eco.
Caleb se aclaró la garganta:
—Quizá quiera decir: «aquellos que sean puros, aquellos que sean dignos». En su forma antigua, la alquimia era el estudio de la transición espiritual. Isaac Newton, Francis Bacon y todos sus predecesores, cuando hablaban de convertir algo en oro, no se referían necesariamente a una transformación elemental, física, sino a obtener la perfección espiritual.
—Eso es, chico —replicó Waxman—. Lo que también te incluye a ti.
Volvió a mirar la puerta, y luego Nina dijo algo inaudible, a lo cual Waxman asintió, y de inmediato dijo, en voz alta:
—No, lo que creo es que se trata de otra de esas típicas maldiciones egipcias, ya sabéis, el famoso perro ladrador… Les encantaba grabar maldiciones en todas sus tumbas, especialmente en las más valiosas. Amenaza a los saqueadores con una maldición, y quizá puedas descansar en paz.
Apuntó con la luz a uno de los símbolos, situado a la izquierda, más o menos a la altura de su rodilla, y Caleb tuvo la repentina certeza de que aquel era el símbolo que había estado buscando, el mismo que Nina le había indicado. Júpiter. El planeta asociado con el agua.
Vacilante, Nina dio un paso atrás, pero Waxman le ordenó que mantuviese quieta la linterna para iluminar los símbolos mientras él guardaba la suya. Alargó un brazo y aferró los salientes del signo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Caleb—. ¡Nina, George, esperad! No haréis esto en serio…
Cuando Waxman lo miró por encima del hombro su rostro era una máscara de fastidio y cólera; tal cólera que Caleb, involuntariamente, se vio obligado a retroceder.
Waxman gruñó y procedió a girar el símbolo en el sentido de las agujas del reloj.
—No estoy segura de que esto sea lo correcto —protestó Helen—. Quizá deberíamos esperar.
Retrocediendo un paso más, lo que le hizo chocar con Dennis, Caleb dijo:
—A los egipcios se les conoce por apuntalar sus maldiciones mediante trampas.
Waxman rio:
—Nadie más ha visto trampas en sus visiones.
—Tampoco viste la entrada —contraatacó Caleb—. Lo cual quiere decir que no has formulado las preguntas correctas… otra vez.
Una luz cegadora abrasó sus ojos: Nina le había dirigido el haz de su linterna.
Waxman habló entre dientes:
—Ya basta, Caleb. Puedes volver arriba.
La luz barrió hacia otra parte, dejando dolorosos fogonazos en la visión de Caleb. No podía distinguir nada. Escuchó el giro de la ruedecilla en su nicho de granito. Frotándose los ojos, dio otro paso atrás, hasta que perdió por completo la orientación.
—¿Nina?
Comenzó a llamarla, pero el sonido de una fuerte vibración metálica ahogó su voz. Unas sombras borrosas aparecieron ante sus ojos. Levantó la vista y vio dos gigantes que se cernían sobre él. Uno de ellos, cuya expresión resultaba terriblemente triste, parecía apiadarse de él; las facciones del otro, similares a las de un pájaro, se habían deformado en algo similar a la furia.
Caleb se alejó de las escaleras y regresó a la cámara; allí vio a su madre, a la derecha de Waxman, y a Nina, que se encontraba justo enfrente del caduceo.
Resonó otra vibración y Caleb cerró los ojos. Al abrirlos vio, en una bruma desdibujada, cinco figuras alrededor del sello. La grieta que se abría en el centro se expandió en una franja oscura y cada vez más ancha, hasta alcanzar el grosor de una columna.
—¡Lo conseguimos! —exclamó Waxman.
Nina se detuvo y volvió la vista, pero su mirada de triunfo se difuminó en cuanto vio el rostro de Caleb. Parecía que este quería decir algo que les hiciera detenerse y reagrupar al equipo. Pero no le salía la voz. Entrecerró los ojos y trató de ver lo que había más allá de las puertas, pero sobre los intrusos se derramaba una espesa capa de arena y polvo. Entonces se escuchó un terrible sonido a grava reverberando por los muros de la cámara. Las paredes, el suelo, el techo, gruñeron como si el puerto se estuviera hundiendo sobre ellos: millones de litros de agua llenando a la vez aquella diminuta sala.
—¡Nina!
Se volvió hacia él, alargando un brazo…
… justo cuando una torrencial ola de negrura surgió del hueco de la puerta, explotando en la sala.
Caleb alcanzó a ver cinco figuras golpeadas por la marea y barridas hacia atrás como hormigas arrastradas por la corriente. Helen y Waxman, que se habían hecho a un lado, lejos del furioso envite del agua, se volvieron y corrieron hacia la salvaguarda que ofrecían las escaleras.
El flujo de agua golpeó a Nina de lleno, levantándola en el aire, en una especie de llave acuática, y luego la arrojó contra el suelo de granito. Una nueva andanada de agua la arrastró hasta Caleb. Este lanzó un gruñido al sentir contra su cuerpo la embestida de Nina, y ambos se vieron impulsados hacia la colosal pierna de Toth. Caleb pugnó por mantener aferrada la muñeca de Nina mientras con la otra mano se asía al báculo de la estatua.
Nina tosió y trató de lanzar un acuoso grito. El agua helada rompía una vez y otra contra ellos, formando remolinos al tiempo que subía de nivel, y casi había arrancado a Nina de la sujeción de Caleb, que escupía entre ahogos aquella desagradable agua salina en la que se entremezclaba el polvo de los siglos. Aun así, percibía bajo sus pies el contorno de la estatua. Se impulsó en su parte central y consiguió ascender un poco más, sólo para ser golpeado por otra colérica ola. Sacando fuerzas de flaqueza, tiró de Nina hasta él mientras pugnaba por encaramarse a la estatua y así mantenerse lejos del caudal de agua.
Al fin consiguió encajar el brazo entre el báculo y la mano alzada de la estatua, pero ya no podía subir más: tocaba el techo con la cabeza, justo ahora que la sala se había colmado de oscuridad y los últimos rayos de luz procedentes de la linterna se perdían en la corriente. Pensó en su madre y en los restantes miembros del grupo, y sólo podía ponerse en lo peor: imaginaba sus cuerpos azotados por las olas, arrastrados contra las piedras, relegados a reposar en aquel lugar por los siglos de los siglos, a decenas de metros de la superficie terrestre.
Tenía los labios casi pegados al techo: era el último centímetro de aire que quedaba. Tomó aliento y al instante el agua le cubrió la cabeza. En cuestión de segundos, sus pulmones comenzaron a gritar, mientras su corazón martilleaba contra su pecho, arrastrándolo a un estado de absoluto pánico.
Entonces, repentinamente, ocurrió lo inesperado: era como si alguien hubiera quitado el tapón a una gigantesca bañera. El agua comenzó a refluir, provocando un desagradable sonido de succión, dando vueltas y vueltas sobre su propio eje, como centrifugada por la oscuridad. Caleb podía respirar de nuevo. El agua descendía aprisa, muy aprisa, y no tardó en distinguir allá abajo la luz de las linternas, atenuadas, casi extinguidas, antes de que desapareciesen de golpe, arrastradas hacia el sumidero que había al otro lado del túnel. Absorbidas, pensó Caleb presa de un súbito terror, junto con su madre, Waxman y los restantes miembros de la Iniciativa Morfeo.
—¡Caleb! —borboteó Nina, tosiendo chorros de agua.
La escasa fuerza con la que Caleb sujetaba ahora su muñeca hizo que empezara a resbalar, con el peligro que suponía encontrarse en lo alto de la cámara y sin que el sostén del agua pudiera soportar su peso. Su voz era apenas un susurro cuando Nina musitó:
—No me sueltes…
—¡Aguanta!
La negrura que les rodeaba se filtraba a su cráneo, cubriendo con un espeso manto su consciencia. Escuchó un zumbido, y allí estaba de nuevo: en la jungla de Belice, en aquella tumba de infausta memoria, sujetando el brazo de su hermana.
La muñeca de Nina se le resbaló un centímetro más, y la joven lanzó un grito. Sus pies oscilaban en el aire, pateando la nada, aquel vacío de siglos. Se aferraba con fuerza al cuerpo de Caleb, y en su histeria le agarró el brazo, soltándolo a él de la sujeción de la estatua. Por puro reflejo, Caleb se deshizo de Nina para liberar su mano y recuperar el asidero. El grito que siguió a aquello fue un eco del terrible chillido que Phoebe lanzó tantos años atrás. Se escuchó entonces un ruido sordo, húmedo, como procedente de un cuenco de leche, y un escalofriante crujido que resonó una vez y otra, ahogando incluso el rumor con el que se cerraba la puerta.
—¡Nina!
Luchó Caleb contra el frío y la fatiga y pugnó por mantenerse consciente. Descendió como pudo de la estatua, resbalando, gateando, dejándose caer por fin los últimos metros. Se hundió hasta las rodillas en la sinuosa corriente del agua, y tanteó con las manos para ver si tocaba algo que no fuera el suelo de piedra. El caudal tiraba de sus piernas, y si el nivel de agua hubiera sido más alto, era evidente que Caleb habría sido arrastrado hacia el pozo. Pero pudo mantenerse en pie.
—¡Nina!
Tanteaba a ciegas con las manos. Se puso de rodillas, intentando tocar algo en la oscuridad. El agua no superaba los cincuenta o sesenta centímetros, pero se precipitaba poderosamente hacia el sumidero.
—¡Nina!
Avanzaba Caleb en cuclillas, rodaba con el agua, abría los brazos todo lo que estos daban de sí en un frenético esfuerzo por encontrarla.
Surgieron luces, al menos dos, procedentes de las escaleras, y regaron el cuerpo convulso de Caleb, antes de recorrer la habitación y horadar cada nicho, cada metro cuadrado de aquella cámara barrida por el agua.
—¡Buscad a Nina! —gritó, al tiempo que la corriente manaba hacia el hueco del suelo y la puerta se cerraba otra vez, reconstruyendo el relieve del báculo—. ¿Dónde está?
—Caleb…