—Tener contactos cuesta dinero.
—Ya, pero esto…
Caleb miró alrededor, asombrado. Varios soldados egipcios, armados, montaban guardia en el exterior, más allá del perímetro delimitado por los
jeeps
, manteniendo lejos a los que se acercaban a curiosear por el lugar.
Helen escuchó su conversación. Miró a Nina con el ceño fruncido y dijo:
—Esto es producto de mi trabajo, Caleb: establecer relaciones con el Concilio de Antigüedades. Y, por supuesto, la influencia económica de George también es una ayuda.
—Claro.
—¡Moveos, chicos! —Waxman extendió los brazos y dio una vuelta completa, azotado por la brisa. Las gaviotas volaron tras él, trazaron un círculo en el aire y se posaron en las almenas del castillo—. ¡Hoy es un día histórico! Para la arqueología, para la historia, y para la nueva senda que estamos abriendo en la investigación paranormal. ¡Por favor, seguidme!
Uno a uno, los miembros de la Iniciativa Morfeo le siguieron por la puerta exterior; Waxman y Helen abrían la marcha. Cruzaron el patio desierto hasta la ciudadela interior y la mezquita. Siglos atrás, desde aquellas ventanas llovían las flechas sobre la armada turca.
En el interior del fuerte hacía una temperatura fresca, vigorizante. Caleb pasó las yemas de los dedos por un muro de granito y se detuvo unos instantes a pensar que, posiblemente, estaba tocando los restos del mítico faro.
—Esta arcada parece más antigua —advirtió, conteniendo la respiración—. Y esas columnas… tienen que formar parte del faro.
—Creo que tienes razón —replicó Helen por delante de él, casi sin aliento.
Por la ventana abierta habían entrado tres gaviotas que ahora los seguían en círculos, emitiendo sus desagradables chillidos. Caleb sintió el repentino temor de que estuvieran lanzando una voz de alarma, protestando por aquella injustificada intrusión. Miró algo más allá, hacia el puerto, donde una flota de barcos, veleros y buques, de todo color y condición, rielaban sobre las aguas, apuntando hacia Alejandría, esperando quizá algún fastuoso discurso de Cleopatra, o incluso del propio César.
—¿Preparado, Caleb?
Nina le pellizcó juguetonamente en la parte de atrás del muslo, y luego corrió hacia un pasillo que se estrechaba como el interior de una tumba. Waxman, Helen, Victor, Elliot, Mary, Amelia, Tom y Dennis aguardaban allí, expectantes. Helen asintió, sonriendo.
—Es tu momento, muchacho —dijo Waxman—. Nos has ahorrado tener que ir por los conductos de agua y desafiar las corrientes; esta es tu visión, ve con ella. Abrid vosotros el camino.
Helen empezó a contar:
—¿No falta alguien?
—¿Xavier? —dijo Waxman, echando un vistazo al grupo.
—¿Le duele la tripita al niño? —se mofó Elliot.
—O eso, o tiene resaca —dijo Victor.
«O bien», pensó Caleb, «es el único con un poco de cabeza que hay en todo el grupo».
—Bueno, no vamos a esperar por él —concluyó Waxman, un tanto a regañadientes.
Tras colocarse la mochila en el otro hombro, Caleb siguió a Nina por el primer pasillo.
—¡Espera! Ni siquiera sabes a dónde vamos.
—Claro que sí, lo he visto, ¿recuerdas? Las escaleras tienen que estar justo detrás de la mezquita.
El pasillo se abría abruptamente a una enorme cámara. Ambos contemplaron la hermosa cúpula que se alzaba a tres pisos del suelo. Una paloma volaba por aquel techo de ladrillo rojo, trazando gráciles círculos en el aire.
—Aquí es —dijo, señalando una hendidura apenas visible que recorría la pared más lejana—. Ahí es donde se abrirá la puerta cuando actives la palanca.
—¿Cuándo active la palanca? —Caleb se puso en jarras.
—No soy ningún sabueso; haz los honores —dijo Nina, acercándose a él y apretándole ligeramente la pierna—. Después de todo, ya hiciste anoche el trabajo duro. Te lo mereces.
Sonrojándose, Caleb recorrió de un vistazo las escaleras.
—Si es que sigue allí…
Subieron al siguiente piso y caminaron hombro con hombro por entre los sesgados rayos de luz que apuñalaban los estrechos pasillos de arenisca. Cuando Caleb se dio cuenta de que llevaban la misma zancada casi estalló en carcajadas. Se sintió como si fueran los vigilantes de la fortaleza, patrullando sus habitaciones.
En un pequeño recoveco repujado de sombras, situado en la esquina oeste, al otro lado de una cadena donde colgaba un cartel de
Prohibido el Paso
que impedía el acceso de los visitantes, Caleb sacó su linterna, la encendió y regó con ella la oscuridad. El rayo iluminó el interior de un hueco cuyo tamaño no era mucho mayor que el de un armario de suministros, además de tres adoquines rectangulares, tan grandes como un puño, que le llegaban a la cintura, sobresaliendo de la pared. Caleb tuvo un instante de duda. No había visto tres. Ni siquiera había visto aquella disposición.
—Vamos, tortuga. Es el del centro —dijo Nina, inclinándose hacia delante. Aferró la palanca con ambas manos, la levantó y luego la hizo girar a la izquierda y hacia abajo. Un sonido crujiente, casi gratinado, resonó allá abajo, y Nina descorchó una sonrisa que la luz de la linterna contribuyó a aumentar.
—¿No les viste hacer esto?
Caleb negó lentamente con la cabeza.
Nina le dio unos golpecitos en el hombro mientras pasaba de largo, condescendiente:
—Vamos, vamos, no es nada. Sólo es cuestión de práctica.
Se internaron por la estrecha abertura que producía una puerta muy alta, aunque sólo tenía medio metro de ancha. Se había abierto lo suficiente como para dejar pasar a una persona, así que tuvieron que avanzar a duras penas por la oscuridad, hasta que sus ojos se acomodaron a ella. Caleb se preguntaba de qué modo podría sacarse un tesoro por aquel espacio tan angosto.
El rayo que vertía la linterna dejó ver un estrecho espacio y una pared justo enfrente de ellos. Caleb bajó la mano. El chorro de luz, en el que parecían hervir las motas de polvo suspendido que la apertura de la puerta había producido, iluminó unas inclinadas escaleras que conducían a los pisos inferiores.
—¿Preparado? —resonó la voz de Waxman, aunque enseguida fue engullida por la oscuridad y el polvo—. Adelante, Caleb.
—¿Cómo es que de pronto me he convertido en el líder? Ni siquiera soy miembro del grupo.
—Siempre has sido miembro del grupo, Caleb —dijo su madre, posándole una mano en el hombro—. Pero si no quieres ir delante…
—Da igual, lo haré.
—Lo entendería —prosiguió Helen—. Belice, y…
Nina le agarró el brazo desde el otro lado, clavándole los dedos en la carne:
—No la escuches —susurró—. Es tu momento, hazlo por Phoebe.
Caleb inició el descenso.
—Debíamos haber traído un suéter —dijo Helen, y Caleb se maldijo por su estupidez. Un aire frío, estancado, surgía de las profundidades, helándoles los huesos—. ¿Hasta dónde crees que llega?
En la mente de Caleb se materializó una imagen. Era como el diagrama de un arquitecto: la torre, hueca, tan sólo esbozada, con sus rampas, estatuas y grúas para transportar el combustible, y la misma imagen proyectada justo debajo, como si alguien hubiera colocado un espejo en su base.
—Lo que es arriba es abajo.
Waxman levantó la vista:
—¿Eh?
—Es sólo un presentimiento. —Caleb bajó a tientas el primer peldaño—. Puede que Sostratus construyera esto según la tradición hermética, en la que la representación de lo que hay abajo es un reflejo de lo que hay arriba.
—¿Quieres decir entonces que a lo mejor tenemos que bajar sesenta metros?
—Tal vez.
O tal vez la puerta que había visto se hallaba a casi treinta metros de allí, y luego podía haber otra escalera, o un hueco, que conduciría al visitante hasta la «almenara»: la luz, el tesoro enterrado en su fondo.
O tal vez estaba equivocado.
Descendieron hacia el misterio lentamente, con cuidado, dando un paso tras otro. Nina lo hacía por detrás de Caleb, agarrada a la camiseta de este con una mano y ayudándose a mantener el equilibrio con la otra, que llevaba apoyada en la fría pared. La tiniebla subterránea se afanaba por ahogar la débil luz que brotaba de la linterna, pero el grupo podía ver lo suficiente como para seguir descendiendo.
Una vuelta, y otra… Caleb contó setenta y dos peldaños antes de que la pared desapareciera y llegaran al último escalón. Ante ellos se alzaba una espesa oscuridad, aunque sentían la presencia de un abrumador vacío. La linterna apuntaba a sus pies, al polvo y la grava. El rayo temblaba, y Caleb se dio cuenta de que lo que le temblaba era el brazo.
Sintió la mano de Nina en la suya, y juntos levantaron la linterna. Se estiró a todo lo largo del suelo, se sumió en un pozo rectangular y luego llegó al otro lado, donde chocó con una pared lejana. Caleb levantó un poco más la luz, y se quedó boquiabierto. Allí estaban los grabados: signos y estrellas, círculos y lunas. Las sombras jugaban con las formas, bailaban alrededor de los símbolos, las letras y las imágenes, que, pese a todo, estaban demasiado lejos como para que pudieran distinguirse con claridad. Encontró entonces el centro y trazó la forma de un báculo pintado en el que se enroscaban dos serpientes de escamas verdes, brillantes. Siguió sus colas hacia arriba, hasta los enormes colmillos y aquellos ojos de jade que, desafiantes, se devolvían la mirada.
—Dios —musitó Dennis, y se abrió paso entre el grupo para adelantarse.
—Espera —le gritó Caleb.
Tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar, y justo entonces se escuchó un sonido granulado por toda la cámara, como si algo se estuviera abriendo, o separándose. Sintió que el suelo se movía, y se apresuró a iluminarlo con la linterna. Uno de los bloques se había hundido bajo su peso, pero sólo un par de centímetros. Un siseo gorgoteante surgió del hueco que se alzaba sobre sus cabezas, seguido de un sonido vaporoso, como el de una fuga de gas. Dennis reculó hacia atrás, en tanto el grupo lanzaba gritos de terror y confusión.
Frenético, Caleb barrió el lugar con la linterna. Vio una luna creciente, un rostro como de pájaro y un pico largo y curvado hacia abajo. Un par de ojos le miraban con inquietante sabiduría, al tiempo que unos robustos brazos aferraban un voluminoso libro. Los rostros de todo el grupo se volvieron hacia unos enormes cuerpos de piedra que giraban hacia ellos, envueltos en un polvo de siglos.
—¡Estatuas! —exclamó Caleb, retrocediendo junto a Nina y venciendo su miedo—. No son más que estatuas.
Recordó la visión que tuvo, en la cual César aparecía ante las colosales estatuas de Toth y su consorte Seshat, que flanqueaban la entrada a aquella cripta. Pero no estaba del todo seguro de si supondrían una amenaza.
—¿Qué las hace moverse? —susurró Waxman, acercándose un poco más.
—¿Alguna máquina de vapor? —replicó Caleb, recorriendo lentamente ambas estatuas con la linterna, deseoso de que su corazón ralentizase los latidos y pudiese respirar con tranquilidad—. No creo que sea otra cosa que física e hidráulica. Los inventores de la antigüedad se afanaban en que sus estatuas pareciesen vivas. Era un truco para hacer estremecer a los adoradores…
—¡O acojonar a los intrusos! —añadió Victor.
—¿Ha funcionado con alguien? —preguntó Elliot, conteniendo una risita.
Caleb intentó sonreír:
—Vale, chicos, creo que la bienvenida ha terminado. Sigamos adelante.
Lanzó el chorro de luz una última vez a las dos estatuas, hecho lo cual inclinó la cabeza al pasar entre ellas. Podría haber sido una ilusión óptica, pero le dio la impresión de que Seshat había vuelto a moverse al pasar junto a ella, como si doblase las rodillas y bajase la cabeza para honrar su llegada.
Se acercaron a la pared. Aparecieron entonces otros cuatro rayos de luz, en los que gravitaba un pesado manto de polvo, cuyos haces recorrieron el suelo, las paredes y el techo. Los miembros del equipo evitaron el hueco rectangular que se abría en el centro. Procedente de sus profundidades, Caleb pensó que podía escuchar el chapoteo de algunas piedrecillas al caer en el agua. Miró más atentamente y vio que el hueco tenía otra hilera de peldaños que surgían de aquellas tinieblas acuosas.
Sintió un tirón en el brazo y volvió a alumbrar cuanto tenían ante sí. Antes de que pudiera darse cuenta de ello estaban frente al muro, contemplando el enorme caduceo, cuyas serpientes enroscadas parecían contemplarle ahora con tranquila indignación. Caleb tomó aire, y, cuando lo exhaló, su respiración centelleó en el polvo suspendido. Contó siete símbolos rodeando el báculo, cada uno de ellos profundamente grabado en la piedra caliza y enmarcado por el relieve de un círculo.
Supuso que podría asir los símbolos por los bordes exteriores y girarlos en un sentido u otro, como si fueran ruedas.
—Tendríamos que haber traído focos —musitó, buscando algo en el interior de su bolsa—. Sujetad bien las linternas.
—¿Por qué? —preguntó Waxman.
Caleb sacó su cámara, apuntó y apretó el botón. La habitación se iluminó. Por un momento la luz le cegó los ojos, y de pronto recordó una noche sucedida varios años atrás, en la colina que dominaba la bahía de Sodus, cuando los fuegos artificiales estremecían el cielo de la madrugada. Sacó otra foto, luego una tercera. Cada vez desplazaba un poco más el objetivo hacia la derecha, hasta que se aseguró de que había fotografiado la pared al completo. Extraños símbolos e imágenes llenaban su visión hasta que apenas pudo ver siquiera los lastimeros haces de las linternas.
Waxman miró sobre su hombro: la luz bañaba la pared de piedra caliza, haciendo que su rostro estuviera envuelto en sombras, pero unos puntitos brillaban en sus pupilas. Parecía un demonio egipcio, preparado para meter las zarpas en los tesoros de los antiguos dioses.
—Supongo que debíamos haber consultado a Caleb desde el principio. Las manzanas nunca caen lejos del árbol, ¿verdad, Helen?
Caleb tragó saliva y miró a ambos, en tanto Waxman alargaba un brazo y recorría con los dedos el perfil de las serpientes que sobresalían del muro. Había encontrado una grieta en la pared, una hendidura vertical que recorría el centro del báculo.
Nina se acercó a susurrar algo en el oído de Waxman y luego señaló hacia uno de los signos que había en la pared. El resto del grupo se acercó a ellos, provocando que una andanada de luz bañara el muro. Se apiñaron en un semicírculo por detrás de Waxman: