Objetivo faro de Alejandría (8 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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En una ocasión, cuando, en mitad de la noche, Caleb trataba de dar un sorbo de agua a la taza que había en su mesilla, sintió otra presencia. Vio una figura oscura erguida junto al contorno rectangular de la puerta, con la cabeza inclinada y unos largos brazos apoyados en los costados. Amenazadora, pero inmóvil. Era una borrosa mezcla de forma y sombra, un brochazo de oscuridad entre gris y verdosa. De su garganta emanaba un murmullo tenue, pero dado el estado febril en que Caleb se encontraba, las palabras se entremezclaban en un galimatías acústico que resonaba en las paredes. Caleb temblaba de pies a cabeza. La saliva le resbalaba por la barbilla, al tiempo que los escalofríos envolvían su cuerpo. El pantalón del pijama, que un momento atrás le había resultado agobiante, se le antojaba ahora un montón de harapos encostrados de hielo. Y la presencia, quienquiera (o lo que quiera) que fuese, daba la impresión de estar apuntándole con un dedo y tratando de hablarle. La puerta se abrió entonces, y una riada de luz inundó el interior, conjurando aquella imagen. Caleb se sintió a un tiempo agradecido y frustrado.

Helen entró y, curiosamente, se detuvo ante el umbral, como si hasta ella hubiera llegado un olor que le era familiar, pero indescriptiblemente aterrador.

Caleb se dejó caer nuevamente sobre la almohada empapada, la habitación empezó a dar vueltas en torno a él, y el joven terminó por sucumbir al espumoso torbellino de los sueños…

… en tanto se aferra al saliente de madera de la proa de un barco que se agita sobre aguas turbulentas. La espuma baña las enormes rocas que lo rodean, y sólo el furioso remar de los hombres logra llevar la barcaza a la ensenada. Y con un grito de agradecimiento a Tritón, abandonan la nave.

La lluvia cae sobre el grupo, que salta a los bajíos y avanza a trompicones hacia la costa. Su manto está empapado, y su armadura le resulta insoportablemente pesada. Tito —pues ese es su nombre— levanta la vista en tanto el resto de los hombres lo dejan atrás, y por primera vez la ve de cerca: una sombra imponente que recorta su mole negra contra las hirvientes nubes, una torre cuya inquietante presencia desafía la terrible tormenta. Lejos, muy lejos, allá en lo alto, la llama bullente de la almenara arde contra el viento, y el gran espejo envía un rayo púrpura a través de la insistente lluvia, apuñalando el mar a través de los infinitos repliegues de la noche.

Tito se apresura a alcanzar al resto de su legión, que compone una parte del pequeño grupo de refuerzos enviados a César y su ejército personal. En el revuelo que conforman la espuma, el aullido del viento y la torrencial lluvia, incluso el ruido de sus propias botas al chocar contra los peldaños de granito se ve enmudecido. Corre entre dos imponentes estatuas, un par de ancianos reyes que saludan su llegada, y luego por un oscuro patio. Una vez más levanta la vista hacia la implacable lluvia y recibe la impresión de que la brillante punta del faro acaricia las nubes de tormenta hasta hacerlas eruptar en una carcajeante cacofonía de luz y ruido.

En el interior, los hombres se despojan de sus mantos, se quitan los cascos y secan sus rostros. Su líder, Marco Antonio, ordena a Tito que le siga hasta el portón más próximo mientras el resto se dispone a llevar a cabo sus tareas. Apresurándose a obedecer, Tito sólo tiene tiempo para recorrer con una mirada el interior iluminado por las antorchas y reparar en una escalera de caracol, en las gastadas estatuas que se aferran a los escarpados muros, en el eje central y el caldero, ya anegado de aceite.

Tito sigue la antorcha de Marco a pasos forzados a través de un inextricable laberinto de pasillos, en los cuales una puerta conduce a otra idéntica a la recién traspuesta. Parecen retroceder y luego avanzar otra vez, antes de que por fin desciendan una pequeña rampa y doblen por una cámara abovedada que desemboca abruptamente en una escalera en espiral.

Los peldaños parecen no terminar nunca. Están romos, gastados, como si durante siglos hubieran recibido la caricia del agua. Tras dar vueltas y vueltas en lo que parecen ser horas, respirando el acre humo que emana de la antorcha de Marco, las piernas de Tito casi se doblan bajo su peso.

El pozo se abre a una nueva y gigantesca cámara, iluminada por un torrente de luz. Se aproximan a dos estatuas egipcias que se alzan allí como dos guardianes labrados en ónice negro: un dios con el rostro de Ibis, ataviado con un báculo y un palimpsesto, y a su lado una estatua femenina que porta un peculiar tocado en forma de media luna y sostiene un enorme libro contra el pecho.

Respetuoso, Tito inclina la cabeza hacia esas deidades nativas y avanza entre ella. Más allá se distingue un muro impresionante de granito rojo cubierto de extraños grabados e imágenes. Ubicado en el centro, y más prominente, se alza un enorme báculo en el que se ensortijan dos serpientes que parecen desafiarse con la mirada. De pie ante ese símbolo se encuentra Cayo Julio César.

Tito se arrodilla y Marco inclina la cabeza:

—Mi señor.

Lentamente, César levanta su mano izquierda. En la derecha sostiene una resma de papiros sin coser. La parpadeante luz que ilumina la escena, procedente de dos teas fijadas en extremos opuestos del muro, dejan ver unas líneas y símbolos trazados en el papiro similares a las imágenes que hay en las paredes.

Tito echa una mirada a la pared que tiene ante sí, y observa siete extraños símbolos insertados en sendos círculos que se alinean alrededor del báculo con las dos serpientes entrelazadas. Reconoce en varios de ellos los signos griegos que identifican los planetas.

César se vuelve. Sus ojos están vidriosos, fascinados y exhaustos. Tito ha escuchado ya algunos rumores según los cuales, desde la toma de Faros, César apenas se ha dejado ver, pues pasa la mayor parte del tiempo en el interior de la torre. Nadie sabe a qué se dedica cuando está allí. Hay quien dice que los dioses de antaño lo han atrapado en su santuario y que no lo dejarán marchar hasta que Roma abandone sus tierras. Otros aseguran que César ha encontrado una antigua fuente de poder y trata de arrebatársela a los dioses. El resto cree que ha dado con el tesoro perdido de Alejandro.

—Tito Batus —César aferra con fuerza el papiro que sostiene en la mano—, necesitamos de tus artes. Estos papeles estaban en posesión del guardián de la torre, un patético anciano que, junto a su hijo, se encarga de mantener vivo el fuego y dirigir el enorme espejo de la cúpula.

—¿Cómo, sólo dos…?

—El joven ha muerto —se limita a decir César—. Huyó, y cuando por fin lo prendimos, aquí abajo, trataba de arrojar esto —levanta los papeles— a las llamas. Tuvimos que detenerlo.

—¿Qué contienen, señor?

César sacude la cabeza.

—Sea lo que sea lo que estos escritos representan, lo cierto es que el joven murió por ellos. Trajimos aquí a su padre, y el viejo se las ingenió para soltarse, echarse sobre los papeles e intentar romperlos.

Tito frunce el ceño, y desvía la mirada de las hojas al muro.

—Tito, quiero que hables con el anciano y consigas respuestas. Lo hemos encerrado en las dependencias del piso superior. Emplea los medios que creas necesario.

César les da entonces la espalda y contempla el muro una vez más. Su sombra repta desde su cuerpo y baila obscenamente sobre la pared, imitando su pose y burlándose de su ignorancia. Tras él, Tito imagina a las dos estatuas egipcias lanzando unos suspiros tan indiferentes como inaudibles.

—Sí, señor. —Tito se pone en pie y alarga un brazo en señal de saludo—. Yo…

Pero entonces un tropel de pisadas emerge de la escalera y cuatro hombres se precipitan en la sala.

—Mi señor, las fuerzas egipcias se aproximan. Veinte naves.

César inclina la cabeza como si un enorme peso aplastase su cuello. Mira los papeles que aprieta en el puño y luego vuelve a mirar una vez más la pared.

Marco mira al mensajero y luego a su líder.

—Señor, no tenemos el poder suficiente para responder a ese asalto.

César suspira.

—Muy bien. Retornaremos a la seguridad del palacio y esperaremos a que Mitrídates llegue con los refuerzos. Regresaré una vez que la situación esté totalmente controlada. Traed al anciano.

—Señor —dice otro soldado desde las escaleras—, es demasiado tarde. Se ha mordido la lengua y se ha ahogado en su propia sangre.

César escupe una blasfemia. Aparta a Tito a un lado, murmurando una maldición a los dioses egipcios, y se precipita a subir las escaleras. Tito sigue al resto de los hombres y abandona en último lugar la silenciosa cámara. Volviéndose por última vez, contempla las impávidas miradas de las dos serpientes labradas en la pared de granito. A la inquieta luz de las teas, parecen revolverse en el báculo, volver las cabezas y amenazarle para que no regrese. Tito arriesga entonces una mirada a la estatua femenina, que parece dedicarle una sonrisa burlona, segura de que su secreto sigue intacto, mientras lo sujeta firmemente contra su corazón.

Las fuerzas de César abandonan la isla de Faros, huyendo desde la torre en las pocas naves que quedan tras el imprevisto ataque de los egipcios. Sin embargo, algunas de las galeras romanas empiezan a zozobrar, pues hay demasiados hombres atestando las cubiertas. También se hunde el bajel del emperador, y los hombres que lo gobiernan son aplastados por las planchas de madera; llenos de pánico, ven también sus miembros enredados por cuerdas y amarras.

Tito hace un esfuerzo febril por mantenerse a flote, hasta que consigue aferrarse a un descarriado trozo de madera, gracias al cual alcanza un barco lejano. Más allá, en la distancia, en el resplandor de un relámpago, alcanza a ver el manto púrpura de su líder. César pugna por nadar empleando sólo una mano. Con la otra sostiene en el aire la resma de papiros.

Un fogonazo.

Y entonces, dejando atrás el brillante sol de la tarde, Tito entra en el palacio central. César está en el balcón que se yergue sobre la plaza, mientras la XIV Legión aguarda bajo el tórrido sol a que pronuncie las palabras que todos quieren oír: las palabras que ordenen su entrada en combate.

Alejandría está de nuevo en manos de César. Potino y Aquiles, instigadores de la insurrección, han sido ejecutados, y Ptolomeo XIII ha muerto al tratar de escapar. La adorable Cleopatra se asienta confortablemente en su trono, pues ha triunfado en su personal gambito de capturar el corazón de César.

César se inclina sobre el pasamanos y recorre con una mirada el puerto. Contempla las olas que azotan la torre del faro, cuyo espejo refleja ahora los rayos del sol y los lanza directamente sobre él. Para Tito es como si dos formidables guerreros estuvieran midiéndose en una lucha de voluntades, decidiendo así si proseguir el combate o inclinarse en un respeto mutuo por las hazañas del contrario.

César aparta la mirada. Se envara al sentir el roce de la atractiva Cleopatra, cuya piel de aceituna brilla con la luz del sol:

—Debes ir —es lo que Tito escucha en los labios de Cleopatra—. Tus enemigos están minando tus fuerzas. Vete a su encuentro, uno por uno, y consolida una vez más tu imperio.

César asiente y contempla por última vez la torre del faro, reconociéndolo como un rival que no puede vencer y resuelto a ejercer una mayor presión sobre todo cuanto tenga el poder de aplastar.

—Toma —le ordena a Marco Antonio, que se encuentra a su lado—, lleva estos papeles a mi suegro. Estarán a buen recaudo en su biblioteca personal hasta que pueda devolver mi atención a sus misterios.

—Amor mío —le dice Cleopatra—, ¿por qué no los dejas en el museo? Nuestros eruditos podrán estudiar sus símbolos y volcar sus sabias mentes en la labor de desentrañar sus secretos.

—No. El fuego que ha devorado el puerto ha dejado bien claro que aquí no están a salvo. Debemos proteger estos pergaminos.

—Pero los libros originales no han corrido ningún peligro. Sólo se han perdido las copias.

—Está decidido.

César alza los brazos hacia sus hombres y estos le responden con un grito, reafirmando su lealtad y su disposición a entablar combate.

Cleopatra baja la cabeza, pero cuando dirige la mirada al faro, Tito está seguro de ver en sus labios la taimada sombra de una sonrisa.

10

C
ALEB despertó del sueño al mismo tiempo que empezaba a sentir los envites de la fiebre. Era media tarde de un día que ignoraba. Extremadamente débil, pugnó por salir de la cama, y entre los rayos de sol que se filtraban por las cortinas encontró un cuenco de pasas, nueces y plátanos dispuesto en la mesa.

Todavía en Alejandría
. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Qué estaría sucediendo en Nueva York? Tenía que apresurarse en saberlo. No podía ni empezar a imaginar lo que sucedería si permanecía allí una vez comenzase el semestre. ¿De qué manera lidiarían sus estudiantes con Lombardo o —que Dios los ayudase— Henrik Jenson? Pues serían ellos quienes lo sustituirían. Sí, debía abandonar aquel lugar tan pronto como tuviese permiso para volar, si no antes. El dolor podía soportarlo. En cambio, no estaba tan seguro de poder tolerar la presencia de su madre o de su lunático grupo de amigos.

Con el estómago lleno y la seguridad de que la comida no iba a hacer el camino inverso, Caleb se dirigió a la ducha. Tras ponerse un pantalón de chándal, sandalias y una camiseta vieja, abandonó la habitación y enfiló las escaleras hacia el vestíbulo. Todavía sentía la cabeza un tanto débil, pero siguió avanzando, no sin hacer una pequeña pausa contra una pared al dirigirse a la sala de conferencias. Se esforzó por ofrecer su sonrisa a una doncella voluminosa, de piel oscura, que le evitó al verle, y luego abrió la puerta.

Alrededor de una enorme mesa atestada de papeles, lápices y grabaciones, aparte de algunos ceniceros casi colmados de colillas, se sentaban los diez miembros de la Iniciativa Morfeo. En una esquina habían colocado una videocámara para grabar todo cuanto allí sucediese. Helen se sentaba en un extremo de la mesa, y George Waxman se hallaba de pie tras ella, enfangado en pegar dibujos a la pared en grupos que parecían reflejar un tema común. Vestía un polo blanco con el cuello levantado, unos vaqueros almidonados y unas botas de caña alta, un atuendo que le hacía parecer recién llegado a un bar cuyo suelo uno imaginaría alfombrado de cáscaras de cacahuete y con un toro mecánico en una esquina. Se volvió al oír la puerta.

—Caleb, me alegro de que por fin puedas unirte a nosotros —señaló una silla vacía—. Siéntate. No sabía que la gente de la universidad tuviera una constitución tan frágil.

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