Objetivo faro de Alejandría (22 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Al menos esa parte de mi pasado ha quedado atrás.

Caleb tomó aire, mientras unos cuantos mosquitos zumbaban ante su cara. Lydia le ayudó a levantarse, y se alejaron de las ruinas en dirección a la lejana área turística, en pos de los taxis que aguardaban pacientemente la llegada de pasajeros.

—Entonces, si tu visión es cierta —comenzó Lydia—, lo que se perdió en Alejandría es todavía más dramático.

Caleb se detuvo. Por un momento, la luz del sol bañó una docena de losas que se extendían sobre el Nilo, provocándole una suerte de revelación, un rapto de comprensión absoluta, como si, de alguna manera, en su fuero interno se hubiera reactivado una lúcida conexión con la visión histórica. Por su mente desfiló un carrusel de rostros, un tumultuoso bullicio de hombres y mujeres. Tenía la certeza de que todos ellos estaban involucrados en un fastuoso legado, en un plan tan noble como la sabiduría más excelsa, en un secreto cósmico. Las palabras de Platón resonaron en su cabeza: «De modo que nacéis de nuevo, como niños, desde el principio, sin saber nada ni de nuestra ciudad ni de lo que ha sucedido entre vosotros durante las épocas antiguas». Entonces aquella sensación se desvaneció, tan pronto Caleb vio algo por el rabillo del ojo: una figura borrosa que se perdía en la distancia. Entrecerró los párpados. Allá en la orilla opuesta había un hombre. Ajeno a todo, como el nudo de una palmera enferma. Era tan menudo, estaba tan inmóvil… Pero entonces levantó un brazo, y señaló hacia Caleb.

El aire se estremeció, una oleada invisible que surgía de aquel dedo y se clavaba en el corazón de Caleb. Este dio un respingo, giró bruscamente, y Lydia apenas pudo sujetarlo para que se mantuviese en pie.

—¿Lo ves? —gritó Caleb, presa de la histeria, apartando a Lydia a un lado y corriendo hacia el río—. ¡Allí!

Pero en la orilla no había nadie. Sólo unos cuantos arbustos y un revoltijo de rocas. Caleb se volvió y vio que Lydia le dedicaba una mirada aterrada.

Se acercó a él, le tomó de las manos y le besó en la sudorosa frente.

—Venga, volvamos al hotel.

6

Venecia

Fuera lo que fuese lo que había desencadenado las visiones de Caleb en Sais, fuera cual fuese el resorte que había liberado sus talentos, lo cierto es que durante la semana siguiente fue también responsable de poner en liza una serie de sueños de tal realismo que Caleb y Lydia decidieron no regresar a los Estados Unidos hasta haberlos aclarado por completo.

Caleb llenó un cuaderno, luego otro. Intentaba forzar trances diurnos para ver las cosas con más claridad, y cuando dormía, lo hacía con una taza de café llena de lápices y un cuaderno de dibujo junto a la cama. Lydia se sentaba a su lado, en silencio, o bien salía a buscar los libros que Caleb le pedía, cuando no le llevaba agua y comida. Se limitaba a observarle, mordiéndose las uñas en las sombras.

Finalmente, Caleb tuvo que rendirse; las visiones no progresaban más allá del punto al que había llegado. Lydia le animaba a hablar, y Caleb describía como mejor podía lo que había visto, el mismo carrusel de imágenes al que había asistido allá en el puerto de Alejandría. Con voz excitada, apenas sin aliento, mientras las chicharras entremezclaban sus cantos a la ondulante brisa del Mediterráneo que entraba por la ventana, dijo:

—Todo comienza en la isla de Faros. Alejandría. Creo que es el año 279 antes de Cristo. Justo antes del día de la inauguración.

—¿La inauguración de qué? —preguntó Lydia.

Caleb sonrió y le contó la historia que había conocido en trozos e imágenes inconexas, y que su mente reproducía a modo de videoclips. La historia de Sostratus y Demetrius, el paseo por el faro, las crípticas palabras de su constructor… Todo cuanto había visto hasta que arquitecto y bibliotecario desembocaban en aquellas escaleras donde, de momento, parecía culminar la visita. Y es que la visión parecía terminar allí, en ese punto exacto de la torre y del sueño: y pese a los intentos de Caleb por ir más allá, por aventurarse al otro lado de aquella puerta abovedada junto a Demetrius, las visiones no dieron más de sí.

—Quizá necesites darle a tu mente un descanso —propuso Lydia—. Unas vacaciones.

Antes de regresar a Alejandría, donde habían esperado que las visiones de Caleb prosiguieran y les condujeran a nuevas respuestas, se tomaron un mes de vacaciones en un crucero por el Nilo, durante el cual visitaron el Valle de los Reyes, Luxor, Karnak, Abidos y otros sorprendentes lugares que Caleb únicamente había conocido por los libros. Los sueños de Caleb rebosaban de enormes pirámides, miríadas de columnas, techos ciclópeos, hileras de jeroglíficos y relieves pintados en las paredes. Luego, Lydia y Caleb pasaron una semana en El Cairo, en el museo, en los mercados y entre las pirámides. Pero antes de embarcarse en el último tramo del crucero y seguir camino a Alejandría, marcharon a Venecia.

Para casarse.

Cruzaron el Mediterráneo, pasaron a quince kilómetros de Rodas y luego por Malta, y continuaron más allá de la punta de Sicilia, perfilando la costa de Italia. Caleb le señaló la bahía de Nápoles y el Palacio Real, donde casi podía ver al grupo de científicos, envueltos en sus batas blancas, aún separando milímetros de papiros carbonizados de los pergaminos de Herculano. Circunvalaron la bota de Italia, dieron la vuelta y prosiguieron al norte más allá de la Toscana, hasta que por fin se adentraron en los canales de Venecia. Mientras Caleb pedía la cena, Lydia reservaba una habitación en el lado este de la ciudad que dominaba la
piazza
de San Marcos. Y esa noche, bajo un aterciopelado cielo púrpura, se casaron.

Sentados cara a cara en una góndola, enharinados por la luz fantasmal de la luna llena, pronunciaron sus votos ante un sacerdote, en latín. Se tomaron de las manos y se besaron, y la gente aplaudió: gente que se arracimaba en los puentes, o que asomaba desde los balcones de las casas, o que simplemente pasaba en ese momento por San Marcos.

Celebraron la boda con una maravillosa cena compuesta de productos marinos, tan sabrosos que Caleb no recordaba haber comido en su vida nada igual. Y luego tomaron tres botellas de vino, junto con un Chianti para cerrar la noche, antes de regresar entre tambaleos a su habitación. Mareado, Caleb le prometió a Lydia que ya consumaría el matrimonio por la mañana, y ella lanzó una risita y aceptó la propuesta, antes de taparse torpemente con las sábanas.

Bajo las mantas, lejos de las luces de la catedral, Lydia le susurró al oído:

—Tengo que decirte algo.

Caleb rio y la besó con ferocidad. Sintió su cuerpo desnudo enredado completamente al suyo. No podía ser más feliz. Su único remordimiento no era la celeridad con la que había decidido casarse, sino el hecho de que no se lo hubiera contado a Phoebe.

—¿De qué se trata? —susurró Caleb, mordisqueando los labios de su esposa.

—Es sobre mí —dijo—. Tengo que contarte…

—¿Puede esperar? —preguntó, tratando de que la habitación dejase de dar vueltas.

Deseó haber tomado una aspirina. A medias picado por lo que Lydia pudiera contarle, se imaginó de pronto que el alcohol había liberado algún bloqueo inherente, que se había abierto un pequeño ventanuco por el que podía asomar y ver los oscuros secretos, fueran estos cuales fuesen, que su recién desposada guardaba para sí.

—No —dijo—. No puede esperar. Pero… no sé si puedo contártelo.

—Hazlo —insistió Caleb, casi incapaz de mantener los ojos abiertos.

Pero en ese momento su estómago pareció voltearse, la habitación empezó a dar aún más vueltas, y tuvo que correr al cuarto de baño, que para mayor dificultad se encontraba al final del pasillo, compartido con otros seis huéspedes. Por suerte estaba desocupado, y cuando regresó a la habitación, Lydia dormía profundamente. Se introdujo entre las sábanas y no tardó en quedarse dormido junto a ella.

Por la mañana, el teléfono los despertó.

Lydia se adelantó a cogerlo.

—Se equivoca de habitación —dijo, colgando con fuerza el auricular. Su cabello era un desastre, y las arrugas de la almohada se le habían grabado en la cara. Se volvió hacia Caleb—. Ugh. Lo siento, no creo que haya sido la noche de bodas más romántica de la historia.

—No —gruñó—. Pero la ceremonia estuvo muy bien.

—Y tanto —suspiró Lydia, y miró por la ventana, cerrando los ojos para sentir mejor el frío aire de Venecia—. Comamos algo y vayamos a ver la catedral.

Caleb se levantó, pero luego volvió a reclinarse en la cama, pues la habitación todavía daba vueltas. Se llevó las manos a la cabeza y lanzó un nuevo gruñido.

—¿No ibas a decirme algo anoche?

Lydia le lanzó una mirada de sorpresa.

—No… Creo que no.

—No será que ya estabas casada, ¿verdad?

Lydia se dirigió hacia él, se agachó y le dio un beso largo, parsimonioso.

—Ah, sí, eso era. La verdad es que estoy casada con el príncipe de Mónaco, y cuando sus soldados se enteren de lo que has hecho, sufrirás una muerte indeciblemente cruel —sonrió y le despeinó con la mano—. Pues claro que no estoy casada. Sabes que te estaba esperando. —Sus pupilas, como pequeñas cuentas de jade, examinaron su rostro, sus ojos, su cabellos revueltos—: no recuerdo qué fue lo que te dije anoche, cariño. Pero sí recuerdo que dijiste algo acerca de consumar nuestro matrimonio.

Caleb sonrió de oreja a oreja y la lanzó sobre la cama.

Ya en el interior de la catedral de San Marcos, Caleb y Lydia se abrían paso entre la multitud, yendo de una fastuosa estatua de un santo a otra, de un infinito mosaico al siguiente, sólo para encontrarse ante una imagen representada a todo lo largo de un muro que mostraba, entre todas las cosas posibles, precisamente un faro.

—¿No lo sabías? —preguntó Lydia, y por un momento Caleb tuvo la sospecha de que ella le había dirigido a propósito hasta aquel lugar, quizá para empujarle a que volviera a pensar en el pasado.

—Sí, pero lo olvidé. Recuerdo algo de las investigaciones de mi padre referentes a una de las más antiguas representaciones que aún existen del faro, y que esta había sido hallada aquí. —Caleb recorrió con los dedos las pequeñas teselas que componían la imagen—. No es que esté a escala, de hecho es más pequeño de lo que vi, pero es la misma reproducción.

—¿Y por qué está aquí? —quiso saber Lydia.

—Se cree que San Marcos fue martirizado en Alejandría. Y después, en el año 829, los cristianos hicieron una incursión suicida en esa misma ciudad, robaron su cuerpo de manos de los árabes y lo enterraron aquí, bajo el altar principal. Junto con su cuerpo quizá trajeron el legado del faro: lo que sí parece seguro es que trajeron consigo uno de las pocas representaciones del verdadero aspecto que este tuvo.

Lydia alzó las cejas. Dio un codazo a Caleb en el costado y le cogió fuertemente del brazo:

—Perdona por sacar esto ahora, pero es que he pensado… bueno, he tenido una idea para nuestro próximo libro.

—No —replicó Caleb, mirándola a los ojos, y la sonrisa que combaba sus labios desapareció—. No voy a ahondar en esos recuerdos. No voy a…

—… ¿continuar la obra de tu padre?

Ahí estaba. Lydia tenía una especie de don natural para saber dónde tenía que darle y hacerle reaccionar. Lo llevó a un lado y se abrieron camino por entre un grupo de turistas que se entretenían en fotografiar el lugar. Dejaron atrás unas lúgubres estatuas de santos y varias tallas de madera excesivamente barrocas, subieron un tramo de escaleras y por fin salieron otra vez a la
piazza
. Las palomas volaban en círculos y revoloteaban entre la multitud: la gente que sacaba fotos, los músicos, los vendedores ambulantes de
souvenirs
. El aleteo de sus alas parecía levantar una brisa que irritaba los ojos de Caleb.

—Lo siento —dijo—. Pero, incluso tras mis recientes visiones de Sostratus y el faro… lo cierto es que no estoy preparado para discutir esto.

—Pero estamos casados —replicó Lydia, sonriendo diabólicamente—. En lo bueno y en lo malo. ¿No quieres hacer feliz a tu esposa? Necesito un nuevo proyecto. Y por si acaso no has leído tu contrato, Doubleday quiere otro libro tuyo en dos años.

—Doubleday puede esperar —repuso, poniéndose unas gafas de sol de imitación que había comprado en El Cairo—. Y puede esperar para siempre, si la cuestión es volver a ahondar en la obsesión de mi madre.

—Ella no tiene por qué estar mezclada en esto —le reprendió Lydia—. Tú ya tienes tus notas, y hemos documentado cuanto necesitamos. Podemos ir a Alejandría la semana que viene y empezar desde cero.

Caleb dio una patada a una paloma que se había acercado demasiado, pero falló por un metro.

—¿Por qué el faro, Lydia?

—Porque —respondió esta, en apenas algo más que un suspiro— no dejas de soñar con él. Y no es solo eso, creo que además encaja en nuestra investigación. Y creo que tú también lo sabes.

—¿Qué quieres decir?

A Caleb se le secó la garganta. Su corazón comenzó a latir.

—Ya sabes —musitó Lydia—. No vas a querer admitirlo, pero es lo único que tiene sentido.

La visión de Caleb empezó a empañarse. Al otro lado de la plaza, algo apareció ante sus ojos, la única imagen nítida en aquella marea de actividad. Bajo el gran reloj de la torre, justo en su base, se hallaba
aquel hombre
, la encorvada figura del pantalón verde con el cabello largo caído sobre la cara.

—¿Caleb?

Lydia, convertida ahora en un manchurrón borroso, le tiraba de la manga. Aún seguía hablando, tratando de convencerle de algo. Caleb la oía perorar sobre impenetrables bastiones, grandes sellos y no sabía qué más.

Parpadeó y pugnó por librar su atención de aquella figura: era la primera vez que lograba hacerlo, y miró a Lydia.

—¿Qué has dicho?

—¿Es que no me escuchas? Te estaba hablando de lo que viste a través de los ojos de Maneto. Los legendarios escritos de Toth, que, se dice, contienen los misterios de la Creación, del poder sobre la vida y la muerte y el conocimiento del cielo y la tierra. Partes de ese mensaje han visto la luz gracias a la alquimia y el
arcanum
, y han formado la espina dorsal de la Orden Rosacruz y la Francmasonería.

Caleb se lamió los labios y volvió a mirar al reloj de la torre, pero ya no pudo distinguir a la enigmática figura.

—Caleb, cariño…

Parpadeando para volver a enfocar los ojos en Lydia, suspiró y dijo:

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