Objetivo faro de Alejandría (19 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Seis meses atrás había conseguido un agente, un editor, y un adelanto de 50.000 dólares por una obra titulada
Vida y Tiempos de la Biblioteca de Alejandría
. Era la culminación de infinidad de anotaciones, anécdotas, teorías y documentación. Las primeras críticas eran extraordinarias: el libro había sido saludado como «un clásico habitado por personajes épicos, aunque terriblemente reales, y tan vivos que se diría que Caleb Crowe ha viajado en el tiempo para observar de primera mano los lugares y sucesos que se dan cita en su libro».

Por supuesto, aquella afirmación no iba desencaminada. Aunque tras la muerte de Nina había jurado que jamás volvería a usar sus habilidades psíquicas, a veces su subconsciente, abrumado por la intensidad de su investigación y la redacción del libro a altas horas de la noche, seguía sus propios propósitos. De pronto, lo arrastraba a una visión donde se entretenía en peripatéticos paseos del brazo de filósofos de túnicas blancas, cuyas voces retumbaban entre columnas y peristilos alrededor de los cuales se congregaban alumnos embelesados. Paseaba por las diez colosales cámaras del saber, saboreando el hálito de las verdades ancestrales que exudaban los pergaminos allí guardados. Asomaba por las ventanas, contemplando la oscura silueta del faro, y los cielos en los que otros eruditos del pasado habían recogido las huellas de los dioses.

Había paseado hombro con hombro con Euclides, bebido vino con Claudio Ptolomeo, diseccionado cadáveres con Aristarco, trazado los ciclos de Venus con Hiparco, y ayudado a Herón con sus cifras. Y todas esas experiencias —los ruidos, las impresiones visuales, la impronta que le dejaban en el alma aquellos salones venerados y las imponentes dependencias del museo— se habían abierto camino hasta su libro como revelaciones, maravillas y teorías que los académicos y críticos modernos no tardaron en repudiar; pero había algo en su personalísimo estilo y en la fuerza de sus palabras que resultaba irresistiblemente atractivo para los lectores.

Aquel día era su primer encuentro con el ritual de las firmas de libros, que iba a tener lugar en un moderno café del Soho una tarde de finales de octubre. Una llovizna impenitente zigzagueaba en las ventanas, y no cesaban de llegar taxis que enseguida se veían abordados por peatones cargados de bolsas. Caleb tenía un nudo en el estómago, y sentía por momentos que iba a perder la voz. Más de cuarenta personas atestaban la pequeña sala, una hueste de paraguas multicolores y chubasqueros… y un chal de un brillante color naranja que resguardaba un rostro extático, sonriente.

Phoebe estaba allí, al fondo de la sala, con las manos entrelazadas y un ejemplar del libro en su regazo. Los relucientes asideros de la silla tenían el brillo de las gotas de lluvia. Su inesperada aparición —la primera vez que Caleb la veía desde las navidades— era lo único que necesitaba para armarse de coraje, relajarse y dejar que las palabras fluyesen.

Habló Caleb del incalculable valor del conocimiento perdido en la destrucción de la biblioteca. Brevemente, destacó la adquisición de libros de todos los puntos del planeta y cómo el museo se convirtió en la primera universidad mundial. Enumeró los grandes nombres asociados con el museo y los pergaminos. Habló de Calímaco y su innovador método de catalogación, que permitió crear el actual sistema de catalogación por fichas; luego se refirió a la especulación, que había hecho que muchas grandes obras hubieran desaparecido. Según los relatos, entre biografías y notas históricas, que habían llegado hasta nuestros días, entre las obras perdidas se contaban tragedias y dramas de Homero, Platón y Virgilio; tratados matemáticos de Euclides; textos médicos que describían tratamientos para lo que todavía hoy son enfermedades incurables. También había textos metafísicos, guías espirituales para despertar el alma y expandir la consciencia del hombre.

Luego, para no aburrir del todo a su audiencia, Caleb se centró en las principales teorías acerca de la catastrófica destrucción de todo aquel arsenal de conocimientos, ahondando en el derramamiento de sangre y la intolerancia que había hecho que aquellas obras acabasen siendo pasto de las llamas. Habló de César y los emperadores romanos que lo siguieron, quienes, en su celo por aplastar las rebeliones de Alejandría, habían hecho arder departamentos completos de la biblioteca, ya fuera consciente o inconscientemente. Habló de los decretos del emperador Teodosio, que habían incitado las revueltas cristianas del año 391, e incluso mencionó la dudosa teoría de que los conquistadores árabes habían empleado los pergaminos de la biblioteca para calentar los baños de vapor de la ciudad, citando la célebre orden de destrucción del califa del Cairo: «O bien los pergaminos contradicen lo escrito en el Corán, y por tanto incurren en herejía, o están en consonancia con él, en cuyo caso su existencia resulta superflua».

Más o menos a mitad de su presentación, Caleb levantó la vista y vio otro rostro lleno de admiración observándole desde el velador, junto a una máquina expresso chapada en oro. Una mujer rubia le miraba desde el otro lado de la sala a través de unas gafas de armazón estrecha. Por alguna razón, pese a las embelesadas miradas del resto de la concurrencia, aquellos jóvenes y no tan jóvenes que atestaban mesas y sillas, la atención que aquella mujer le profesaba consiguió hacer que se sintiera incómodo.

Aun así, siguió con su presentación, arrancando una reconfortante sonrisa a Phoebe, que levantó la vista y le hizo un gesto para que le firmase el libro. Se apresuró a dar por terminada la charla, leyendo una cita del último capítulo de su obra: «La muchedumbre se agolpó en el
serapium
, redujo a añicos las escasas defensas de los eruditos y los sacerdotes que había en su interior, y luego procedió a derribar estatua tras estatua y a demoler urnas, altares y obras de arte. Tres jóvenes protegían una puerta arqueada que se abría en el lado este». La voz le flaqueó cuando su mente pinceló aquella escena. Después de todo, había sido testigo ocular de lo sucedido…

… como parte que es de la masa. Se siente espoleado por el vitriolo y la furia, mientras el patriarca Teófilo se alza tras él, haciendo ondear su cruz ardiente y gritando pasajes del Levítico. Avanza por entre columnas de mármol, con una antorcha en una mano y la rama retorcida de un árbol en la otra. Lanza un aullido al golpear a un joven, rompiéndole el cráneo, y acto seguido cae sobre los vigilantes. Los otros surgen por detrás de él y, a empellones, le hacen rebasar la puerta hasta una enorme cámara rematada por un techo redondeado. En cada una de las paredes hay nichos excavados rebosantes de pergaminos pulcramente cerrados, que tiemblan como abejas en una colmena.

Con un grito a Dios y a su patriarca, veinte zelotes corren de un lado a otro, blandiendo antorchas y lanzando aullidos de puro placer. La sala parecía encogerse al paso de sus sombras, que se agitaban en una desagradable parodia de una ancestral danza orgiástica. Inflamados de regocijo, los hombres arrojan las antorchas por todas las esquinas, quemando todo cuanto pueda quemarse.

Él apenas ve algo, entre toses, ahogado por el humo, mientras avanza a tientas tropezando con los cuerpos de hombres y mujeres, «protectores» del templo del saber. Echa una última mirada a la estatua de Seshat, que sostiene un libro contra su pecho, inclinada, mientras cuatro monjes corren con inexplicable alegría. Entonces surge una llamarada del arco de entrada, el techo se derrumba, y una docena de agitadores mueren aplastados bajo los cascotes.

Tropieza, se mantiene en pie como puede, pero enseguida cae sobre los escombros y rueda hasta los pies de Teófilo, que sostiene entre las manos una cruz de plata ardiente y grita con rabia a los cielos, ofreciendo a Dios su gloriosa victoria.

Con los ojos ardiendo por el humo, contempla Alejandría y a lo lejos distingue otras piras ardiendo en el fragor de la noche. Las columnas de humo se alzan y alzan, ocultando las estrellas y emborronando las luces procedentes del cielo.

Al otro lado del puerto, más allá de ese manto de humo y muerte, la almenara del faro lanza destellos trémulos, como si enjugase sus lágrimas.

Caleb terminó su alocución con un breve pero escalofriante colofón acerca de cómo los primeros cristianos afianzaron el sitio de la ciudad, derrotando, primero mediante edictos y luego a través de la violencia, todo recuerdo de los saberes antiguos. Habían prohibido el estudio de los clásicos, quemado las restantes copias de los pergaminos que contenían sus obras y atacado a quienes aún practicaban las viejas creencias. Y lo cierto era que aquel corpus de obras clásicas —las profundas reflexiones filosóficas del pasado— había dado forma, moldeado e incluso nutrido a la cristiandad; pero ahora, en lo que no podía verse sino como una traición, la joven religión apuñalaba a su mentor en la espalda.

Se centró en Hipatia, la ya clásica tragedia familiar del último gran símbolo del conocimiento. Relató cómo una multitud enardecida arrojaba de su carro a aquella respetada autora, erudita y profesora y la desmembraba pieza a pieza, antes de arrancarle la piel con piedras y conchas, quemar lo que quedaba de ella y, por último, dar sus despojos a los perros. La única diferencia radicaba en el detalle que Caleb había añadido a la historia, un detalle menor que sólo él conocía, pues había sido testigo de su existencia durante una de sus visiones: «Al final, a través de un nubarrón de sangre y carne desollada, Hipatia miró al faro, y mientras aquella multitud se afanaba en mutilar su cuerpo, pareció alargar un brazo hacia él como si se tratase de un último refugio, o quizá algo más. La despojaron del collar que atenazaba su garganta, una cadena con el amuleto del caduceo».

Quizá aquello no significaba nada, se dijo Caleb, o quizá… ella había estado
allí.

Cerró el libro y respiró profundamente. Tenía la boca seca. Vio el vaso de agua que alguien había colocado en el borde del atril. Phoebe le contemplaba con la boca abierta. Entonces, la mujer que había junto al velador comenzó a aplaudir, y la sala al completo estalló en aplausos.

Caleb pasó los siguientes cuarenta minutos firmando libros y agradeciendo a la gente que hubiera acudido a su presentación desafiando a aquel terrible tiempo. Sus clientes le enfangaron en aburridas historias sobre sus autores favoritos, sus viajes y todo cuanto se sentían dispuestos a contarle. Por fin, la multitud se fue dispersando y la gente abrió paso a Phoebe, que se acercó hasta la mesa. Llevaba el libro contra el pecho, abrazándolo casi con ferocidad.

—Oh, señor del discurso —su coleta oscilaba a un lado y a otro al mover la cabeza—, ¿me firmará el libro con una frase brillante? ¿Algo que suene bonito y, tal vez, sirva de cabecera a su número de teléfono?

Caleb rodeó la mesa y le dio un fuerte abrazo. Por el rabillo del ojo, vio que aquella extraña pero hermosa mujer que se apoyaba en el velador bebía un expresso mientras lo observaba atentamente.

—No sabía que vendrías —dijo Caleb—. ¿Cómo…?

—Está en todos los periódicos de nuestro pueblo, hermanito. Ya sabes lo aburrida que llega a ser la
Gaceta de Sodus
. Sin más granjeros a los que entrevistar y sin historias que contar acerca de la erosión en sus costas, se han visto obligados a buscar noticias en otro lado.

—Genial. Entonces mamá se ha enterado.

—Claro. Ha estado siguiendo tu carrera, pero no por ello ha dejado de respetar tu deseo de privacidad. Ella y papá…

—¿«Papá»?

—Perdona, el señor Waxman…

—¿Se han casado?

—Sí —bajó la vista—. En marzo.

Caleb gruñó.

Phoebe se miró las manos:

—Sé que lo odias, pero de verdad que se ha portado muy bien con mamá. La ha apoyado, y ha sostenido por sí solo la casa. Han publicado artículos juntos, han trabajado en algún que otro proyecto especial… Era como si ya vivieran juntos, así que…

—Así que olvidó a papá. Para irse con ese perdedor.

—Caleb —suspiró Phoebe—. No insistas en sacar siempre a relucir a papá. Sabes que ya no está. Tú mismo lo dijiste.

Caleb le volvió la espalda, rodeó los cuatro ejemplares que quedaban de su libro y se dejó caer en la silla. Un curioso olor, mezcla de café expresso, jazmín y canela flotaba en el aire, empujado por la puerta que alguien acababa de abrir.

—Caleb —Phoebe se apoyó en los codos—, escúchame. Mamá y el señor Waxman han comprado ejemplares de tu libro por adelantado y han encontrado en él algunas cosas que podrían ayudar con lo del faro.

—Me da igual —musitó Caleb.

—No te da igual —insistió Phoebe, levantando el libro—. Sigues viéndolo. Lo tienes metido en la cabeza, o cuando menos en tu subconsciente. Y has visto cosas que los demás no hemos visto. Has estado en lugares en los que nadie más ha estado.

Caleb se encogió de hombros.

—Tenía un propósito diferente. Lo que me importa es la biblioteca.

—Igual que a papá le importaba el faro.

Sacudió la cabeza.

—¿Qué podría importar más que la búsqueda del saber perdido? —Caleb dejó caer una mano sobre la cubierta de su libro, sintiendo la suave y aterciopelada textura que rodeaba el dibujo de un edificio de bellísimos arcos emplazado en lo alto de una colina—. La totalidad del conocimiento humano estaba contenido en un lugar de Alejandría, y… y he visto fragmentos de ello. Esa debería ser… debería haber sido nuestra meta. Es lo único que me importa.

Phoebe se envaró en su silla y se ciñó el chal alrededor de los hombros. Habló apretando los labios:

—Tierra, fuego, aire, agua. Los cuatro elementos, cada uno representado por un planeta: Venus, Saturno, Marte, Júpiter —hablaba lenta y cuidadosamente, observando la reacción de Caleb—. Luego Mercurio, la luna, el sol. Esos son los siete símbolos que rodean el caduceo. Su disposición, insertos en unas hendiduras, permite girar cada uno de ellos.

—Phoebe…

—Mamá cree que tal vez si se girasen en el orden adecuado, el sello se abriría.

Caleb rio a carcajadas:

—¿De verdad? ¿Se cree que es tan fácil? ¿Que la gran torre diseñada para durar eternamente, y a la que una mente maestra protegió mediante ingeniosas trampas mortales, tendría simplemente una combinación en la cerradura?

Caleb comenzó a reír otra vez, pero entonces reparó en la mujer del velador, que le observaba por encima de sus gafas. Parecía esperar pacientemente a que terminase.

Phoebe suspiró:

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