Cuando Caleb abrió los ojos, Nina respiraba pesadamente, devolviéndole la mirada. Sus pechos se apretaban contra el suyo. Exhaló el aire y se levantó lentamente, separándose de él.
Con un suspiro, Caleb se dejó caer en la alfombra, sintiendo los músculos de sus brazos como harapos húmedos:
—¿Qué has visto?
—Un hombre de negro —susurró Nina, abrazándose las rodillas contra el pecho, como si de pronto hubiera reparado en su desnudez—, montado a caballo, observando cómo cientos de hombres y animales se afanaban en construir el fuerte, ese lugar en el que estuvimos la semana pasada.
—Qaitbey —repuso Caleb—. ¿Y qué más? ¿Viste una puerta?
Nina asintió, con los ojos abiertos de par en par.
—Vi la palanca. Sé dónde la pusieron.
—Sigue allí —musitaron los dos al mismo tiempo.
—¿Por qué nadie más lo ha visto? —se preguntó Nina—. Nadie del grupo, quiero decir…
—No lo sé. Puede que Waxman no planteara las preguntas correctas. Insistía en que sondeasen el puerto, no el fuerte. —Caleb levantó la vista—. Han estado buscando en el lugar equivocado.
A
unos doce metros por debajo de las calles de Alejandría, bajo un destartalado almacén situado en la sección este de la ciudad y al final de un largo pasillo atestado de materiales de construcción, herramientas y vigas de hormigón, los cuales a su vez desaguaban en una serie de corredores que conducían a depósitos y antecámaras todavía por terminar, diversas puertas de acero pulido se iban abriendo lentamente; demasiado lentamente, al menos, para Nolan Gregory. Llegaba tarde. Los otros ya estaban allí, impacientes y, en su mayor parte, asustados.
Se introdujo en la polvorienta cámara, iluminada por una sucesión de reflectores conectados por cables amarillos a un generador situado bajo el suelo. En el techo, a seis metros de altura, la cúpula que dominaba el lugar recogía las sombras de los ocupantes de la mesa central. Nolan los miró uno a uno mientras avanzaba al interior de la sala, y no podía evitar imaginarlos adoptando los roles de sus homólogos celestiales en la recién pintada cúpula de azul cobalto, cuya superficie pronto albergaría una multitud de estrellas y de imaginería zodiacal. Se abotonó su chaqueta
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color gris y se apresuró a ocupar su lugar a la cabeza de la larga mesa de caoba. Otras quince personas se sentaban a ella, bebiendo té y hablando en susurros.
—Guardianes —la voz de Nolan era tenue y moderada, como si los recientes contratiempos hubieran contribuido a suavizarla—. Gracias a todos por venir.
—¿Seguro que es una buena decisión? —preguntó una mujer de cabellos grises que se sentaba en el lado opuesto de la mesa—. ¿Reunirnos a todos en un mismo lugar?
—No —replicó Nolan, recorriendo con la mirada a sus homólogos, que le observaban con expresión taciturna—, desde luego que no. Pero no tenemos otra opción.
—Hemos sabido —intervino un hombre, algo más joven, que se sentaba a la derecha— lo que les ha ocurrido a Ullman y Miles.
—Es horrible —comentó el individuo que se sentaba a su izquierda, quien sudaba profusamente pese al aire que se filtraba a través de las rejillas de ventilación. Su chaqueta gris colgaba del respaldo de su silla.
Nolan dejó caer la cabeza:
—Sí, lamentaremos su pérdida. Pero es momento de pensar en sus sucesores.
—Pero sus sucesores no están preparados —dijo la mujer de más edad, dando una palmada en la mesa—. Es demasiado pronto, y son demasiado jóvenes, y nadie los ha preparado a conveniencia.
Una mujer más joven, con el pelo corto y unos melancólicos ojos marrones, levantó la vista hacia aquel techo cuyo aspecto sólo cabía describir como provisional:
—¿Hay alguien preparado?
—Mis hombres —replicó Nolan—. Y si no hay objeciones…
—¿Cómo es que tiene dos? —preguntó la joven.
—Porque —enunció la de más edad, poniendo una mueca burlona— Nolan no es capaz de decidir a quién quiere más.
Nolan Gregory se encogió de hombros:
—Cada uno de ellos tiene sus puntos fuertes. Y si los ofrezco es porque no encuentro más alternativas. Es una desgracia que nuestros colegas no hubieran estado preparados antes de fallecer, pero yo sí lo estoy.
El hombre que habló en primer lugar apoyó los codos sobre la mesa y señaló a Nolan con el dedo:
—Pero si tú eres el siguiente en morir, habrá uno menos de nosotros.
—Yo también sé restar —sentenció Nolan con un suspiro exasperado.
Hizo vagar la mirada por la sala, reparando en los nichos que habían sido horadados en las redondeadas paredes y en los cientos de repisas vacías; y por un momento dejó volar la imaginación, llenando aquellos huecos con lo primero que le venía a la cabeza. En su mente acabó la cámara, dio unos pequeños toques finales y la imaginó completamente llena. Del todo.
Pronto
, se dijo.
Muy pronto
.
—Nuestra situación es ciertamente desesperada —explicó—. Este nuevo enemigo nos amenaza desde todos los flancos. Por un tiempo, podremos sobrevivir sin necesidad de que estemos todos, pero sigo diciendo que ante nosotros se alza una gran oportunidad. Cubriendo las bajas con mis propios sucesores, podremos tener la oportunidad de llegar hasta el Renegado, encontrar la clave y reclamar nuestro legado.
—Todo eso suponiendo —dijo la anciana, inclinándose hacia delante— que no nos maten antes.
Nolan cruzó las manos delante de su cara, frotándose a la vez ambas sienes:
—El otro motivo por el que he ordenado celebrar esta reunión es por nuestra propia seguridad. —Levantó la vista—. Aquí estamos a salvo, y aquí nos quedaremos.
El hombre de más edad se envaró en la silla:
—¿Por cuánto tiempo? Tengo obligaciones…
—… que tendrán que esperar —concluyó Nolan por él—. Nos quedaremos aquí hasta que esta amenaza toque a su fin, lo cual puedo prometer que será muy pronto.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó la más joven, enrojeciendo de súbito.
Nolan la observó fijamente. Sabía que ella y Ullman habían sido algo más que colegas.
—Lo sé porque nuestros enemigos están siguiendo una pista falsa.
—¿Qué quiere decir?
—No van por el buen camino —replicó Nolan—. Hablo de los códigos. Alguien, no sé quién, les dio una secuencia equivocada, y basándonos en las grabaciones que hemos recuperado del cuerpo de Ullman, este tuvo la entereza de pensar aprisa, y consiguió reforzar la mentira inicial.
La anciana frunció el ceño:
—Pero entonces, ¿quién empezó?
Nolan sacudió la cabeza.
Esa es la cuestión
.
—No tiene importancia —repuso—. Independientemente de cómo nuestros enemigos han sabido de la existencia de la puerta y la secuencia, lo único cierto es que lo que saben es incorrecto; y en su ciega impaciencia, sin duda lo demostrarán.
Los guardianes se miraron unos a otros, intercambiando sonrisas.
Nolan Gregory asintió y se arrellanó en la silla con un suspiro hastiado:
—Ahora debemos armarnos de paciencia y esperar. Esperar —repitió—, pues el faro se defiende solo.
Y luego podremos continuar con nuestro plan
.
De nuevo, volvió a mirar las repisas incompletas y las paredes vacías, y escuchó el eco de su voz recorriendo la sala, hasta los yermos pasillos y cámaras de aquella venerable cripta.
Lo he conseguido: mis sucesores serán quienes encuentren la clave y traigan aquí el tesoro, a su nuevo hogar
.
N
INA aguardaba en la cafetería del vestíbulo del hotel tras una palmera marchita y una fuente repujada de azulejos. Los demás, los que iban a proceder al descenso, seguían arriba, todavía afanándose en los preparativos. Pero Nina ya había empacado sus cosas y estaba lista. Quería pasar un momento a solas con Waxman, y, tras llamarlo hacía cinco minutos en su habitación, había salido a encontrarse con ella.
Por supuesto, la viuda alegre estaba con él. «Siempre con él», pensó Nina, molesta por tener que esperar instrucciones hasta que Waxman pudiera salir a hurtadillas del cuarto y llegar al de Nina en mitad de la noche. Siempre se quedaba más de lo necesario, lo que a Nina tampoco le importaba. Waxman era un hombre poderoso, y un amante experimentado. Dos cualidades que valoraba en un hombre. Pero esta vez sólo necesitaría un minuto.
Nina abrió su neceser, dio media vuelta y comenzó a maquillarse sin dejar de observar cuanto le rodeaba. La puerta que daba a la escalera se abrió y George salió por ella, las mejillas sonrosadas de pura emoción, una bolsa colgada de un hombro y un equipo de inmersión en el otro. Se dirigió hasta la columna que había junto a la palmera, y recorrió el vestíbulo con una mirada atenta para asegurarse de que ningún otro miembro del grupo andaba por allí. Luego susurró:
—¿De qué se trata?
Permanecía al otro lado del tronco de la palmera, fingiendo buscar algo en su bolsa.
Nina se perfilaba las cejas:
—No estoy convencida. —Aguardó a comprobar su reacción, pero al ver que no decía nada siguió hablando—: quiero encontrar otro guardián y tener más tiempo esta vez. Creo que he podido influir en el último con mis preguntas…
—Pensaba que eras una profesional —replicó él—. ¿Le influiste sí o no?
De nuevo, Nina repasó mentalmente las últimas palabras de Ullman, intentando recordar cada matiz de su voz, en busca de algún indicio que demostrase si la había desviado de la pista correcta. Luego se maldijo por haber matado tan rápido al primer guardián, en una reacción producida por el simple miedo. Pero decidió cortar por lo sano con aquellos pensamientos.
—No.
Pero no estoy segura
.
—Bueno, no será tan sencillo de encontrar a los otros guardianes. Ahora que les has metido el miedo en el cuerpo, se esconderán hasta debajo de las piedras, temerosos de sus propias sombras.
Nina se removió, incómoda.
—Lo sé, pero todavía podría encontrarlos. Tú sabes dónde viven sus familias, así que sería muy fácil llegar hasta ellas y convencer a uno de…
—No —dijo Waxman—. Ya has hecho tu trabajo. Tienes la confirmación. Con eso basta.
Finalmente, Nina asintió.
—Bien —prosiguió Waxman—. Y recuerda, si entramos en la cripta, los demás no saldrán de ella.
Nina sonrió de oreja a oreja.
—Créeme, no lo he olvidado. Entiendo que cuando dices «los demás», te refieres a todos…
—Sí. Que parezca que han caído en las trampas y sólo nosotros hemos sobrevivido.
—Entonces… ¿también Helen?
—Sí —replicó Waxman sin siquiera una pausa—, especialmente ella. Será fácil. Al fin y al cabo, Caleb ya cree que estamos todos condenados.
«Quizá esté en lo cierto», pensó Nina. Pero al menos Waxman no había convertido aquella misión en un asunto personal. De haberle pedido que salvase a Helen, Nina se hubiera visto obligada a cuestionar las prioridades de Waxman. Y, pese a lo sucedido la noche anterior, las prioridades de Nina seguían intactas. Eso, al menos, lo tenía claro, aun cuando debía reconocer que se sentía enormemente tentada. A Caleb lo rodeaba un aura de oscuridad que la atraía irresistiblemente, y un halo de independencia que Nina veía como un desafío, algo que dominar.
—De acuerdo —dijo, y se armó de valor para lo que vendría después, la culminación de su proyecto, y, con suerte, el fin de todo aquel enredo de códigos, legados, secretos y psíquicos con afán aventurero. Miró por encima del hombro. Pero Waxman se había ido, y ya se dirigía a la mesa de recepción para que llamaran a las habitaciones y todo el mundo acudiera a los
jeeps
que aguardaban afuera.
D
E camino al ascensor, con la mochila colgada del hombro, Caleb se detuvo. Habitación 612. La puerta estaba entreabierta, y alguien miraba por el pequeño hueco que la separaba de la jamba. La puerta se abrió un poco más, y un mechón de cabellos rojizos emergió de las sombras; luego, unos ojos azules, inyectados en sangre, recorrieron ávidamente el pasillo.
—Peligro.
Caleb se acercó a la puerta.
—¿Xavier?
—Peligro —repitió—. Yo no voy.
Sin camisa, aún con el pantalón del pijama puesto, Xavier Montross tenía el aspecto de haber pasado una juerga que se hubiera prolongado durante cuatro noches seguidas. Tenía el cabello enmarañado, unas profundas ojeras y algunos trozos de comida entre los dientes.
—¿Has visto algo? —preguntó Caleb—. ¿Es por eso que no vas a ir?
Xavier asintió casi imperceptiblemente, y luego se retiró otra vez hacia las sombras.
—Espera. —Caleb alargó un brazo hacia la puerta cuando esta ya se cerraba—. ¿A qué te refieres? ¿Qué has visto?
El pestillo se cerró al otro lado. La mirilla lanzó un pequeño destello. Caleb imaginó a Xavier pegado a la puerta, respirando ansiosamente, exhalando el ácido aliento de un hombre angustiado.
—¡Xavier!
Desde el otro lado de la puerta, su voz, como un susurro desecado, le dijo:
—Sube, Caleb.
—¿Qué?
—Te veré otra vez… en el…
—¿Qué?
—… mausoleo.
Caleb golpeó la puerta.
—¿Xavier?
En el pasillo, las puertas del ascensor se abrieron, y Helen asomó la cabeza por una esquina.
—¡Mira dónde estabas!
Caleb se alejó de la puerta, sacudiendo la cabeza.
¿El mausoleo?
—¡Vamos, perezoso! —le dijo su madre, abriéndole las puertas—. ¡El tesoro no se va a encontrar a sí mismo!
—¿Cómo ha hecho George para conseguir todo esto? —preguntó Caleb a Nina cuando salían del
jeep
, ante el desértico solar que rodeaba la fortaleza de Qaitbey.
Por lo general, aquel promontorio bullía de turistas, vendedores ambulantes y parejas que disfrutaban de las vistas sentados en un patio al que las reformas habían dado nueva vida, bebiendo un refresco junto a las palmeras. Algunos aguardarían el momento de dar un paseo por la fortaleza, ahora convertida en museo, aunque en su interior no había piezas de ningún tipo y nada que ver salvo pasillos vacíos. Por su parte, los miembros de la Iniciativa, al menos en situaciones normales, habrían tenido que colarse en sus dependencias durante las primeras horas de la madrugada o intentar entrar a la fuerza. Ahora, por lo visto, tenían otros medios.
Nina se alisó un revuelto mechón de cabello, y dedicó a Caleb una sonrisa condescendiente: