Nueva York: Hora Z (35 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Oí algo ahí adentro, sargento —dice Reed, señalando a una puerta con un letrero: Seguridad.

Está cerrada.

—Si hay alguien dentro de esta habitación, abra la puerta —ordena Lewis.

Oye un gemido apagado, pero nada más. La puerta no se abre.

Mientras prepara el C4, los chicos apoyan una rodilla en el suelo formando un perímetro de seguridad alrededor del sargento; se oye el traqueteo de armas ligeras en otra parte del edificio. Es el segundo equipo de intervención neutralizando a otro perro rabioso errante.

—Si hay alguien dentro y puede oírme, vamos a volar la cerradura. ¡Apártese de la puerta tanto como le sea posible y échese al suelo! —grita Lewis.

—Y si eres un rabis, quédate junto a la puerta —bromea Bailey, y los chicos se echan a reír.

La escuadra se retira a una distancia de seguridad.

—¡A cubierto!

La puerta estalla y la escuadra entra en tropel por el agujero humeante, con las carabinas preparadas, peinando la habitación.

—¡Despejado! —informan los chicos, uno a uno.

—¡Sargento, aquí hay alguien! —grita Perez—. ¡En el lavabo, aquí!

—¡Joder! —exclama Parsons con su marcado deje sureño.

La mujer yace hecha un ovillo en el suelo, temblando bajo un montón de batas de laboratorio —algunas de ellas rasgadas y con manchas de color oscuro— y sujetando una linterna que ha dejado de funcionar, la pila seca y consumida. A su alrededor hay bolsas vacías de tentempiés y envoltorios de caramelos y una extraña colección de vasos de precipitados, tubos de ensayos y macetas; varios están llenos de agua. Por lo que parece, la mujer ha estado reservando el sanitario como la última fuente de agua; en su lugar, ha utilizado una papelera como inodoro y jirones de una bata de laboratorio a modo de papel higiénico.

A Lewis lo embarga un sentimiento de admiración. Esa mujer ha conseguido sobrevivir de alguna manera durante varios días casi en una absoluta oscuridad y sin apenas comida ni agua mientras que los perros rabiosos la perseguían a ciegas gracias al sentido del oído y del olfato.

«Está hecha de buena pasta», piensa Lewis.

Los ojos de la mujer comienzan a buscar en la oscuridad y se pone a gritar.

—¿Qué está diciendo? —pregunta Pérez.

—Creo que habla en ruso —responde Jaworski.

—Muy bien, pero ¿qué está diciendo?

—¿Cómo cojones voy a saber lo que dice? Mi familia es polaca, no rusa, y yo sólo hablo inglés.

Lewis se pone en cuclillas junto a ella.

—Señora, tranquilícese —repite varias veces el sargento antes de que la mujer se calme—. Soy el sargento Grant Lewis, del Ejército de Estados Unidos. Vamos a sacarla de aquí.

La mujer se humedece los labios.

—¿El ejército? —dice ella con voz ronca.

Lewis rompe una varita luminosa que despide un brillo en la oscuridad, y se la acerca a la mujer. Ella la coge con las dos manos y se queda con la vista prendida en la luz. Las lágrimas le caen por las mejillas.

—Así es, señora —reafirma McGraw, levantándose las gafas de visión nocturna y sonriendo bajo el brillo verdoso—. Somos del Ejército de Estados Unidos.

61. Sobreviví

Sintiéndose segura, vestida con unas zapatillas deportivas y un uniforme de combate que le viene grande, Valeriya Petrova devora la ración de comida preparada que le han entregado los soldados, haciéndola bajar con largos tragos de una cantimplora. Entrecierra los ojos para protegérselos del brillo del centro de mando; un par de sencillas reparaciones en el generador de emergencia de la sala de mantenimiento de la planta baja han restaurado la luz.

Petrova se maravilla con los apagados colores institucionales del centro de mando bañados en la luz de los fluorescentes. Después de días de oscuridad, incluso los colores mortecinos son una preciosidad en estado puro.

Ha sobrevivido. Más tarde ya se preguntará por qué es la única superviviente de toda la gente atrapada en el edificio, tanto del equipo de investigación como de la muchedumbre, y seguro que sufrirá el síndrome del superviviente. Pero no ahora. Ahora mismo se siente exultante sólo por existir.

El médico de campaña que se hace llamar Doc Waters está cerca, estudiándola detenidamente con los brazos cruzados, cosa que la pone nerviosa. ¿Acaso espera el hombre que caiga redonda, muerta? Ha perdido peso y se encuentra desnutrida, pero no se está muriendo. Fue capaz de mantenerse hidratada incluso después de que se cortase la corriente. Aún no puede correr, pero puede andar sin complicaciones.

La verdad es que nunca se había sentido tan viva como ahora.

En cualquier caso, lo de correr se acabó. Ahora está con los militares. Está a salvo. Los chicos que la rodean —que por muy musculados que estén le parecen increíblemente jóvenes— no dejan de hablar de unos helicópteros que vendrán a buscarlos. Muy pronto la evacuarán por aire a un lugar seguro donde poder aislar una nueva muestra de la cepa del Perro Rabioso y finalizar su trabajo en la vacuna.

La puerta se abre y aparece un hombre joven. Al entrar en la habitación, los soldados adoptan una postura erguida y lo miran en respetuoso silencio durante unos instantes, cosa que lo señala como un oficial, un líder.

El hombre se sienta frente a ella y sonríe.

—Soy el capitán Bowman —se presenta el hombre.

—Y yo la doctora Valeriya Petrova.

—Espero que encuentre aceptable su nueva ropa, doctora Petrova.

—Después de llevar la misma ropa durante varios días este uniforme me resulta muy cómodo, capitán Bowman.

Ninguno de ellos hace intención de querer tratarse con familiaridad ni de llamarse por sus nombres de pila. En realidad, ella necesita que él sea el capitán Bowman, su salvador, y, según parece, él necesita que ella sea la doctora Petrova, la científica capaz de detener la plaga.

—Doc me dice que se encuentra bien —continúa Bowman—. Que está en condiciones de moverse.

—Así es.

—Bien —asiente el capitán—. ¿Me puede explicar qué ocurrió aquí, doctora Petrova?

¿Cómo explicar esta pesadilla? La locura, las muertes, la infección, la sangre. La muchedumbre, débil y moribunda, que infectó a propósito al soldado de la Guardia Nacional y que luego subió por los ascensores para ser atacada e infectada por unos doctor Lucas y doctor Saunders completamente enajenados. La oscuridad interminable con la poca esperanza de supervivencia, permanecer cuerda imaginándose que estaba en Central Park, encima de una manta en Sheep Meadow, leyendo un libro mientras su esposo y su hijo ríen y juegan cerca de ella.

Los chillidos en los pasillos mientras ellos morían uno a uno.

La menguante esperanza de ser rescatada.

La oscuridad que empezó a filtrarse y a velar incluso sus recuerdos.

—Sobreviví —dice ella, temblando.

El hombre asiente. Lo comprende.

—Nosotros también sobrevivimos —responde el capitán—. Justo ayer, yo era teniente.

Ahora le toca a ella asentir. No es que esté muy familiarizada con los militares, pero se puede hacer a la idea. La cadena de mandos del ejército ha sufrido numerosas bajas.

—Entonces, el mundo exterior… ¿Está mal?

—Doctora Petrova, está tan mal que puede que dentro de nada ya no quede un mundo.

—Me imagino que no tendrán noticias de… Europa

—Lo siento. Mi conocimiento de la situación se limitaba a Nueva York, pero ahora sólo se limita a poco más de este edificio. Sólo estoy seguro del terreno que defienden por la fuerza mis hombres.

Petrova traga saliva para reprimir un sollozo. El ejército ha perdido la ciudad. Son refugiados, como ella, en busca de una manera de escapar. Y si eso es verdad, entonces debe de ocurrir lo mismo en todas las grandes ciudades. Washington. Nueva York. Los Ángeles. Chicago. Londres.

—Doctora Petrova —añade el capitán Bowman—, mis superiores me han ordenado protegerla a usted y cualquier proyecto en el que estuviera trabajando. —La esperanza se refleja en los ojos del hombre—. Una cura, ¿verdad?

Los ojos de Petrova se posan por turnos en los otros soldados de la habitación.

—Déjennos a solas —ordena Bowman, sin dejar de mirarla un instante.

Los chicos desfilan a regañadientes y la dejan a solas con el capitán Bowman, Doc Waters y el hombre que parece ser el segundo al mando de Bowman, el sargento Kemper. Por alguna razón, ese hombre la asusta. Mientras que la mayoría de los soldados sólo son unos críos, prestos a sonreír a pesar de sus desesperadas circunstancias, los sargentos le dan la impresión de ser hombres duros.

—La enfermedad del Perro Rabioso es una enfermedad diferente —empieza a explicar Petrova, y luego hace una pausa.

—La escucho —responde el capitán.

—Como usted sabrá, el Lyssa ya es malo de por sí, pero es un caballo de Troya para la cepa del Perro Rabioso, que se reveló al presentar un nuevo vector para la trasmisión: la saliva. Los mordiscos.

El capitán intercambia una mirada con Kemper.

—De momento, lo que nos ha dicho es lo que ya conocemos de la situación. Continúe, por favor —contesta Bowman.

—Aislé la cepa del Perro Rabioso y produje una muestra pura, pero se echó a perder cuando falló la electricidad y, en consecuencia, los laboratorios se quedaron sin refrigeración. Ya le pasé mi trabajo por vía electrónica al CDC y al USAMRIID antes de que la luz se fuera por última vez. Pero necesito trabajar en un laboratorio en condiciones, con un equipo de personas preparado para producir otra muestra pura y acabar mi trabajo en la vacuna.

No parece que a Bowman le satisfaga la respuesta. Se la queda mirando fijamente.

—Por lo que dice, no hay ninguna cura. Sólo una vacuna. Y pasará tiempo antes de poder producir dicha vacuna en cantidades, por pequeñas que sean.

—Así es, capitán.

Petrova baja la vista. Sabe que la han rescatado y que han corrido un gran riesgo al hacerlo. La respuesta no les satisface. En parte, han venido aquí porque dijo una mentira para forzar al CDC y al USAMRIID a que vinieran a rescatarla. Pero el procedimiento científico no es como el procedimiento militar, ni tampoco tiene resultados rápidos y definitivos. No se puede disparar y matar a un virus con un fusil. La ciencia es lenta, farragosa, un esfuerzo colectivo. Primero se tiene que conseguir una muestra pura de un cultivo de células. Entonces se tienen que hacer pruebas para comprobar la vulnerabilidad contra los medicamentos víricos. Luego se puede destilar la muestra para producir una vacuna mediante un arduo método de acierto y error. Si se hace demasiado débil, el huésped no se hará inmune. Si se hace demasiado fuerte, matas al huésped.

Su descubrimiento es un gran avance, la mejor oportunidad para vencer el virus. No de inmediato, pero con el tiempo.

Pero es obvio que el capitán esperaba resultados inmediatos. El mundo se está acabando. Puede que pronto no haya una América a la que defender, si lo que le ha dicho acerca del mundo exterior es verdad.

—Siento que esperase unos resultados más definitivos —se excusa ella—. Aunque ahora mismo tuviera la vacuna en mis manos, aún tardaríamos meses en producirla en gran cantidad, suponiendo que las fábricas biomédicas sigan funcionando.

—Mis hombres arriesgaron sus vidas al venir aquí —contesta Bowman—. No podemos decirles que usted tiene la cura y que los vamos a vacunar antes de que nos recojan. Eso es obvio. Pero si quisiera explicar una pequeña historia de que tardaremos menos de un par de meses en conseguirla, yo no la corregiría.

—Comprendo…

—Espero que sea así, doctora. Nos pondremos en marcha en media hora, tan pronto como los helicópteros se pongan en camino. Es probable que tengamos que pelear cada paso que demos hasta llegar a ellos. Si los hombres piensan que luchan por una causa importante, sería beneficioso para todos.

Petrova asiente.

—Nos entendemos, capitán. Lo ayudaré en todo cuanto me sea posible.

62. Querían hacer del mundo un lugar mejor

El capitán Bowman se queda mirando a la hermosa científica sentada frente a él y se da cuenta de que tanto él como sus hombres podrían acabar muriendo por ella hoy. Se están jugando el cuello porque ella tiene la mejor teoría de cómo curar la enfermedad. Combatirán durante las próximas horas y podrían morir sin ver el sol otra vez para que esta mujer se meta en un laboratorio y produzca una vacuna. Una vacuna que no estará lista hasta que los perros rabiosos hayan arrasado prácticamente América y destruido todo lo que él ama de su país.

Todo este esfuerzo para una cura que llegará demasiado tarde.

Es la clásica mentira del ejército, pero debería habérselo imaginado. Debería haberse imaginado que ella no iba a proporcionar una salvación instantánea. Arreglar rápidamente un desastre mundial como éste es de todo punto improbable, por no decir imposible. La vida es mucho más compleja de lo que le gustaría al capitán que fuera. Muchos soldados se quejan por eso, pero Bowman es comprensivo y acepta la complejidad de la vida como una ley natural.

En realidad, ya lo sabía. Pero quería creer.

Si él fuera el general Kirkland, también habría actuado del mismo modo. Esta mujer es la única científica que ha desenmascarado la amenaza real. Puede que sea la mejor oportunidad que tiene Estados Unidos para producir una vacuna. Ella es el recurso principal en una guerra que se tiene que ganar, simple y llanamente. Incluso si no hay tiempo material para marcar la diferencia, América debe intentar encontrar la cura. Donde las balas y las bayonetas han fallado, la medicina quizá pueda, algún día, prevalecer. Si ella muere y nadie ocupa su lugar para curar el Lyssa, el virus habrá ganado la guerra contra la humanidad mientras ésta se consume lentamente, quizá para siempre, quizá para volverse a levantar.

«Además, la doctora Petrova es nuestro billete de salida —se dice a sí mismo—. En este momento, ella es más valiosa que todos nosotros. Sin ella nos dejarían atrás. La situación es inestable, caótica».

Por lo que parece, el ejército está desorganizado mientras se retira de las ciudades, y deja atrás unidades y equipamiento en la confusión y el constante desgaste. De hecho, Bowman ha tenido que negociar con Inmunidad para que cumpla la promesa de evacuarlos a todos. Inmunidad quería sacar de la ciudad a la científica desde un tejado cercano, y luego ya vería qué podían hacer para reunir unos cuantos CH-47 con los que evacuar a sus tropas. Quizá al cabo de unos cuantos días, siempre que todos los perros rabiosos estuvieran muertos por entonces. Para Bowman, había demasiados síes, suposiciones y promesas vacuas. Sabe que Inmunidad se va a dirigir hacia el sur, y en pocos días se encontrará muy lejos, o quizá ni siquiera exista.

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