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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (30 page)

BOOK: No mires atrás
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—Oí a Eskil hacer ruido, tal vez estuviera dando golpes en la mesa con la taza, y a Henning regañarle y hacer ruido a su vez con armarios y puertas.

—¿Pudo usted distinguir alguna de sus palabras?

El labio inferior de la mujer comenzó a temblar de nuevo.

—Solo una frase. La última antes de que se metiera en el baño. Gritaba tan alto que yo tenía miedo de que le oyeran los vecinos. Miedo de lo que pensarían de nosotros. No nos resultaba nada fácil. Tuvimos un niño que no se comportaba como habíamos esperado, pues teníamos ya uno, y Magne siempre fue muy tranquilo; todavía lo es. Nunca hacía ruido, siempre obedecía, él…

—¿Qué es lo que oyó? ¿Qué dijo su marido?

De pronto sonó la campanilla de la tienda, y la puerta se abrió. Entraron dos señoras que se pusieron a mirar las lanas con ojos ansiosos. La señora Johnas se sobresaltó y quiso salir a la tienda. Sejer la detuvo poniéndole una mano sobre el hombro.

—¡Cuéntemelo!

Ella inclinó la cabeza como si se avergonzara.

—Henning estuvo a punto de hundirse. Jamás pudo perdonárselo. Y yo ya no podía seguir viviendo con él.

—¡Cuénteme lo que dijo!

—No quiero que lo sepa nadie. Ya no importa. Eskil está muerto.

—Pero si ya no es su marido…

—Es el padre de Magne. Me contó que estaba en el baño temblando de pena porque no conseguía comportarse como debía. Decidió quedarse allí hasta haberse tranquilizado, luego entraría a pedir perdón por haberse enfadado tanto. No soportaba la idea de irse al trabajo sin haber hecho las paces. Por fin volvió a entrar en la cocina. Ya conoce usted el resto de la historia.

—Cuénteme lo que dijo.

—Jamás. Jamás se lo contaré a nadie.

Ese pensamiento horrible que había anidado en su mente comenzó a crecer. Había visto tantas cosas que solo se dejaba sorprender en contadas ocasiones. ¿Habría sido Eskil Johnas un niño del que era conveniente librarse?

Fue a buscar a Skarre a la sala de guardia y se lo llevó por el pasillo.

—Vayamos a mirar alfombras persas —dijo.

—¿Para qué?

—Acabo de visitar a Astrid Johnas. Creo que le atormenta una terrible sospecha, la misma que ha echado raíces en mí: que Johnas es culpable en parte de la muerte del niño. Creo que ella lo dejó por eso.

—Pero ¿cómo?

—No lo sé. Pero ella se horroriza con solo pensar en ello. Otra cosa que me ha sorprendido es que Johnas no mencionara nada de esa muerte cuando fuimos a verle.

—¿Y eso es tan raro? Fuimos allí a hablar de Annie.

—A mí me parece extraño que no lo mencionara. Dijo que ya no había ningún niño que cuidar porque su mujer se había marchado. No dijo que el niño a quien Annie cuidaba había muerto. Ni siquiera cuando tú hiciste un comentario de la foto de él que había colgada en la pared.

—No tendría fuerzas para hablar de ello. Perdona que mencione esto —dijo Skarre de repente bajando la voz—, pero también tú has perdido a alguien muy querido. ¿Te resulta fácil hablar de ello?

Sejer se sorprendió tanto que se detuvo en seco. Notó que se ponía pálido.

—Claro que puedo hablar de ello —objetó—. En una situación de absoluta necesidad. Si hubiera que considerar otras cosas antes que mis propios sentimientos.

El olor a ella, el olor a su pelo y a su piel, una mezcla de productos químicos y sudor, su frente tenía casi siempre un brillo metálico. Las pastillas le habían estropeado el esmalte de los dientes, dejándolo azulado como la leche desnatada. Y el blanco de los ojos se volvió lentamente amarillo.

Skarre seguía delante de él con la cabeza bien alta. No se mostraba avergonzado en absoluto, como Sejer esperaba. Esta vez se había extralimitado. ¿Acaso no iba a pedirle perdón?

—Pero ¿nunca te ha parecido necesario?

Extrañado, Sejer clavó la mirada en ese jovenzuelo que tenía delante. Se estaba pasando de la raya, el muy payaso.

—No —contestó con firmeza—. Por ahora no.

Y siguió andando.

—Bueno —prosiguió Skarre imperturbable—. ¿Qué dijo la señora Johnas?

—Tuvieron una discusión él y el niño. Ella los oyó gritar. La puerta del cuarto de baño se cerró de un golpe y el plato se rompió al caer al suelo. Johnas tiene un genio muy fuerte. Ella dice que el marido se culpa a sí mismo.

—Yo también me habría culpado en su lugar —admitió Skarre.

—¿Y tú? ¿Tienes algo positivo que decir?

—En cierto modo. Sobre la mochila de Annie.

—¿Qué pasa con ella?

—¿Recuerdas que estaba untada de grasa, seguramente con el fin de eliminar las huellas dactilares?

—¿Y bien?

—Por fin ha sido identificada. Una especie de pomada que entre otras cosas contiene brea.

—Yo tengo una así para mi eccema —dijo Sejer sorprendido.

—No, era grasa para patas. Para patas de perro doloridas.

Sejer afirmó con la cabeza.

—Johnas tiene perro.

—Y Axel Bjørk tiene un pastor alemán. Y tú tienes un león, por decir algo —exclamó abriéndole la puerta. El inspector jefe salió delante. En realidad estaba algo confuso.

Axel Bjørk puso la correa al perro y lo dejó salir del coche.

Echó una rápida mirada a ambos lados, y al no ver a nadie cruzó la plaza y sacó una llave maestra del uniforme. Se volvió una vez más para mirar el coche, que estaba aparcado bien visible delante de la entrada principal, un Peugeot de color gris plomo, con un cofre portaesquís en el techo y el logo de la compañía de seguridad sobre la puerta y sobre el capó. El perro aguardaba mientras su amo luchaba con la llave. Por el momento no olfateó nada, pues eso lo habían hecho un sinfin de veces: salir y entrar del coche, salir y entrar por puertas y ascensores, miles de olores distintos. El perro seguía fiel a su amo. Llevaba una buena vida de perro, con mucho entrenamiento, montones de impresiones y una correcta alimentación.

El edificio de la fábrica estaba en silencio. No había nadie; ya solo se usaba como almacén. Por todas partes había cajas, cartones y sacos apilados. Olía a cartón, polvo y madera mohosa. Bjørk no dio la luz. Llevaba una linterna colgando del cinturón, la encendió y se adentró en la gran nave. Sus botas sonaban huecas contra el suelo de piedra. Cada paso resonaba en su cabeza como algo muy especial. Sus propios pasos, uno detrás de otro, solos en medio del silencio. No creía en Dios, de modo que solo los oía el perro. Aquilles lo seguía con pasos comedidos, atado a la correa larga y poco tensa, perfectamente amaestrado. No sospechaba nada y quería a su amo.

Se estaban acercando a la máquina, una laminadora. Bjørk se situó detrás del hierro, llevando consigo al perro. Metió la correa en una palanca de acero y le ordenó que se sentara. El perro obedeció, pero estaba alerta. Un olor se iba extendiendo por la nave, un olor que ya no resultaba extraño, un olor que ya formaba parte de su vida cotidiana. Pero había algo más, el rancio olor a miedo. Bjørk se deslizó hasta el suelo. El sonido deslizante del traje de nailon y el jadear del perro eran los únicos sonidos audibles. Bjørk sacó una petaca del bolsillo de la pernera, desenroscó el tapón y empezó a beber.

El perro esperaba, con los ojos brillantes y las orejas tiesas. Nadie iba a darle galletas, pero allí seguía de todos modos, esperando y escuchando. Bjørk lo miró fijamente a los ojos, sin soltar ni media palabra. La tensión en esa oscura nave iba en aumento. Notó cómo el perro lo vigilaba, y cómo él vigilaba al perro. En el bolsillo llevaba el revólver.

Halvor gruñó descontento. Nadie puede entrar aquí, pensó abatido. El zumbido de la pantalla había empezado a irritarle. Ya no era un zumbido acogedor, sino más bien un ruido eterno, como el de una gran maquinaria muy lejana que le perseguía día y noche. Se sentía como desnudo cada vez que apagaba el ordenador y el silencio se apoderaba de todo durante unos segundos antes de que el zumbido volviera a aparecer dentro de su cabeza. Dilo, Annie, pensó. ¡Háblame!

En el cine proyectaban un ciclo de películas. Annie estaba comprando chocolatinas y caramelos en el quiosco mientras Halvor esperaba en la puerta de la sala con las entradas en la mano. «¿Quieres algo de beber?», preguntó Annie. Él movió negativamente la cabeza, demasiado ocupado en mirarla, en compararla con todas las demás que se amontonaban ante la entrada del cine. En la puerta apareció el portero, vestido de uniforme negro y con los alicates en la mano, dispuesto a picar las entradas. Mientras lo hacía, estudiaba detalladamente cada cara que se presentaba ante él. La mayoría miraba al suelo porque casi todos tenían menos de dieciocho años, que era la edad mínima permitida para esa película. Una de James Bond, la primera que habían visto juntos, la primera vez que habían salido casi como una pareja normal de novios. Estaba henchido de orgullo. Y la película era buena, al menos según Annie. Él no se enteró de mucho; había estado demasiado ocupado en mirarla de reojo, en escuchar sus sonidos en la oscuridad. Pero se acordaba del título:
Solo para sus ojos
.

Tecleó el título en el espacio oscuro, y esperó un poco, pero no ocurrió nada. Se levantó contrariado, dio un par de pasos y quitó la tapa de una jarra llena de caramelos que tenía en la ventana. Todo aquello resultaba inútil. De repente empujó la mala conciencia hasta el fondo de su mente. Allí tenía un cuarto secreto, donde guardaba episodios del pasado. Ya nadie podía detenerlo. Atravesó la cocina y fue hasta la librería del cuarto de estar, donde estaba el teléfono. Buscó en el apartado de ordenadores de la guía telefónica, encontró el número y lo marcó.

—Ra Data. Al habla Solveig.

—Bueno… se trata de un archivo cerrado —tartamudeó. Le faltó el valor, se sintió mezquino, como un ladrón y un mirón. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

—¿No puedes entrar?

—Eh… no, he perdido la clave.

—Me temo que el técnico se ha ido ya a casa. Pero espera un momento, voy a comprobarlo.

Halvor apretó tan fuerte el auricular contra la mejilla que le dolía la oreja. Al fondo se oían ruidos de voces y teléfonos. Echó un vistazo a su abuela, que estaba leyendo el periódico con la ayuda de una lupa, y pensó que si Annie lo supiera…

—¿Estás ahí?

—Sí.

—¿Vives lejos?

—En la curva de Lundeby.

—¡Qué suerte! El técnico puede pasar de camino a casa. ¿Me das las señas exactas?

Se puso a esperar en su cuarto, con el corazón latiendo a tope y las cortinas abiertas para poder ver el coche cuando llegara. Transcurrieron exactamente treinta minutos hasta que apareció un Opel Combi blanco, con el logo de Ra Data en la puerta. Un hombre sorprendentemente joven salió del coche y miró inseguro hacia la casa.

Halvor se apresuró a abrir. El joven técnico resultó ser un hombre muy simpático, redondo como un bollo de manteca y con profundos hoyuelos. Halvor le agradeció que hubiera acudido tan rápido. Entraron juntos en la habitación del chico. El técnico abrió su maletín y sacó un montón de tablas.

—¿Clave númerica o de letras? —preguntó.

Halvor enrojeció.

—¿Ni siquiera te acuerdas de eso? —preguntó el técnico, sorprendido.

—Es que he tenido tantas y tan distintas… —murmuró—. Las he cambiado muchas veces.

—¿Qué archivo es?

—Ese.

—¿«Annie»?

No preguntó nada más. Un poco de discreción formaba parte del trabajo, y además tenía ambiciones. Halvor se acercó a la ventana con las mejillas ardiendo, una mezcla de vergüenza y nervios, y el corazón latiéndole con tanta fuerza que podría haber servido de redoble de tambor. Detrás oía el teclado, manipulado tan deprisa que parecían lejanas castañuelas. Por lo demás ni un ruido, solo el redoble y las castañuelas. Al cabo de un tiempo, que le pareció una eternidad, el hombre se levantó por fin de la silla.

—¡Ya está, chico!

Halvor se volvió lentamente para mirar la pantalla y cogió el bloc para firmar la factura.

—¿Setecientas cincuenta coronas? —exclamó.

—Por cada hora o fracción —dijo el técnico sonriendo.

Con manos temblorosas, estampó su firma en la línea punteada de la parte inferior de la hoja, y pidió que le enviara la factura en forma de giro postal.

—Era una clave numérica —dijo el experto sonriendo.

—Cero-siete-uno-uno-nueve-cuatro. Fecha y año, ¿verdad? —Los hoyuelos se hicieron aún más profundos—. Pero evidentemente no tu fecha de nacimiento. En ese caso solo tendrías ocho meses.

Halvor lo acompañó hasta la puerta y le dio las gracias. Luego volvió a entrar corriendo y se sentó delante del ordenador. Un nuevo texto podía leerse en la pantalla luminosa.

«Please proceed.»

Estaba a punto de caérsele la baba y el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que llevarse una mano al pecho. Empezó a leer y tuvo que apoyarse en el escritorio y parpadear varias veces. Algo había pasado, Annie lo había anotado, y él por fin lo había encontrado. Leía con los ojos enormemente abiertos mientras crecía en él una terrible sospecha.

Bjørk se estaba emborrachando a base de bien.

El perro seguía sentado con la lengua fuera, jadeante, impaciente y con la mirada errante. Bjørk se levantó por fin con gran esfuerzo, dejó la botella en el suelo helado, hipó un par de veces y consiguió ponerse en pie. Se cayó inmediatamente contra la pared con las piernas separadas. El perro también se levantó y lo miró con sus ojos amarillos. El rabo realizó un par de barridos. Bjørk buscaba el revólver en la oscuridad. Estaba bien encajado en el bolsillo estrecho; por fin consiguió sacarlo y tensó el gatillo, mientras miraba fijamente al perro y escuchaba el sonido de sus propias muelas rozándose. De repente se tambaleó, la mano le temblaba, pero se dominó, levantó el brazo y disparó. La tremenda explosión resonó en la nave. El cráneo reventó; su contenido manchó las paredes y alcanzó el hocico del perro. El tiro seguía resonando. Lentamente iba convirtiéndose en algo parecido a truenos lejanos. El perro se lanzó hacia delante para soltarse, pero la correa resistía. Tras unos cuantos intentos estaba agotado. Renunció y se quedó gañendo.

La galería estaba situada en una calle tranquila, no muy lejos de la iglesia católica. Fuera había aparcado un Citroën, un viejo modelo con los faros oblicuos. Más o menos como los ojos de los chinos, pensó Sejer. El coche estaba cubierto de polvo. Skarre se acercó a mirarlo. El techo estaba más limpio que el resto del coche, como si durante mucho tiempo hubiera habido allí algo protegiendo la pintura. El coche era gris verdoso.

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