—Lo he leído —continuó Halvor—. Habla de ti.
—¡Dámelo!
—¡No hasta que se congele el infierno!
Johnas se sobresaltó. La voz de Halvor cambió de tono, volviéndose mucho más grave. Era como si un espíritu malo hablara por boca de un niño.
—También he hecho copias —prosiguió—, de modo que podré comprar tantas alfombras como quiera. Cada vez que desee una alfombra nueva haré una copia. ¿Comprendes?
—¡Eres un niñato histérico de mierda! ¿De qué institución te has fugado en realidad?
Johnas tomó impulso, y Halvor vio cómo se hinchaba el torso del hombre en una fracción de segundo, mientras se concentraba para saltar. Debía de pesar veinte kilos más que él y estaba furioso. Halvor se echó hacia un lado y vio cómo el otro fallaba el golpe y se estrellaba contra el suelo, golpeándose estrepitosamente la cabeza contra la mesa de alas. Las monedas cayeron al suelo y se dispersaron por todas partes. Al caer, soltó la peor maldición que Halvor jamás había oído, incluido el vocabulario ilimitado de su padre. En dos segundos el hombre se había levantado de nuevo. Con una sola mirada a ese rostro oscuro, Halvor entendió que la batalla estaba perdida. El hombre era mucho más grande que él. Se apresuró hacia la escalera, pero Johnas volvió a tomar impulso, dio tres o cuatros pasos largos y se lanzó hacia delante. Alcanzó a Halvor en la parte de los hombros. Instintivamente, mantuvo la cabeza levantada pero su cuerpo dio con enorme fuerza contra el suelo de piedra.
—¡No me toques, cabrón!
Johnas le dio media vuelta. Halvor notó la respiración del otro en la cara, y las manos alrededor del cuello.
—¡Estás loco! —gritó con dificultad—. ¡Estás acabado! ¡Me importa una mierda lo que hagas conmigo, pero estás acabado!
Johnas estaba ciego y sordo. Levantó el puño y apuntó hacia el rostro delgado del chico. No era la primera paliza que Halvor recibía, y sabía lo que le esperaba. Los nudillos le alcanzaron bajo la barbilla, y su frágil mandíbula se rompió como un palo seco. Los dientes de abajo chocaron con una enorme fuerza contra los de arriba, y minúsculos trozos de porcelana se mezclaron con la sangre que salía a chorros de su boca. Johnas continuó golpeando. Ya no apuntaba, sino que pegaba al azar según por donde se movía Halvor. Por fin dio con los nudillos en el suelo de piedra y gritó. Se levantó a duras penas y se miró la mano, jadeando ligeramente por el esfuerzo. Había bastante sangre. Miró el bulto que yacía en el suelo, y respiró profundamente. Al cabo de un par de minutos su corazón casi había recuperado su ritmo normal y los pensamientos se le iban aclarando.
—No está aquí —dijo perpleja la abuela a Sejer y a Skarre cuando llegaron con la intención de ver a Halvor—. Creo que ha ido a ver a alguien, a un tal Johnas. Estaba muy alterado, y no había comido nada. Ya no sé qué hacer con él, y además soy demasiado vieja para ocuparme de todo.
Sejer dio dos golpes en el marco de la puerta al oír eso.
—¿Alguien lo llamó?
—Aquí no llama nadie. Solo Annie llamaba de vez en cuando. Halvor ha estado toda la tarde en su cuarto jugando con esa máquina. De repente salió corriendo y desapareció.
—Lo encontraremos. Discúlpenos, pero tenemos mucha prisa.
—De todas las cosas posibles, esta es la peor que se le podía haber ocurrido —dijo Sejer a Skarre al cerrar la puerta del coche.
—Ya veremos —contestó el otro, y arrancó.
—No veo la moto de Halvor.
Skarre salió del coche de un salto. Sejer se volvió hacia Kollberg
,
que seguía tumbado en el asiento de atrás, y sacó una galleta para perros del bolsillo.
Abrieron la puerta de la galería mientras miraban desafiantes la cámara del techo. Johnas los vio desde la cocina. Permaneció un rato sentado junto a la mesa de barco respirando tranquilamente, mientras soplaba sus nudillos doloridos. No corría prisa. Una cosa después de otra. Ciertamente estaban ocurriendo muchas cosas en su vida, pero conseguía que al final todo se solucionara. Era un hombre práctico. Iba enfrentándose con los problemas uno a uno, conforme iban surgiendo. Tenía esa peculiar capacidad. Se levantó tranquilamente y bajó por la escalera.
—¡Cuánto ajetreo! —dijo con ironía—. Esto empieza a parecerse a un acoso.
—¿Ah, sí? ¿Eso le parece?
Sejer estaba erguido como un poste delante de él. Todo parecía estar en orden; no se veía ningún cliente.
—Estamos buscando a alguien. Pensamos que a lo mejor lo encontraríamos aquí.
Johnas los miró con aire interrogante, dio una vuelta por la habitación e hizo un gesto con la mano.
—Aquí solo estoy yo. Y estaba a punto de cerrar. Es tarde.
—Nos gustaría echar un vistazo. Rápidamente, claro.
—Considero que…
—Tal vez entró a escondidas y está oculto en algún sitio. Nunca se sabe.
Sejer temblaba, y Skarre pensó que tenía aspecto de tener siete inviernos escondidos debajo de la camisa.
—¡Voy a cerrar ya! —exclamó Johnas resueltamente.
Pasaron por delante de él y subieron por la escalera. Miraron por todas partes. Entraron en el despacho, abrieron la puerta del pequeño aseo y continuaron hasta el ático. No vieron nada.
—¿A quién pensaba usted encontrar aquí?
Johnas se inclinó sobre la barandilla de la escalera mirándolos con la frente fruncida. Su pecho jadeante subía y bajaba.
—A Halvor Muntz.
—¿Y quién es?
—El novio de Annie.
—Pero él no tiene nada que hacer aquí, ¿no cree?
—No estoy muy seguro.
Sejer comenzó a vagar imperturbable a lo largo de las paredes.
—Pero insinuó que venía aquí. Está jugando a los detectives por su cuenta, y creo que debemos poner fin a esa actividad.
—En eso estoy totalmente de acuerdo —afirmó Johnas con una sonrisa indulgente—. Pero por aquí no ha venido ningún aprendiz de detective.
Sejer daba patadas a las alfombras enrolladas con las puntas de los pies.
—¿Hay algún sótano aquí?
—No.
—¿Qué hace usted con las alfombras por la noche? ¿Las deja a la vista?
—La mayoría sí. Pero las más caras las meto en la cámara de seguridad.
—Ya.
De repente descubrió la pequeña mesa de caoba. En el suelo había un puñado de monedas dispersas.
—Es usted un poco manirroto con la calderilla, ¿no? —preguntó con curiosidad.
Johnas se encogió de hombros. A Sejer no le gustaba nada ese gran silencio que los envolvía. Le desagradaba la expresión de Johnas. En un rincón de la habitación descubrió de repente un cubo de fregar y una fregona. El suelo estaba húmedo.
—¿Estaba fregando? —preguntó.
—Es lo último que hago antes de cerrar. Ahorro bastante dinero haciéndolo yo mismo. Como puede comprobar, no hay nadie aquí.
Sejer lo miró.
—Enséñenos la cámara de seguridad.
Por un instante tuvieron la sensación de que Johnas iba a negarse, pero enseguida cambió de idea y comenzó a bajar la escalera.
—Está en la planta de abajo. Por supuesto que puede verla. Pero está cerrada, claro, así que no puede haberse escondido dentro.
Bajaron tras él hasta un rincón debajo de la escalera en la planta que daba a la calle, donde había una puerta de acero bastante baja pero mucho más ancha que una puerta normal. Johnas se acercó y comenzó a girar la rueda de la clave. Por cada vuelta que daba se oía un pequeño clic. Trabajaba solo con la mano izquierda, un poco torpemente porque era diestro.
—¿De manera que ese chiquillo es tan valioso que piensan que está escondido aquí?
—Es posible —contestó Sejer mientras miraba fijamente esa torpe mano izquierda.
Johnas agarró la pesada puerta y tiró de ella con todas sus fuerzas.
—Le sería mucho más fácil si usara las dos manos —dijo con voz seca.
Johnas levantó una ceja, como si no entendiera. Sejer echó un vistazo a la pequeña cámara, que contenía una caja fuerte más pequeña, tres o cuatro cuadros apoyados en la pared, y una serie de alfombras enrolladas y colocadas en el suelo, como si fueran maderos.
—Esto es todo.
Los miró desafiante. No se veía nada allí dentro. Las paredes estaban desnudas, y la luz de dos largos tubos del techo era intensa.
—Pero estuvo aquí, ¿verdad? ¿Qué quería?
—Nadie ha estado aquí excepto ustedes.
Sejer hizo un gesto afirmativo y salió de la cámara. Skarre lo miró inseguro, pero lo siguió.
—¿Nos promete ponerse en contacto con nosotros si aparece? —preguntó por fin—. Lo está pasando muy mal después de todo lo sucedido. Necesita ayuda.
—Claro.
La puerta de la cámara de seguridad se cerró con gran estrépito.
Fuera, en el aparcamiento, Sejer hizó una seña a Skarre para que se pusiera al volante.
—Sube esa cuesta y métete en esa entrada de coches dando marcha atrás. ¿La ves?
Skarre dijo que sí.
—Quédate ahí. Esperaremos hasta que se marche y luego lo seguimos. Quiero ver adónde va.
No tuvieron que esperar mucho. Al cabo de cinco minutos, Johnas apareció de pronto en la puerta. Cerró, activó la alarma, pasó por delante del Citroën gris y desapareció por la entrada de coches dentro de un patio trasero. Estuvo fuera de su vista un par de minutos, pero volvió a aparecer dentro de un viejo Transit. Detuvo el coche junto a la carretera, puso el intermitente y giró a la izquierda. Sejer oyó claramente el traqueteo del motor.
—Claro, también tiene una furgoneta —dijo Skarre.
—Con un cilindro estropeado. Suena como un viejo barco. Ahora arranca, pero ten cuidado. Se dirige a ese cruce. No te acerques demasiado.
—¿Puedes ver si está mirando por el retrovisor?
—No, no lo hace. Deja pasar a ese Volvo, Skarre, a aquel verde.
El Volvo frenó ante el ceda el paso, pero Skarre hizo una profunda inclinación con un gesto para que el otro pasara. El conductor se lo agradeció agitando una mano blanca.
—Está poniendo el intermitente de la derecha. ¡Pásate al carril derecho! ¡Demonios, hay muy poco tráfico, va a vernos!
—No nos ve, va conduciendo como si fuera sobre raíles. ¿Adónde crees que se dirige?
—Posiblemente a Oscarsgate. Se está mudando, ¿no es así? Cuidado, está frenando. Y cuidado con ese camión de cerveza. Si te adelanta, podemos perderlo.
—¡Qué fácil es decirlo! ¿Cuándo vas a comprarte un coche más potente?
—Vuelve a frenar. Supongo que bajará por Børresensgate. Esperemos que el Volvo vaya en la misma dirección.
Johnas conducía la gran furgoneta tranquilamente por la ciudad, como si no quisiera llamar la atención. Puso el intermitente y cambió de carril. Se estaba acercando a Oscarsgate. En ese momento pudieron ver con claridad que miraba varias veces por el espejo retrovisor.
—Se detiene junto a esa casa amarilla. Es el número quince. ¡Para, Skarre!
—¿Justo aquí?
—Apaga el motor. Está saliendo del coche.
Johnas salió del coche, miró en todas las direcciones y cruzó la calle a grandes pasos. Sejer y Skarre miraban fijamente la puerta donde se puso a manipular una llave. En la mano llevaba una caja de herramientas.
—Va a pasar por su piso. Esperemos a ver. En cuanto él esté dentro, tú te acercas al coche. Quiero que eches un vistazo por la ventanilla de atrás.
—¿Qué crees que lleva?
—No quiero ni pensarlo. Corre. ¡Vamos, Skarre!
Skarre salió sigilosamente del coche y corrió encorvado como un viejo por la acera, oculto en parte por la fila de automóviles aparcados. Se agachó detrás del coche e hizo sombra poniendo una mano a cada lado de la cara para ver mejor. Al cabo de tres segundos volvió a toda prisa. Se dejó caer en el asiento y cerró la puerta.
—Un montón de alfombras. Y la Suzuki de Halvor. Está en la parte de atrás con el casco encima. ¿Subimos?
—Nada de eso. Quédate aquí tranquilo. Si no me equivoco, el tío no estará ahí dentro mucho tiempo.
—¿Y luego volvemos a seguirlo?
—Depende.
—¿Se ve alguna luz encendida?
—No veo nada. ¡Ahí viene!
Se agacharon y vieron a Johnas, de pie en la acera. Miró hacia ambos lados de la calle y vio que no había nadie en la larga fila de coches aparcados en el lado izquierdo. Fue hasta la furgoneta, se metió, arrancó y empezó a dar marcha atrás. Skarre asomó con cautela la cabeza por encima del salpicadero.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Sejer.
—Está dando marcha atrás. Ahora otra vez hacia delante. Cruza la calle marcha atrás y aparca delante del portal. Sale del coche. Corre hasta la puerta de atrás. La abre. Saca una alfombra enrollada. Se pone en cuclillas y se la carga sobre el hombro. Se tambalea un poco. ¡Esa alfombra parece pesar una barbaridad!
—¡Dios mío, está a punto de caerse!
Johnas se tambaleaba bajo el peso de la alfombra. Las rodillas estaban a punto de fallarle. Sejer puso la mano sobre el tirador de la puerta.
—Ha vuelto a entrar. Intentará meter la alfombra en el ascensor. ¡No podrá subirla por la escalera! Mira la fachada, Skarre, a ver si enciende alguna luz.
Kollberg empezó a ladrar de repente.
—¡Cállate! —Sejer se volvió y le dio una palmadita.
Esperaron y miraron la fachada y todas las ventanas oscuras.
—Se ha encendido una luz en el cuarto, justo encima del mirador, ¿la ves?
Sejer miró hacia arriba. La ventana no tenía cortinas.
—¿Subimos?
—No hay que apresurarse. Johnas es listo. Tenemos que esperar un poco.
—¿Esperar a qué?
—Ha apagado la luz. Tal vez vuelva a salir. ¡Agáchate de nuevo, Skarre!
Volvieron a agacharse. Kollberg seguía ladrando.
—¡Si no te callas, estarás una semana sin comer! —le susurró Sejer.
Johnas volvió a salir. Tenía aspecto de estar agotado. Esta vez no miró ni a la izquierda ni a la derecha al meterse en el coche. Cerró la puerta y arrancó.
Sejer entreabrió la puerta.
—Tú síguelo; yo subiré al piso a echar un vistazo.
—¿Cómo vas a entrar?
—He hecho un cursillo de cómo abrir las puertas con ganzúa. ¿Tú no?
—Claro que sí.
—¡No lo pierdas! Quédate aquí hasta que veas que llega a la curva, y luego lo sigues. Estará haciendo tiempo, hasta que esté más oscuro. Cuando veas que de verdad se dirige a casa, ve a la comisaría a por más gente. Arréstalo en su domicilio. ¡No le des la oportunidad de cambiarse de ropa, ni de dejar nada, y ni se te ocurra mencionar este piso! Si se para en el camino para deshacerse de la moto, no lo arrestes. ¿Me oyes?