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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (27 page)

BOOK: No mires atrás
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—Un viejo hábito nada más —dijo Ingrid sonriendo—, de Somalia.

—Aquí no tenemos serpientes ni escorpiones.

—Es algo instintivo —aseguró Ingrid riendo—. No puedo dejar de hacerlo. Y además tenemos víboras y avispas.

—¿Crees que una víbora sería capaz de meterse en un zapato?

—Ni idea.

Sejer abrazó a su nieto y le husmeó la nuca.

—Colúmpiame más —dijo el niño.

—Me duelen las piernas. ¿Por qué no vas a buscar un libro y te leo algo?

El niño se bajó de sus rodillas de un salto y se metió corriendo en la casa.

—Y por lo demás, ¿cómo estás, papá? —le preguntó su hija de repente. «Por lo demás», pensó. Significaba cómo le iba realmente, cómo le iba por dentro, en el fondo de su alma. O también podía tratarse de una pregunta camuflada, sobre algo que hubiera sucedido. Por ejemplo si se había buscado una amiga, o si tal vez se había enamorado a distancia de alguien, lo cual no era el caso. Pero estaría bien.

—Pues bien, gracias —contestó Sejer en un tono del todo inocente.

—¿Ya no te resultan tan largos los días?

¿Por qué preguntaba con tanta delicadeza? Se le ocurrió pensar que su hija pretendía algo más con esas preguntas.

—Tengo mucho que hacer en el trabajo —dijo—. Y además os tengo a vosotros.

Esas últimas palabras hicieron que Ingrid se pusiera a mover los cubiertos de la ensalada enérgicamente. No paraba de dar vueltas a los tomates y a los pepinos.

—Sí. Pero ¿sabes?, estamos pensando en volver a bajar. Una temporada. La última —se apresuró a añadir mirándole, con cierto sentimiento de culpabilidad.

—¿Bajar? —Sejer subrayó la palabra—. ¿A Somalia?

—Se lo han pedido a Erik. No hemos contestado todavía, pero lo estamos considerando seriamente. Un poco por Matteus también. Nos gustaría que viera algo del país y que aprendiera el idioma. Si nos fuéramos en agosto, estaríamos de vuelta cuando le tocara empezar primero.

Tres años, pensó Sejer. Tres años sin Ingrid y Matteus. Solo las visitas en Navidad. Cartas y postales, y el nieto, cada año un nuevo estirón.

—No dudo que hagáis falta allí —dijo, tomando impulso para que la voz sonara normal—. No querrás decir que la consideración hacia mi persona es un impedimento para vosotros… No tengo noventa años, Ingrid.

La hija se sonrojó ligeramente.

—También pienso en la abuela.

—Yo me ocuparé de la abuela. Acabarás convirtiendo esa ensalada en puré —señaló.

—No me gusta que te quedes solo —dijo Ingrid en voz baja.

—Tengo a Kollberg.

—¡Pero no es más que un perro!

—Alégrate de que no te entienda.

Sejer echó un vistazo al perro, que dormía plácidamente bajo la mesa.

—Nos arreglamos bien. Quiero que os vayáis si de verdad os apetece. ¿Erik se ha cansado ya de anginas y apendicitis?

—Es todo tan distinto allí abajo… —explicó Ingrid—. Te sientes mucho más útil.

—¿Y Matteus? ¿Qué vais a hacer con él?

—Irá a una guardería americana con un montón de niños. Y además —añadió pensativa—, resulta que Matteus tiene parientes allí a los que nunca ha visto. Eso me preocupa. Quiero que lo sepa todo.

—¿Americana? —dijo escéptico—. ¿Y a qué te refieres con que lo sepa todo?

Sejer pensó en los verdaderos padres de Matteus y en el destino que la suerte les había deparado.

—Lo de su madre tendrá que esperar hasta que el niño sea mayor.

—¡Marchaos! —dijo Sejer con determinación.

Ingrid lo miró sonriente.

—¿Qué crees que habría dicho mamá?

—Lo mismo que yo. Y luego habría lloriqueado un poco en la cama.

—¿Y tú no?

Matteus llegó corriendo con un libro infantil en una mano y una manzana en la otra. «Érase una noche oscura y tormentosa.»

—¿No da mucho miedo? —preguntó Sejer.

—¡Qué va! —exclamó el pequeño trepando hasta sus rodillas.

—El carbón ya está blanco —anunció Ingrid mientras se quitaba los zapatos—. Voy a poner los solomillos.

Ingrid colocó la carne sobre la parrilla, cuatro trozos en total, y entró en casa a buscar las bebidas.

—Tengo una pitón verde en mi cuarto —susurró Matteus—. ¿Se la metemos en un zapato?

Sejer vaciló.

—No estoy muy seguro. ¿Crees que vale la pena?

—¿No te parece bien?

—En realidad no.

—Los viejos siempre tienen mucho miedo —dijo el niño ante aquella respuesta—. No te preocupes, me echarán la culpa a mí.

—Está bien —dijo Sejer en voz baja—, miraré hacia otro lado.

Matteus volvió a bajarse de un salto de las rodillas del abuelo y se fue corriendo a buscar su serpiente de goma. Al volver la metió con mucho cuidado en el zueco de su madre.

—Ahora ya puedes empezar a leer.

Sejer pensó con horror en esa repugnante serpiente de goma y en la sensación del pie desnudo al encontrarse con ella. Luego empezó a leer con voz grave y dramática: «Érase una noche oscura y tormentosa. Había ladrones en las montañas, y lobos».

—¿Estás seguro de que este libro no da demasiado miedo? —preguntó.

—Mamá me lo ha leído muchas veces —dijo Matteus dando un mordisco a la manzana y masticando contento.

—No te metas trozos tan grandes en la boca —le advirtió Sejer—. Puedes atragantarte.

—¡Lee, abuelo!

Creo que me estoy haciendo viejo, pensó Sejer con tristeza, viejo y preocupado.

—«Érase una noche oscura y tormentosa» —volvió a leer, y en ese momento apareció Ingrid con tres cervezas y una Coca-Cola. Sejer se calló en el acto y la miró fijamente. Lo mismo hizo Matteus.

—¿Por qué me miráis así? ¿Qué os pasa?

—Nada —dijeron al unísono, y volvieron a inclinarse sobre el libro.

Ingrid puso las botellas sobre la mesa, las abrió y buscó sus zuecos. Los cogió del suelo y los sacudió tres veces, pero no pasó nada. Se ha enganchado en la punta, pensaron los dos, alborozados. Luego sucedieron muchas cosas a la vez. De repente apareció Erik, el yerno, en la puerta. Matteus se bajó de un salto de las rodillas de su abuelo y se abalanzó sobre su padre. Kollberg se despertó, dio un salto debajo de la mesa y se puso a mover el rabo con tanta energía que tiró las botellas, e Ingrid metió los pies en los zuecos.

Sølvi estaba en su cuarto sacando cosas de una caja de cartón. Se enderezó un instante y echó un vistazo por la ventana. Fritzner, que vivía justo enfrente, estaba junto a la ventana mirándola. Tenía un vaso en la mano y lo levantó haciendo un gesto con la cabeza, como queriendo hacer un brindis.

Sølvi le dio la espalda inmediatamente. No le importaba nada que un hombre la contemplara, pero Fritzner era calvo. Pensar en una vida junto a un calvo resultaba tan inaudito como imaginarse una vida junto a un hombre gordo. No entraba en sus sueños. Nunca se le había ocurrido pensar que Eddie también estaba calvo. No le importaba que los hombres fueran calvos, tan solo que no lo fueran aquellos con los que salía. Frunció la nariz con desprecio y volvió a mirar. El hombre ya no estaba. Ese loco se habría vuelto a meter en su barca.

Oyó sonar el timbre y fue a abrir a paso ligero, vestida con un traje de pantalón azul claro, un cinturón plateado y zapatillas planas de piel.

—¡Ah, es usted! —dijo amablemente—. Estoy ordenando la habitación de Annie. Pase, mis padres están a punto de llegar.

Sejer la siguió a través del salón hasta su cuarto, que estaba al lado del de Annie. Era bastante más grande y lo habían pintado en tonos pastel. En la mesilla de noche había una foto de la hermana muerta.

—He heredado algunas cosas —comentó sonriendo, como si quisiera disculparse—. Algo de ropa y cosas así. Y si logro convencer a papá para que me dejen tirar la pared de la habitación de Annie, tendré una gran habitación.

Sejer asintió con la cabeza.

—Quedará estupendo —murmuró avergonzándose de los sentimientos desagradables que amenazaban con emerger.

No tenía derecho a juzgar a nadie. Ellos se esforzaban por seguir viviendo y tenían derecho a hacerlo a su manera. Nadie debe decir a otros cómo superar el duelo por un ser querido. Mientras se echaba esta pequeña reprimenda, miraba a su alrededor. Jamás había visto una habitación con tantos cachivaches, figuras y trastos.

—Y voy a tener una televisión para mí sola —prosiguió Sølvi sonriendo—. Y con una antena nueva podré recibir todos los canales de la televisión noruega. —Se agachó sobre una caja de cartón colocada en el suelo; no paraba de sacar cosas—. Casi todo son libros —dijo—. Annie no tenía cosméticos ni joyas ni esas cosas, pero tenía un montón de CDs y cintas de casete.

—¿Te gusta leer?

—En realidad no. Pero la estantería quedará bonita llena de libros.

Sejer hizo un gesto de comprensión.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó la muchacha.

—Pues sí, en cierto modo. Pero aún no entendemos del todo el significado.

Sølvi seguía sacando cosas de la caja de cartón envueltas en papel de periódico.

—¿Conoces a Magne Johnas, Sølvi?

—Sí —contestó la joven. A Sejer le pareció que se ruborizaba, pero no estaba seguro, porque ya estaba sonrojada antes—. Ahora vive en Oslo. Trabaja en Gym & Greier.

—¿Sabes si alguna vez hubo algo entre Annie y él?

—¿Si hubo algo? —repitió mirando a Sejer sin comprender la pregunta.

—Si salieron juntos, o si Magne alguna vez estuvo enamorado de ella, o si había intentado ligar con ella antes que contigo.

—Annie siempre se reía de él —contestó Sølvi como lamentándolo—. Ni que Halvor fuera gran cosa. Magne al menos tiene pinta de chico. Quero decir, tiene músculos y eso.

La joven luchaba con el papel de periódico y evitaba mirar a Sejer.

—¿Annie pudo ofender a Magne de alguna manera? —preguntó Sejer mirando un objeto brillante que apareció entre los envoltorios.

—No me extrañaría. A Annie no le bastaba con decir que no. Podía llegar a ser bastante sarcástica, y no le gustaban nada los músculos. Todo el mundo habla de lo buena y lo maravillosa que era, y yo no es que pretenda decir nada malo de mi hermanastra, pero muchas veces era sarcástica. Solo que nadie se atreve a decirlo porque ha muerto. No entiendo cómo podía soportarlo Halvor. Siempre era Annie la que lo decidía todo.

—¿Ah, sí?

—Pero conmigo siempre era buena.

Por un instante pareció asustada al recordar a su hermana y todo lo que había sucedido.

—¿Cuánto tiempo llevas saliendo con Magne? —preguntó Sejer cortésmente.

—Solo unas semanas. Vamos al cine y cosas así.

—Él es más joven que tú, ¿no?

—Cuatro años —contestó de mala gana—. Pero es muy maduro para su edad.

—Eso parece, sí.

Sølvi levantó algo hacia la luz y lo miró. Era un pájaro de bronce sobre un palo. Una criatura pequeña y redonda vestida de plumas y con la cabeza ladeada.

—Creo que está roto —dijo Sølvi insegura.

Sejer miró sorprendido. Lo que vio se le clavó en la sien como una flecha. Parecía un pajarito de los que se ponían en las tumbas de los niños.

—Puedo preparar un poco de masa de miga de pan y hacerle un pie nuevo —dijo la joven, pensativa—. Le diré a papá que me ayude. El pájaro es muy bonito.

Sejer no contestó. En su mente empezaba a surgir la imagen de otra Annie, una imagen más matizada que la que Halvor y sus padres le habían dibujado.

—¿Qué crees que es? —murmuró.

Ella se encogió de los hombros.

—Ni idea. Una figura de esas de adorno rota, ¿no?

—¿Nunca la habías visto hasta ahora?

—No. Annie no me dejaba entrar en su habitación cuando ella no estaba en casa.

Dejó el pájaro sobre el escritorio, donde se quedó balanceándose. Sølvi volvió a meter la cabeza en la caja de cartón.

—¿Hace mucho que no ves a tu padre? —preguntó Sejer mirando el pájaro que seguía balanceándose cada vez más despacio. Su cerebro trabajaba a marchas forzadas.

—¿Mi padre? —Se enderezó y lo miró algo confusa—. ¿Quiere decir mi padre de Adamstuen?

Sejer asintió con un movimiento de cabeza.

—Vino al entierro de Annie.

—Seguramente lo echas de menos, ¿no?

Sølvi no contestó a esa pregunta. Fue como si Sejer tocara algo en lo que ella rara vez se parara a pensar, algo incómodo que intentaba olvidar, un atisbo de mala conciencia tal vez, algo causado por otros, leyes no escritas que ella siempre había seguido y aceptado sin protestar, porque nunca había entendido lo que realmente había detrás. Sejer se sintió un poco desconsiderado en ese momento. Tenía que mostrarse respetuoso; no debía olvidar que tenía que acercarse a la gente con cierta delicadeza, y no entrando por la fuerza en su mundo.

—¿Cómo llamas a Eddie? —preguntó con cautela.

—Lo llamo papá —contestó en voz baja.

—¿Y a tu verdadero padre?

—A él lo llamo padre —dijo con naturalidad—. Siempre lo he llamado así. Era él quien lo quería; es muy anticuado.

«Era…» Como si ya no existiera.

—Estoy oyendo el coche de mis padres —dijo Sølvi aliviada.

El Toyota verde de los Holland se paró delante de la casa. Sejer vio a Ada Holland poner un pie en la gravilla y echar un vistazo hacia la ventana.

—¿Me dejas ese pájaro, Sølvi?

Ella lo miró boquiabierta.

—¿El pájaro roto? Claro que sí —exclamó ella, dándole el pájaro con una mirada interrogante.

—Gracias. No voy a molestarte más —dijo Sejer sonriendo, y salió de la habitación.

Se metió el pájaro en un bolsillo y se dirigió al cuarto de estar, donde se quedó esperando junto a la pared.

El pájaro. Arrancado de la tumba de Eskil. En la habitación de Annie. ¿Por qué?

Holland entró primero. Lo saludó con un movimiento de cabeza y luego le dio la mano, con la mirada parcialmente dirigida a otra parte. Había en él un sentimiento de rechazo que antes no había mostrado. La señora Holland fue a hacer café.

—Sølvi va a quedarse con la habitación de Annie —dijo Holland—. Así no estará vacía y tendremos algo de qué ocuparnos. Vamos a tirar la pared y a empapelar de nuevo. Supondrá bastante trabajo. Quiero decirle algo —añadió—. He visto en los periódicos que un chico de dieciocho años está en prisión preventiva. ¡Pero si es imposible que haya sido Halvor! Lo conocemos desde hace dos años. Es verdad que no resulta fácil intimar con él, pero uno aprende a conocer a las personas. No quiero insinuar que ustedes no sepan lo que hacen, pero nosotros somos incapaces de imaginarnos que Halvor sea un homicida, ninguno de nosotros.

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