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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (28 page)

BOOK: No mires atrás
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Sejer sí era capaz de imaginárselo. Los homicidas eran como la mayoría de la gente. Tal vez hubiera volado la cabeza de su padre; fría y deliberadamente podría haber matado a un hombre dormido.

—¿Es Halvor el que está en prisión preventiva? —preguntó Holland.

—Ya lo hemos soltado —contestó Sejer en voz alta.

—Pero ¿por qué estuvo detenido?

—Nos vimos obligados a hacerlo. No puedo decir nada más sobre ese asunto.

—¿Debido a la investigación?

—Correcto.

La señora Holland entró con cuatro tazas y un plato de galletas.

—¿Hay algo más?

—Sí.

Sejer miró por la ventana, buscando algo que pudiera distraerles.

—Por ahora no puedo decir mucho más.

Holland sonrió con amargura.

—Claro que no. Supongo que nosotros seremos los últimos en enterarnos. Cuando por fin lo cojan, los periódicos lo sabrán mucho antes que nosotros.

—En absoluto.

Sejer lo miró a los ojos, que eran grandes y grises como habían sido los de Annie. En ese momento estaban rebosantes de dolor.

—La prensa está en todas partes y tiene sus contactos. El que usted lea cosas en el periódico no significa que nosotros les hayamos dado la información. Los avisaremos cuando procedamos a la detención de alguien, se lo prometo.

—Nadie nos comunicó lo de Halvor —dijo Holland en voz baja.

—Eso se debe simplemente a que nunca creímos que se tratara del homicida.

—Cuando lo pienso —murmuró Holland—, no sé si quiero saberlo…, saber quién lo ha hecho.

Ada Holland entró con la cafetera y lo miró escandalizada.

—¿Qué estás diciendo?

—Ya nada importa. Es como si todo hubiera sido un accidente, un accidente inevitable.

—¿Por qué dices eso? —preguntó su mujer, afligida.

—Puesto que de todos modos iba a morir, todo da igual ya.

Holland miró el interior de la taza vacía, la cogió y la volcó, como si quisiera mancharse con un café caliente que no había.

—No da igual —objetó Sejer tenazmente—. Tienen ustedes derecho a saber el motivo. Quizá tarde, pero lo averiguaré, aunque tal vez sea un proceso muy largo.

—¿Un proceso muy largo? —Holland sonrió con amargura—. Annie se está descomponiendo lentamente —susurró.

—¡Pero Eddie, por favor! —exclamó la señora Holland apenada—. Tenemos a Sølvi.

—Tú tienes a Sølvi.

Holland se levantó y desapareció en alguna parte de la casa. Nadie lo siguió. La señora Holland se encogió de hombros, desesperada.

—Annie era la niña de sus ojos —susurró en voz baja.

—Ya lo sé.

—Me temo que nunca volverá a ser el mismo.

—No lo será, es cierto. Ahora está intentando adaptarse al nuevo Eddie. Necesita tiempo. Tal vez sea más fácil cuando sepamos lo que realmente ocurrió.

—No sé si querré saberlo.

—¿Tiene miedo a algo?

—Tengo miedo a todo. Me imagino toda clase de cosas, allí arriba en la laguna.

—¿Puede explicarme lo que se imagina?

Ella negó con la cabeza y agarró la taza.

—No, no puedo. No son más que imaginaciones. Si las digo en voz alta, pueden convertirse en realidad.

—Parece que Sølvi se maneja bien —comentó Sejer para distraerla.

—Sølvi es fuerte —dijo Ada Holland de repente, con gran decisión.

Fuerte, pensó Sejer. Pues sí, tal vez fuera una característica correcta. Tal vez Annie fuera la débil. Las cosas empezaban a dar vueltas en su cerebro de forma inquietante. La señora Holland fue a la cocina a por azúcar y leche. Sølvi entró.

—¿Dónde está papá?

—Viene enseguida —gritó la señora Holland desde la cocina en tono imperativo, tal vez con la esperanza de que Eddie la oyera y volviera a entrar.

No solo ha muerto Annie, pensó Sejer, sino que la familia entera se derrumba, se abren las juntas soldadas, hay grandes agujeros en el casco y el agua entra a chorros. Ella intenta meter viejas frases y órdenes en las grietas para mantener el barco a flote.

Sirvió el café. Sejer no encontró sitio para los dedos en el asa y tuvo que coger la taza con las dos manos.

—Habla usted constantemente del motivo —dijo Ada Holland con voz cansina—, como si el asesino hubiera tenido una buena razón para hacerlo.

—Buena no, pero evidentemente tenía una razón. Una razón que en ese momento y en ese lugar sería su única salida.

—¿Así que entiende usted a esa gente a la que encarcela por homicidios y miserias?

—Si no la entendiese, no podría desempeñar mi profesión.

Sejer bebió más café y pensó en Halvor.

—Pero habrá excepciones…

—Rara vez las hay.

Ada Holland suspiró y miró a su hija, que estaba sentada frente a ella.

—¿Tú qué crees, Sølvi? —preguntó muy seria en voz baja y en un tono distinto al que había empleado antes, como si por una vez quisiera penetrar en la rubia y ligera cabeza de su hija y encontrar una respuesta, tal vez una respuesta inesperada y aclaratoria. Como si esa única hija que le quedaba fuera tal vez diferente de lo que había pensado y más parecida a Annie de lo que imaginaba.

—¿Yo? —exclamó la joven mirando sorprendida a su madre—. La verdad es que a mí nunca me ha gustado ese Fritzner de la casa de enfrente. He oído decir que se pasa toda la noche leyendo, sentado en una barca de vela que ha colocado en medio del cuarto de estar, con una cerveza en un soporte para botellas.

Skarre había apagado casi todas las luces del despacho. Solo estaba encedida la lámpara del escritorio, sesenta watios en un círculo blanco iluminando los papeles. La impresora sonaba débil y regularmente mientras escupía página tras página, cubiertas de una escritura perfecta, la que más le gustaba y que se llamaba Palatino. Al fondo, como a lo lejos, se abrió una puerta y alguien entró. Quiso levantar la vista y mirar, pero en ese momento salió la hoja de la impresora. Se agachó, la cogió y volvió a levantarse. Descubrió en el papel blanco algo que se estaba metiendo en su campo de visión: un pájaro de bronce sobre un palo.

—¿Dónde? —dijo presuroso.

Sejer se sentó.

—En casa de Annie. Sølvi está «heredando» las cosas de su hermana, y el pájaro estaba entre ellas, envuelto en papel de periódico. Me pasé por la tumba. Encajaba como un guante en una mano. Pero alguien pudo habérselo dado —añadió mirando a Skarre.

—¿Quién, por ejemplo?

—No lo sé. Pero si fue ella misma la que lo cogió, si fue hasta allí en medio de la noche con alguna herramienta para arrancarlo de la tumba del niño, entonces se trata de un acto bastante desconsiderado. ¿No te parece?

—Pero Annie no era desconsiderada, ¿no?

—No lo sé. Ya no estoy seguro de nada.

Skarre giró la lámpara para alejar la luz del escritorio. Formó una media luna perfecta en la pared. Se quedaron mirándola fijamente. Skarre tuvo la ocurrencia de levantar el pájaro agarrándolo por el palo y hacer que se contoneara delante de la lámpara. La sombra que formaba sobre la luna blanca parecía un gigantesco pato borracho camino de casa después de una juerga.

—Jensvoll ha dimitido como entrenador del equipo femenino —dijo Skarre.

—¿Qué dices?

—Empezaron a propagarse los rumores. Ese asunto de la violación vuela bajo sobre los lagos. Las chicas dejaron de acudir a los entrenamientos.

—Ya me lo figuraba. Lo uno trae consigo lo otro.

—Y Fritzner tenía razón. Se avecinan días duros para muchos. Hasta que el culpable se venga abajo. Y será pronto, porque ahora entiendes todo el contexto, ¿verdad?

Sejer hizo un gesto negativo.

—Algo sucedió entre Annie y Johnas.

—Tal vez la chica quería simplemente tener un recuerdo de Eskil.

—En ese caso podría haber ido a su casa a pedir un osito de peluche o algo por el estilo.

—¿Crees que él pudo haber abusado de ella?

—De ella, o tal vez de alguien con quien ella tenía relación. Alguien a quien ella quería.

—No te entiendo… ¿Quieres decir Halvor?

—Me refiero a su hijo, a Eskil, que murió mientras Johnas estaba afeitándose en el cuarto de baño.

—Pero ella no podía reprocharle eso, ¿no crees?

—Salvo que haya algo sin aclarar sobre las circunstancias de la muerte del pequeño.

Skarre silbó.

—Allí no había nadie para verlo. Solo tenemos las declaraciones de Johnas.

Sejer cogió el pájaro una vez más y hurgó cuidadosamente en el interior del agudo pico.

—¿Tú que piensas, Jacob? ¿Qué pasó realmente aquella mañana del siete de noviembre?

Los recuerdos se abatieron sobre él como una avalancha cuando abrió la puerta doble de cristal y dio un par de pasos por el interior: el olor a hospital, esa mezcla de formol y jabón, junto al olor a chocolate del quiosco y el aroma perfumado de los claveles de la floristería…

En lugar de pensar en la muerte de su mujer intentó pensar en su hija Ingrid, en el día en que nació, porque ese enorme edificio alojaba tanto su mayor dolor como su mayor alegría en esta vida. En esas dos ocasiones había entrado por esa misma puerta y percibido esos mismos olores. Sin pretenderlo, había comparado a su hija recién nacida con los demás bebés. Los otros le parecieron más rojos y más gordos, más arrugados y además despeinados. O eran prematuros, o estaban amarillos como la cera o habían tardado demasiado en salir y parecían desnutridos ancianos en miniatura. Solo Ingrid era perfecta. Los recuerdos hicieron que por fin se relajase.

Había avisado con antelación de su visita. Tardó exactamente ocho minutos en localizar por teléfono al patólogo que había realizado la autopsia de Eskil Johnas. Le explicó de antemano de qué se trataba para que pudieran buscar carpetas y diarios y tenerlo todo preparado sobre la mesa cuando él llegara. Una de las cosas que de hecho le gustaba de la burocracia, ese pesado y lento y minucioso sistema que gobernaba todos los organismos públicos, era la norma que exigía que todo se anotara y archivara. Fechas, horas, nombres, diagnósticos, rutinas, irregularidades, todo tenía que registrarse. Todo podía volver a ser sacado y analizado de nuevo, por otras personas, con otros motivos y desde otra perspectiva.

En eso iba pensando al salir del ascensor. Notó cómo se acentuaba el olor a hospital mientras andaba por el pasillo de la octava planta. El patólogo, cuya voz por teléfono parecía ser la de un hombre algo mayor, resultó ser un hombre joven. En la mesa tenía un archivador pequeño, un teléfono, una pila de papeles, y un gran libro rojo con caracteres chinos.

—He de admitir que revisé el informe a toda prisa —dijo el médico, que llevaba unas gafas que le conferían una expresión de susto constante—. Me entró la curiosidad. Es usted inspector de policía, ¿no es así?

Sejer asintió con la cabeza.

—Por lo que deduzco que esta muerte no está del todo clara, ¿verdad?

—No tengo ninguna opinión al respecto.

—Pero ¿usted está aquí por eso?

Sejer lo miró y parpadeó dos veces. Esa fue toda la respuesta que recibió el patólogo. Como Sejer no dijo nada, el otro siguió hablando, un fenómeno que nunca dejaba de sorprender a Sejer, y que le había proporcionado muchas confesiones a lo largo de los años.

—Una historia muy trágica —murmuró el patólogo mientras miraba los papeles—. Niño de dos años. Accidente doméstico. Sin vigilancia durante unos minutos. Muerto al llegar. Lo abrimos y encontramos una obstrucción total en el esófago, en forma de comida.

—¿Qué clase de comida?

—Gofres en forma de corazón. De hecho, pudimos desdoblarlos tal cual; estaban casi enteros. Dos corazones de gofres hechos una bola. Eso es mucha comida en una boca tan pequeña, aunque el niño era grande y fuerte. Luego me enteré de que era un crío muy glotón y además hiperactivo.

Sejer intentó imaginarse una plancha de gofres de los que solía hacer Elise, de cinco corazones. La de Ingrid era más moderna y solo tenía cuatro corazones, y además no era completamente redonda.

—Recuerdo muy bien esa historia. Uno se acuerda siempre de los casos trágicos; se quedan fijados en la memoria. La inmensa mayoría de las personas a las que tenemos que hacerles la autopsia tiene entre ochenta y noventa años. Recuerdo aquellos corazones de gofres puestos en el plato. Los niños y los gofres se pertenecen de alguna manera. Por eso resultó más triste aún que precisamente lo mataran los gofres. Se había sentado a la mesa para disfrutar.

—Dice usted «nosotros». ¿Eran más?

—Estuvo conmigo el patólogo jefe, Arnesen. Entonces yo era nuevo aquí y a él le gustaba controlar a los nuevos. Ya se ha jubilado. Ahora tenemos una jefa —explicó, mirándose fijamente las manos.

—¿Dos corazones completos de gofres? ¿Los había masticado?

—Aparentemente no. Estaban bastante enteros.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó Sejer con curiosidad.

—Tengo cuatro —contestó el médico con expresión satisfecha.

—¿Pensaba usted en ellos cuando realizó aquella autopsia?

El médico lo miró inseguro, como si no entendiera la pregunta.

—Bueno, sí, en cierta manera. Aunque creo que pensé más bien en los niños en general, y en cómo se comportan.

—¿Ah, sí?

—Uno de mis hijos acababa de cumplir tres años entonces —prosiguió—. Y le encantan los gofres. Yo siempre le doy la lata, como solemos hacer los padres, para que no se meta tanta comida en la boca a la vez.

—Pero en este caso allí no había nadie para darle tales consejos —indicó Sejer.

—No. Si lo hubiera habido, el accidente no se habría producido.

Sejer no dijo nada al respecto.

—Imagínese a su propio hijo con la misma edad y con un plato de gofres delante. ¿A su hijo se le habría ocurrido coger dos, doblarlos y metérselos en la boca de una vez?

Hubo una larga pausa.

—Eh… se trataba de un niño algo especial.

—¿Exactamente de dónde procedía esa información, de que era tan especial?

—Del padre. Estuvo aquí, en el hospital, todo el día. La madre vino más tarde, acompañada por un hijo adolescente. Todo está anotado en los papeles. Le he hecho una copia, tal y como me pidió.

Puso un dedo sobre el montón de papeles que tenía delante y empujó hacia un lado el libro chino. Sejer reconoció el primer signo de la portada como el que significaba «hombre».

—Según tengo entendido, el padre estaba en el cuarto de baño cuando ocurrió el accidente.

—Así es. Estaba afeitándose. Además, había atado al niño a la silla y por eso no pudo bajar a pedir ayuda. Cuando el padre entró en la cocina, el niño yacía desplomado sobre la mesa. Había tirado el plato al suelo y se había hecho añicos. Lo peor de todo es que el padre oyó el estruendo.

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