—¿Por qué no? —preguntó Skarre confuso.
—¡Porque es el doble de grande que tú!
Sejer bajó del coche, agarró la cadena de Kollberg y se lo llevó. Se agachó detrás del coche en el momento en que el vehículo de Johnas empezó a moverse. Skarre esperó unos segundos, luego fue tras él. En ese momento no tenía mucha fe en su cometido.
Al instante, Sejer vio desaparecer los dos coches por la derecha. Cruzó la calle, llamó a un timbre cualquiera y gruñó «Policía» en el altavoz. La puerta se abrió y él entró. No utilizó el ascensor, sino que subió corriendo hasta el cuarto piso. Solo había dos puertas, pero como habían visto encenderse y apagarse una luz, optó por la puerta que presumiblemente daba a la calle. No tenía ningún letrero. Echó un vistazo a la cerradura. Era una muy simple de resorte. Abrió la cartera y buscó una tarjeta plastificada. No quería usar la de crédito, pero encontró una de la biblioteca municipal con su nombre y número y el texto «El libro abre todas las puertas» al dorso. Metió la tarjeta en la ranura y la puerta se abrió. La cerradura quedó inservible, pero tal vez alguien la cambiaría en algún momento. El piso estaba casi vacío y no contenía nada de valor. Encendió la luz. Descubrió la caja de herramientas en medio del suelo y dos banquetas junto a la ventana. Debajo del fregadero de la cocina había una pequeña pirámide de botes de pintura y una botella de cinco litros de aguarrás. Johnas estaba pintando la casa. Era un piso luminoso y espacioso con grandes ventanas en forma de arco, y bastante buena vista a la calle, un poco retirado del tráfico más denso. El inmueble era un viejo edificio de principios de siglo, con una hermosa fachada y rosetas de escayola en el techo. Vislumbró la fábrica de cervezas, que se reflejaba en el río algo más abajo. Fue de habitación en habitación mirando. Aún no había teléfono instalado, y tampoco muebles, pero pudo ver alguna que otra caja de cartón marcada con rotulador. Dormitorio. Cocina. Salón. Entrada. Un par de cuadros. Una botella medio llena de Cardenal sobre la encimera de la cocina. Varias alfombras enrolladas debajo de la ventana del salón. Kollberg husmeó el aire. Olía a pintura, cola de empapelar y aguarrás. Sejer dio una vuelta más, se detuvo junto a la ventana y miró hacia fuera. Kollberg, inquieto, estaba dando una vueltecita por su cuenta. Sejer lo siguió y abrió alguno de los armarios. No veía esa enorme alfombra por ninguna parte. El perro comenzó a gruñir y desapareció por una puerta. Sejer lo siguió.
Finalmente Kollberg se detuvo delante de la puerta. El pelo se le erizó.
—¿Qué hay ahí?
Kollberg husmeó enérgicamente la rendija de la puerta y la arañó con las uñas. Sejer miró hacia atrás por encima del hombro. No sabía por qué, pero de repente una extraña sensación lo sobrecogió. Había alguien muy cerca. Puso la mano en el tirador de la puerta y tiró de él. La puerta se abrió. Algo negro le alcanzó en el pecho con una fuerza tremenda. Al instante siguiente todo se convirtió en una conmoción de sonido y dolor, gruñidos y ladridos en el momento en que el enorme animal le puso las garras encima. Kollberg tomó impulso y mordió en el instante en que Sejer reconoció al dobermann de Johnas. Cayó al suelo con los dos perros encima. Instintivamente se alejó rodando y acabó boca abajo y con las manos protegiéndose la cabeza. Los animales luchaban y Sejer buscó con la vista algo con que golpearlos, pero no encontró nada. Fue hasta el cuarto de baño, vio una escoba, la cogió y salió en busca de los perros. Estaban quietos, a unos dos metros de distancia el uno del otro, gruñendo en voz baja y enseñando los dientes.
—¡Kollberg! —gritó—. ¡Pero si es una perra, coño!
Los ojos de Hera lucían como dos farolas amarillas en la cabeza negra. Kollberg agudizó las orejas, la perra vigilaba como una pantera negra, lista para el ataque. Sejer levantó la escoba y dio unos pasos notando el sudor y la sangre que le chorreaban bajo la camisa. Kollberg lo vio, se detuvo y se olvidó durante un segundo de vigilar al enemigo, que salió disparado como un proyectil con la boca abierta. Sejer, sin mirar, la golpeó. La alcanzó en la nuca, y cerró los ojos de tristeza al ver a la perra desplomarse en el suelo chillando. Al instante se lanzó sobre ella, la agarró de la correa y la arrastró hasta el dormitorio. Le dio un tremendo empujón y cerró la puerta de un fuerte golpe. Entonces se apoyó en la pared, y se deslizó hasta el suelo. Miró fijamente a Kollberg, que continuaba en una postura defensiva.
—Joder, Kollberg. ¡Si es una perra!
Se secó la frente. Kollberg se acercó a él y le lamió la cara. Oyeron a Hera gemir detrás de la puerta. Sejer permaneció sentado con la cara oculta entre las manos, intentando recuperarse del susto. Al mirarse, vio que tenía la ropa llena de pelos de perro y de sangre, y Kollberg sangraba de una oreja.
Por fin se levantó y se metió en el cuarto de baño. Sobre una manta, dentro de la ducha, descubrió de repente algo negro y suave como el terciopelo, que lloriqueaba.
—No me extraña que atacara —susurró—. Quería proteger a sus cachorros.
La alfombra enrollada estaba junto a una pared. Sejer se sentó en cuclillas y se quedó mirándola. Era un rollo muy apretado, cubierto con plástico y pegado con ese celo especial que resultaba casi imposible de quitar. Comenzó a tirar del plástico y del celo, mientras sudaba abundantemente bajo la camisa. Kollberg arañaba para ayudar, pero Sejer lo empujó hacia un lado. Por fin logró quitar el celo, y procedió a retirar el plástico. Se levantó y arrastró el rollo hasta el suelo del salón. De nuevo oyeron los gemidos de Hera en el dormitorio. Se agachó de nuevo y dio un fuerte empujón al rollo. La alfombra se desenrolló lenta y pesadamente. Dentro había un cuerpo comprimido. La cara estaba destrozada. La boca estaba sellada con celo y también parte de la nariz, o mejor dicho, lo que quedaba de ella. Sejer se tambaleó ligeramente mientras miraba a Halvor. Tuvo que darse la vuelta y apoyarse un instante contra la pared. Luego cogió el teléfono móvil del cinturón, miró fijamente por la ventana y tecleó un número. Siguió con la vista un barco carguero que se deslizaba por el río.
Hexagon
, Bremen. Sonó la sirena del barco, un sonido dilatado y nostálgico. Aquí llego yo, parecía decir. Aquí llego yo, pero no tengo prisa.
—Konrad Sejer, Oscarsgate quince —dijo al auricular—. Necesito gente.
—¿Henning Johnas?
Sejer daba vueltas a un bolígrafo entre los dedos y miraba fijamente al hombre.
—¿Sabe usted por qué está aquí?
—¿Qué clase de pregunta es esa? —repuso Johnas con voz ronca—. Permítame decirle una cosa: lo crea o no, no voy a tolerar que traspase ciertos límites. Si se trata de Annie, no tengo nada más que decir.
—No vamos a hablar de Annie —dijo Sejer.
—Bueno.
Se balanceó ligeramente en la silla, y Sejer creyó ver cierto alivio en el rostro de Johnas.
—Halvor Muntz parece haber desaparecido de la faz de la tierra. ¿Sigue usted estando seguro de no haberlo visto?
Johnas apretó los labios.
—Completamente seguro. No lo conozco.
—¿Está usted seguro de eso?
—Puede que no lo crea, pero lo cierto es que sigo teniendo la mente bastante despejada, a pesar del constante acoso de la policía.
—Es que nos preguntamos qué hace la moto de Halvor en su garaje, dentro de su furgoneta.
Se oyó un sonido de asombro, como un ronquido.
—Perdone, ¿qué ha dicho?
—La moto de Halvor.
—Es la moto de Magne —murmuró—. Voy a ayudarle a arreglarla.
Hablaba velozmente, sin mirar a Sejer.
—Magne tiene una Kawasaki. Además, usted no sabe nada de motos, pues su oficio es otro, por así decirlo. Inténtelo de nuevo, Johnas.
—Muy bien, de acuerdo.
Se encolerizó, perdió el control y tuvo que agarrarse con las dos manos a la mesa.
—Entró haciéndose el chulo en la galería y empezó a molestarme. ¡Dios mío, con una actitud intolerable! Se comportó como uno de esos locos drogadictos, insistiendo en comprar una alfombra. No tenía dinero, claro. Entra tanta gente chiflada en la galería que perdí el control. Le di una bofetada. Entonces se largó como un niñato, dejando la moto y todo. La metí en el coche y me la traje a casa. Como castigo, tendrá que venir a recogerla él mismo, tendrá que rogarme que se la devuelva.
—Para ser una simple bofetada veo que su mano ha sufrido bastante —indicó Sejer contemplando los nudillos despellejados del hombre—. Lo que ocurre es que nadie sabe dónde está.
—Pues se habrá fugado con el rabo entre las piernas. Lo más probable es que tenga mala conciencia por algo.
—¿Alguna sugerencia?
—Está usted investigando el asesinato de su novia. Tal vez debería empezar por ahí.
—No olvide, Johnas, que vive usted en un lugar pequeño. Los rumores se propagan muy deprisa.
Johnas sudaba tanto que la camisa se le pegaba al pecho.
—De todas formas voy a mudarme —murmuró.
—Creo que ya lo mencionó. Al centro, ¿no era así? De modo que dio a Halvor un escarmiento. Tal vez debamos dejarle en paz por ahora.
Sejer no se sentía en absoluto a gusto, aunque esa era la impresión que daba.
—¿Pierde usted a menudo el control, Johnas? Vamos a hablar un poco de eso. —Volvió a dar vueltas a su pluma—. Empecemos por Eskil.
Para Johnas fue una suerte tener en ese momento la cabeza agachada para sacar los cigarrillos del bolsillo de la chaqueta. Tardó lo suyo en enderezarse.
—¡No! —jadeó—. No tengo fuerzas para hablar de Eskil.
—Disponemos de todo el tiempo del mundo —dijo Sejer—. Empiece por ese día, el siete de noviembre, desde que se levantaron, usted y su hijo.
Johnas movió un poco la cabeza, lamiéndose nerviosamente los labios. No podía dejar de pensar en ese disquete que nunca llegó a leer. Sejer lo habría cogido y habría leído todo lo que Annie había escrito. La idea le hizo tambalearse.
—Resulta difícil hablar de ello. He intentado olvidarlo. ¿Por qué demonios quieren ustedes hurgar en una antigua tragedia? ¿No tienen algo más reciente en que ocupar su tiempo?
—Entiendo que le resulte difícil, pero inténtelo de todos modos. Sé que lo pasaron mal y que deberían haber recibido ayuda. Hábleme de él.
—Pero ¿por qué quiere hablar de Eskil?
—Ese niño era una parte importante de la vida de Annie. Y hay que sacar a la luz todo lo que rodeaba a la chica.
—Entiendo, entiendo. Lo que pasa es que me siento muy confuso. Por un instante pensé que usted sospechaba que yo… Bueno, ya sabe que tenía algo que ver con la muerte de Annie.
Sejer sonrió, una amplia y extraña sonrisa. Luego miró sorprendido a Johnas moviendo la cabeza.
—¿Y qué motivo iba a tener usted para matar a Annie?
—Ninguno, claro —dijo el detenido con voz alterada—, pero para ser sincero, me costó bastante llamar y decir que yo la había llevado en el coche. Eso me convertía en uno de los sospechosos.
—Lo habríamos averiguado de todos modos. Alguien los vio.
—Eso es lo que pensé. Y por eso llamé.
—Hábleme de Eskil —dijo Sejer imperturbable.
Johnas se hundió en la silla e inhaló el humo del cigarrillo; parecía desconcertado. Sus labios se movían, pero no salía de ellos sonido alguno.
Lo tenía todo preparado en la cabeza, pero en ese momento la habitación se encogió y lo único que oía era la respiración de ese hombre al otro lado de la mesa. Echó un vistazo al reloj de la pared con el fin de ordenar sus pensamientos. Eran las seis de la tarde.
Eran las seis de la mañana. Eskil se despertó con gritos entusiastas. Empezó a dar saltos entre Astrid y yo en la cama, yendo de un lado para otro. Quiso levantarse inmediatamente. Astrid necesitaba dormir un poco más; había dormido muy mal, así que me tocó a mí levantarme. El niño me siguió hasta el cuarto de baño, colgado de mis pantalones. Sus brazos y piernas estaban por todas partes y su boca no paraba de emitir un constante chorro de ruidos y gritos. Luego serpenteaba como una anguila mientras me esforzaba en vestirle. No quiso pañal. No quiso la ropa que le había sacado, tiró todo lo que estaba suelto, y finalmente se subió a la taza del váter, desde donde tiró todo lo que había en la repisa debajo del espejo. Los frascos y botellitas de Astrid se rompieron al estrellarse contra el suelo. Lo cogí en brazos y lo bajé al suelo. Como tantas otras veces fui atrapado en la misma red de siempre: le reprendí, primero amablemente mientras le metía la pastilla de Ritalin en la boca, pero él la escupió, se agarró de la cortina de la ducha y la tiró. Intenté vestirme, intenté que no se hiciera daño, que no rompiera nada. Por fin estábamos los dos vestidos. Lo cogí en brazos de nuevo, lo llevé hasta la cocina y lo senté en su silla. De repente echó la cabeza hacia atrás y me dio en la boca. El labio se me reventó y empezó a sangrar. Lo até a su silla y le preparé una rebanada de pan con embutido, pero no quiso comerla. Decía que no con la cabeza y empujó el plato, gritando que quería salchichón
.
—Johnas —dijo Sejer—. Hábleme de Eskil.
Johnas se despertó y lo miró. Por fin tomó una decisión.
—De acuerdo, como usted quiera. El siete de noviembre. Un día como todos los demás, lo que significa un día indescriptible. Era un torpedo y devastó la familia. Magne sacaba cada vez peores notas, no soportaba estar en casa y se refugiaba por las tardes en casa de amigos. Astrid andaba siempre falta de sueño, y yo no podía cumplir con el horario de la tienda. Cada comida era un sufrimiento. Annie —dijo de repente, con una sonrisa triste—, Annie era la única luz en la oscuridad. Venía a recoger a Eskil cuando tenía tiempo. Entonces el silencio se posaba sobre la casa como después de un huracán. Nos caíamos redondos allí donde nos encontráramos, despojados de toda energía. Estábamos agotados y desesperados, y nadie nos prestaba ayuda. Los médicos nos dijeron claramente que el niño no mejoraría con el tiempo. Siempre tendría problemas de concentración y sería hiperactivo para el resto de su vida. Y toda la familia tendría que ajustarse a él durante años, durante muchos años. ¿Se lo imagina?
—¿Y ese día tuvo una bronca con él?
Johnas soltó una risa lunática.
—Siempre teníamos broncas. Se convirtió en la neurosis de la familia. Seguramente contribuimos a empeorar la situación; no teníamos la formación necesaria para poder manejarlo. Gritábamos y regañábamos, y toda la vida de Eskil consistía en maldiciones y horror.