—¿Siempre coges el atajo? —preguntó Sejer.
—Sí —contestó Thorbjørn deteniéndose—. Este sendero lleva directamente a Gneisveien.
—¿Suelen coger todos este camino?
—Pues sí; nos ahorramos casi cinco minutos.
Sejer dio unos pasos por el sendero y se detuvo delante de la ventana. Era más alto que Thorbjørn y podía mirar por ella sin ningún problema. Ya no se veía ninguna silla infantil, solo dos sillas normales, y sobre la mesa había una taza de café y un cenicero. Por lo demás, la casa daba la impresión de estar deshabitada. El siete de noviembre, pensó, debía de haber mucha oscuridad fuera y luz en el interior. Los que pasaban por delante podían mirar dentro, pero los del interior no veían lo que sucedía fuera.
—A Johnas no le gusta mucho que pasemos por aquí —dijo Thorbjørn de repente—. Dice que está harto de todo ese ir y venir por delante de su casa. Pero ahora se está mudando.
—¿De modo que todos los chicos cogen este atajo cuando van al autocar escolar?
—Todos los que van al instituto.
Sejer hizo un gesto a Thorbjørn para que prosiguiera su camino y se volvió hacia Skarre.
—Acabo de acordarme de algo que dijo Holland cuando hablamos con él en la comisaría: el día en que murió Eskil, Annie volvió antes del colegio porque se encontraba mal. Se fue directamente a la cama. Holland tuvo que ir a su habitación para contarle lo del accidente.
—¿Cómo de mal —interrogó Skarre—, si ella nunca estaba enferma?
—«Indispuesta.»
—Crees que ella pudo ver algo, ¿verdad? ¿A través de la ventana?
—No lo sé. Tal vez.
—Pero ¿por qué no dijo nada?
—Quizá no se atrevió. O tal vez no entendía muy bien lo que había visto. Tal vez se lo confesara a Halvor. Siempre tengo la sensación de que él sabe más de lo que dice.
—Konrad —dijo Skarre en voz baja—, él lo habría dicho, ¿no crees?
—No estoy tan seguro. Es un tipo raro. Vamos a hablar con él.
En ese momento sonó su busca. Se acercó al coche y marcó el número a través de la ventanilla. Holthemann contestó.
—Axel Bjørk se ha pegado un tiro en la sien con un viejo revólver Enfield.
Sejer tuvo que apoyarse en el coche. Esa información le supo a medicina amarga, dejando tras de sí una desagradable sequedad en la boca.
—¿Habéis encontrado alguna carta?
—No sobre el cuerpo. Están buscando en su casa. Pero es evidente que el tío tenía mala conciencia por algo. ¿Tú qué crees?
—No lo sé. Pueden haber sido muchas cosas. Tenía problemas.
—Era imprevisible y estaba alcoholizado. Y guardaba mucho rencor a Ada Holland, un rencor tan afilado como el diente de un tiburón —dijo Holthemann.
—Ante todo era infeliz.
—El odio y la desesperación pueden parecerse un poco. La gente exhibe lo que más le conviene.
—Creo que te equivocas. Se había dado por vencido. Por eso habrá puesto fin a todo.
—Tal vez habría querido llevarse consigo a Ada.
Sejer hizo un gesto negativo y miró la casa de los Holland.
—No lo habría hecho, por Sølvi y por Eddie.
—¿Quieres un homicida o no?
—Solo quiero al verdadero —dijo Sejer zanjando así la conversación; luego miró a Skarre—. Axel Bjørk ha muerto. Me pregunto qué pensará ahora Ada Holland. Tal vez lo mismo que Halvor cuando murió su padre: que «está bien».
Halvor se levantó de un salto. La silla cayó al suelo, y él se volvió hacia la ventana. Miró el patio vacío y permaneció así un buen rato. Con el rabillo del ojo vio la silla tirada y la foto de Annie sobre la mesilla de noche. Así que era eso, Annie había visto aquello. Volvió a sentarse delante de la pantalla y leyó el texto de nuevo, de principio a fin. Allí estaba también su propia historia, la que le había confesado en el más absoluto de los secretos. El padre rabioso, el tiro en la leñera, el trece de diciembre. No tenía nada que ver con ese asunto. De modo que respiró hondo, seleccionó el párrafo y lo borró del documento para siempre. Luego metió un disquete y copió en él el texto. A continuación salió silenciosamente de la habitación y atravesó la cocina.
—¿Qué pasa, Halvor? —gritó su abuela al verlo pasar y ponerse una chaqueta vaquera—. ¿Vas a salir?
Halvor no contestó. Oyó la voz de su abuela, pero las palabras no penetraron en él.
—¿Adónde vas? ¿Vas al cine?
El muchacho comenzó a abrocharse la chaqueta mientras se preguntaba si la moto arrancaría. Si no, tendría que coger el autobús, y entonces tardaría una hora en llegar a su destino. No disponía de una hora, tenía que llegar rápidamente.
—¿Cuándo volverás, Halvor? ¿Vendrás a cenar?
Él se detuvo y la miró, como si de repente descubriera que su abuela estaba allí, delante de él.
—¿Cena?
—¿Adónde vas, Halvor? ¡Ya casi es de noche!
—Voy a ver a un tipo.
—Pero ¿a quién? Estás muy pálido. Puede que tengas anemia. ¿Cuándo fuiste al médico por última vez? ¿A que ni te acuerdas? ¿Cómo has dicho que se llama?
—No lo he dicho. Se llama Johnas.
Su voz sonaba extrañamente resuelta. La puerta se cerró de golpe, y cuando la abuela miró por la ventana, lo vio agachado sobre la moto, ajustando tuercas con furiosos movimientos.
La cámara de la planta baja estaba mal colocada. Se dio cuenta en ese momento, al mirar la parte izquierda de la pantalla. La lente recibía la imagen a contraluz, lo que reducía a los visitantes a una vaga silueta, casi como fantasmas. Le gustaba ver quiénes eran los clientes antes de bajar a recibirlos. Desde la planta de arriba, donde había mejor luz, podía distinguir caras y ropa, y si se trataba de clientes fijos podía prepararse antes de abandonar el despacho, adoptar la postura que correspondiera a cada uno de ellos. Volvió a mirar la pantalla que cubría la planta baja. Había solo una persona. Parecía un hombre, o tal vez un joven, con cazadora. Seguramente era alguien sin importancia, pero él lo recibiría, correctamente, dispuesto a prestar su mejor servicio, como siempre, para conservar la buena reputación de la galería, que ya era inmejorable. Además, no se podía saber a simple vista si la gente tenía dinero o no; ya no. El tipo podría estar forrado. Bajó lentamente la escalera. Sus pasos apenas eran audibles, andaba con un paso ligero y deslizante. Lo suyo no era dar saltitos como si trabajara en una tienda de juguetes. Eso era una galería y allí se hablaba en voz baja. No había ni etiquetas con precios ni caja registradora. Por regla general enviaba la factura. Rara vez la gente pagaba con VISA o con otra tarjeta. Ya estaba casi abajo. Le quedaban dos escalones cuando se detuvo en seco.
—Buenas tardes —murmuró.
El joven estaba de espaldas, pero en ese momento se volvió y lo miró con curiosidad. En su mirada había una mezcla de desconfianza y extrañeza. No decía nada, solo miraba, como si quisiera descubrir algo en sus rasgos, un secreto tal vez, o la solución de un enigma. Johnas lo reconoció. Por un instante pensó en confesárselo.
—¿Puedo ayudarte?
Halvor no contestó. Seguía escrutando el rostro del otro. Sabía que Johnas lo había reconocido; lo había visto muchas veces, había estado en su casa con Annie, se habían encontrado en el sendero. En ese momento se había puesto una armadura que ocultaba por completo su carácter auténtico; la franela, el terciopelo y los rizos morenos se habían endurecido formando una dura coraza.
—Sin duda —contestó Halvor, y dio dos pasos hacia el otro, que seguía de pie en la escalera con una mano sobre la barandilla.
—¿Vendes alfombras?
Johnas miró a su alrededor.
—Así es, sí.
—Deseo comprar una.
—¡Ah, sí! —dijo sonriente—, eso supuse. ¿Buscas algo en especial?
No ha venido a por alfombras, pensó Johnas. Además no tiene dinero. Tal vez haya venido por mera curiosidad, por capricho. Seguro que no tiene idea de lo que cuestan las alfombras. Ya lo irá averiguando, ya lo creo que sí.
—¿Grande o pequeña? —preguntó al bajar el último escalón. Le sacaba más de una cabeza al chico, que era delgaducho como las astillas para encender el fuego.
—Quiero una alfombra lo bastante grande para que ninguna pata de silla quede fuera. Resulta muy pesado a la hora de fregar el suelo.
Johnas asintió.
—Sube conmigo. Las alfombras más grandes están arriba.
Empezó a subir la escalera, seguido por Halvor. No se le ocurrió hacerse preguntas sobre la situación. Se sentía impulsado como por fuerzas insospechadas; era como deslizarse sobre raíles dentro de una oscura montaña.
Johnas encendió las seis arañas, adquiridas en una fábrica de vidrio en Venecia. Colgaban de las vigas cubiertas de brea y desprendían una cálida aunque intensa luz por toda la espaciosa habitación.
—¿Has pensado en algún color en especial?
Halvor se detuvo en la parte de arriba de la escalera y miró hacia el interior.
—Pero si son todas rojas —dijo en voz baja.
Johnas sonrió con indulgencia.
—No pretendo ser arrogante —dijo amablemente—, pero ¿tienes idea de lo que cuestan?
Halvor lo miró con los ojos entornados. Una sensación casi olvidada le vino a la mente, algo que no había sentido en mucho tiempo.
—Bueno, supongo que no tengo pinta de ser extraordinariamente rico —repuso—. ¿Quieres un extracto de mi cuenta?
Johnas vaciló.
—Tienes que perdonarme, pero aquí entra mucha gente que luego se ve en una situación muy comprometida. Solo pretendía ahorrarte el mal trago.
—Muy considerado por tu parte —dijo Halvor tranquilamente.
Continuó hacia el interior, pasando por delante del comerciante, rumbo a una gran alfombra extendida en la pared. Se puso a juguetear con los flecos. Reconoció en las figuras a hombres, caballos y armas.
—Dos metros y medio por tres —le indicó Johnas en voz baja—. Una buena elección, en cierto modo. El dibujo describe una guerra entre dos pueblos nómadas. Pesa muchísimo.
—Supongo que la llevas a casa, ¿no? —se interesó Halvor.
—Desde luego. Tengo una furgoneta. Pero estaba pensando más bien en el mantenimiento y esas cosas. Hacen falta varios hombres solo para sacudirla.
—Quiero esta.
—¿Cómo?
Johnas dio un paso más, mirándolo inseguro. Ese chico era muy extraño.
—Es de lo más caro que tengo. Setenta mil coronas —dijo examinando a Halvor con la mirada.
El muchacho ni se inmutó.
—Seguro que las vale.
Johnas se sentía incómodo. Una insidiosa sospecha le subía por la espalda como una víbora fría. No acaba de entender qué pretendía el chico ni por qué se comportaba así. No tenía tanto dinero, y si lo hubiera tenido, no lo habría gastado en una alfombra.
—Envuélvamela, por favor —le pidió Halvor cruzándose de brazos y apoyándose en una mesa de alas de caoba, que chirrió asustada bajo su peso.
—¿Envolverla? —En los labios de Johnas se dibujó una leve sonrisa—. Las enrollo y luego las cubro con plástico fijado con celo.
—¡Qué bien!
Halvor esperó.
—Cuesta un poco bajarla. Preferiría llevártela esta noche. Así podré ayudarte a colocarla.
—No, no —insistió Halvor—, la quiero ahora.
Johnas vaciló.
—¿La quieres ahora? Y… perdona mi falta de cortesía, ¿cómo vas a pagarla?
—Al contado, si te parece bien.
Se palpó el bolsillo trasero del pantalón. Llevaba unos vaqueros descoloridos y deshilachados. Johnas seguía delante de él, dudando.
—¿Ocurre algo? —preguntó Halvor.
—No sé. Quizá.
—¿Y qué es?
—Sé quién eres —dijo de repente Johnas. Era un alivio romper el hielo.
—¿Nos conocemos?
Johnas asintió con la cabeza mientras se balanceaba con los brazos apoyados en la cadera.
—Sí, sí, Halvor, claro que nos conocemos. Me pregunto si no deberías irte ya.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—¡Dejemos ya esta farsa! —espetó Johnas.
—Totalmente de acuerdo —contestó Halvor en el mismo tono—. ¡Baja ya de una vez esa alfombra, y que sea rápido!
—Pensándolo bien creo que no voy a venderla. Me estoy mudando y la quiero para mi propia casa. Además, es demasiado cara para ti. Sé sincero, los dos sabemos que no puedes pagarla.
—¿De modo que la quieres para tu propia casa? —gritó Halvor volviéndose de pronto—. Eso puedo entenderlo. En ese caso tendré que elegir otra. —Miró la pared de nuevo y señaló inmediatamente otra alfombra, en tonos rosas y verdes—. Entonces me llevaré esa —dijo—. Por favor, bájamela. Y hazme una factura.
—Cuesta cuarenta y cuatro mil.
—Vale.
—¿Vale?
Seguía esperando con los brazos cruzados y las pupilas duras como perdigones.
—¿Resulta muy grosero por mi parte si te pido que me enseñes el dinero?
Halvor negó con la cabeza.
—Claro que no. Hoy en día no se puede saber a simple vista si la gente tiene dinero o no.
Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una vieja cartera de cuadros de nailon con cerradura de velcro, plana como una tortita. Metió los dedos dentro e hizo ruido con las monedas. Sacó algunas y las dejó sobre la mesa de alas. Johnas lo miraba boquiabierto conforme iba formando un montoncito de monedas de cinco, diez y una corona.
—Ya está bien —exclamó enfadado—. Ya has estado aquí el tiempo suficiente. ¡Sal inmediatamente!
Halvor se detuvo y lo miró ofendido.
—No he acabado. Tengo más —dijo, y continuó hurgando en la cartera.
—¡No tienes más! ¡Vives en una chabola con tu abuela y te dedicas a transportar helados! Son cuarenta y cuatro mil. ¡Sácalas ya de una vez!
—¿De modo que sabes dónde vivo? —preguntó Halvor mirándole de reojo. El ambiente se estaba caldeando, pero no tenía miedo, por alguna razón no tenía nada de miedo—. Tengo esto —dijo de repente, sacando algo del billetero.
Johnas miró desconfiado al chico y a lo que tenía entre dos dedos.
—Es un disquete —explicó Halvor.
—No quiero ningún disquete, quiero cuarenta y cuatro mil coronas —gritó Johnas, a la vez que notaba el miedo como un pinchazo en el pecho.
—El diario de Annie —dijo Halvor tranquilamente, agitando el disquete—. Empezó a escribirlo hace algún tiempo. En el mes de noviembre, para ser más exacto. Varias personas lo han estado buscando. Ya sabes cómo son las chicas. Siempre tienen que confesarse.
Johnas respiró con dificultad. Su mirada apuntó a Halvor como una pistola de grapar.