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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (13 page)

BOOK: No mires atrás
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—Por lo menos oscuro. No se me ocurrió observarlo detenidamente. Es algo muy normal mirar a una chica guapa cruzar la calle para dirigirse hacia un chico en una moto. Es como debe ser, ¿no creen?

Le dieron las gracias y se detuvieron un instante junto a la puerta.

—Tendremos que volver, espero que lo entienda.

—Naturalmente. Si los cachorros llegan esta noche, me quedaré en casa unos días.

—¿Puede cerrar la tienda?

—Los clientes me llaman a casa si desean algo.

Hera lanzó de repente un profundo suspiro y gimió dolorida sobre su alfombra auténtica. Skarre la miró con compasión y siguió de mala gana a su jefe.

—Tal vez podamos verlos cuando volvamos —dijo esperanzado—. A los cachorros, quiero decir.

—Seguro que sí —contestó Johnas.

No digas nada más, pensó Sejer, y sonrió recordando a Kollberg.

—¿Recuerdas el casco de Halvor? ¿El que tenía colgado en la habitación?

Se encontraban de nuevo en el coche.

—Casco negro integral con una raya roja —respondió Sejer pensativo—. Bueno, dejémoslo por hoy. Tengo que sacar al perro.

—Dime, Konrad, ¿tú tienes una relación tan apasionada con tu trabajo como Johnas?

Sejer lo miró.

—Claro. ¿Acaso no se nota? —Se puso el cinturón de seguridad y arrancó el coche—. Por cierto, me irrita cuando la gente se impone silencio por una especie de compasión malentendida hacia alguien que ni siquiera conoce, solo porque están seguros de que se trata de un tipo honrado. —Pensó en Halvor y sintió cierta tristeza—. Hasta el día en que alguien asesina por primera vez, uno jamás pensaría que es un asesino. Es gente normal. Luego, cuando los vecinos descubren que ha matado, de repente esa persona se convierte en un asesino para el resto de su vida. Desde ese momento se le considera una especie de máquina asesina descontrolada. Entonces los vecinos protegen a sus hijos y ya nada parece seguro.

Skarre lo miró fijamente.

—Entonces ¿Halvor es un posible sospechoso?

—Naturalmente. Era su novio. Pero me pregunto por qué Johnas pone tanto empeño en proteger a un tipo a quien solo ha visto de lejos.

Ragnhild Album se inclinó sobre la hoja y se puso a dibujar. El bloc era nuevo, y la niña descubrió la primera hoja en blanco con algo parecido a la veneración. Tal vez un simple coche en una nube de polvo no fuera digno de arrebatar a ese bloc su blanquísima virginidad. La caja contenía seis lápices de colores. Sejer había comprado un juego para Ragnhild y otro para Raymond. Ese día la niña iba peinada con dos coletas en lo alto de la cabeza, apuntando hacia arriba como si fueran antenas.

—Hoy llevas el pelo muy bien —le dijo Sejer.

—Con esta —dijo la madre tirando de una de las coletas— recibe la Operación Lobo Blanco de Narvik, y con la otra a su abuela, que está en Svalbard.

Sejer sonrió mirando al suelo.

—Dice que solo vio una nube de polvo —prosiguió la madre, preocupada.

—No. Dice que vio un coche —repuso Sejer—. Merece la pena intentarlo —añadió, poniendo una mano sobre el hombro de la niña.

—Cierra los ojos —dijo—, intenta verlo en tu imaginación y luego lo dibujas lo mejor que puedas. Es decir, no vas a dibujar un coche cualquiera, vas a dibujarme exactamente el coche que visteis Raymond y tú.

—¡Que sí! —exclamó la niña, impaciente.

Sejer sacó a la señora Album de la cocina y la llevó al cuarto de estar para dejar sola a Ragnhild. La mujer se quedó junto a la ventana, contemplando las azuladas montañas que se alzaban en la lejanía.

—Annie cuidó de Ragnhild en varias ocasiones —dijo en voz baja—. Se le daban muy bien los niños… Hace ya un par de años. Cogieron el autobús hasta el centro y estuvieron fuera todo el día. Montaron en el trenecito de la plaza, y subieron por las escaleras mecánicas de los grandes almacenes y en el ascensor, cosas que a Ragnhild le encantaban. Annie tenía un don especial para tratar a los niños. Era diferente. Se preocupaba por ellos.

Sejer oyó a la niña coger lápices de colores de la caja.

—¿Conoce usted también a la hermana? ¿A Sølvi?

—Sé quién es. Era solo su hermanastra.

—¿Ah, sí?

—¿No lo sabía?

—No —contestó Sejer.

—Todo el mundo lo sabe —dijo ella con naturalidad—. No es un secreto. Eran muy distintas. Durante algún tiempo tuvieron problemas con el padre, el padre de Sølvi, quiero decir. Perdió el derecho a las visitas y por lo visto no puede superarlo.

—¿Por qué?

—Lo de siempre. Borracheras, violencia. Pero claro, esa es la versión de la madre. Ada Holland es bastante severa, así que no sé qué pensar.

Vaya, pensó Sejer a su vez.

—Pero Sølvi ya es mayor de edad, ¿no? Puede hacer lo que quiera.

—Supongo que ya es demasiado tarde. La relación se habrá roto. Pienso mucho en Ada —añadió—. A ella no le han devuelto a su hija como a mí.

—¡Ya está! —sonó una voz desde la cocina.

Se levantaron y fueron a ver. Ragnhild seguía sentada con la cabeza ladeada y una expresión que denotaba que no estaba del todo satisfecha. Una nube gris llenaba la mayor parte de la hoja, y del polvo salía el morro de un coche, con faros y parachoques. El chasis era ancho, como los de esos grandes coches americanos, y el parachoques estaba pintado de color negro. Parecía una gran sonrisa desdentada. Los faros estaban torcidos. Como los ojos de los chinos, pensó Sejer.

—¿Hizo mucho ruido al pasar? —preguntó Sejer, inclinándose sobre la mesa de la cocina y notando el olor dulzón del chicle que masticaba la niña.

—Sí, mucho ruido.

Sejer miró fijamente el dibujo.

—¿Puedes hacerme otro dibujo? Uno donde solo se vean los faros.

—¿Solo los faros? ¡Pero si puedes verlos aquí! —exclamó la niña señalando el dibujo—. Estaban torcidos.

—¿Y el color del coche, Ragnhild?

—Bueno, en realidad no era gris. Pero no hay mucho donde elegir —añadió sacudiendo la caja de lápices—. Aquí no está ese color.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que era de uno de esos colores que no tienen nombre.

Un montón de colores dieron vueltas en la cabeza de Sejer: siena, sepia, antracita…

—Ragnhild —dijo—, ¿recuerdas si el coche llevaba algo en el techo?

—¿Antenas?

—No, algo más grande. Raymond cree que había algo grande sobre el techo del coche.

La niña clavó su mirada en él y reflexionó:

—¡Sí! —dijo de repente—. ¡Una barca!

—¿Una barca?

—Una barca pequeña y negra.

—No sé qué haría yo sin ti —dijo Sejer sonriendo y haciendo castañetear los dedos cerca de las antenas de la niña.

—Elise —añadió—, tienes un hermoso nombre.

—Nadie me llama así. Todo el mundo me llama Ragnhild.

—Yo te llamaré Elise, si quieres.

La niña se sonrojó tímidamente, cerró la caja de pinturas y el bloc y se lo devolvió todo.

—Es para ti, por supuesto —dijo Sejer.

La niña volvió a abrir la caja inmediatamente y continuó dibujando.

—¡Uno de los conejos se ha tumbado de lado!

Raymond estaba en la puerta del dormitorio de su padre, moviéndose intranquilo de un lado para otro.

—¿Cuál?

—Cesar, el gigante belga.

—Entonces tendrás que matarlo.

Raymond se asustó tanto que se le escapó un pedo. Esa pequeña fuga no cambió en nada el estado del aire en la habitación cerrada.

—¡Pero si todavía respira!

—No podemos estar dando de comer a los que van a morir, Raymond. Colócalo sobre el taco de madera. El hacha está detrás de la puerta del garaje. ¡Y ten cuidado con las manos! —añadió.

Raymond se retiró y se dirigió abatido hasta las jaulas. Permaneció un rato mirando a Cesar a través de la tela metálica. Está acostado exactamente como un bebé, pensó, encogido como una pelota blandita, con los ojos cerrados. No se movió cuando Raymond abrió la jaula, metió una mano y le acarició ligeramente el lomo. Estaba tan calentito como siempre. Lo cogió por la piel de la nuca y lo sacó. Pataleó sin ganas; parecía no tener fuerzas.

Raymond se sentó luego cabizbajo junto a la mesa de cocina. Tenía delante un álbum con fotos de la selección nacional, así como de aves y de otros animales. Cuando apareció Sejer, estaba muy abatido. El chico llevaba solo un pantalón de deporte y unas zapatillas. Tenía el pelo de punta y su tripa era blanca y blanda. En sus ojos redondos se dibujaba una expresión malhumorada, y su boca era como un hocico; parecía que estuviera chupando enérgicamente algo, tal vez un caramelo.

—Buenos días, Raymond. —Sejer hizo una exagerada inclinación de cabeza con el fin de calmarlo—. ¿Molesto?

—Sí, porque estoy con mi colección y me interrumpes.

—Ya lo sé. Resulta muy irritante. A mí tampoco me gusta nada que me interrumpan, pero no habría venido si no me viera obligado a ello. Espero que lo entiendas.

—Sí, vale.

Raymond se tranquilizó un poco y se fue hacia dentro. Sejer dejó los utensilios de dibujar sobre la mesa y lo siguió.

—Me gustaría que me hicieras un dibujo —dijo con prudencia.

—¡Ah, no! ¡Eso nunca!

Raymond pareció tan preocupado que Sejer le puso una mano sobre el hombro.

—No sé dibujar —gritó el muchacho.

—Todo el mundo sabe dibujar —contestó Sejer tranquilamente.

—Pero no sé dibujar personas.

—No vas a dibujar personas. Solo un coche.

—¿Un coche?

La expresión de Raymond se tornó escéptica. Sus ojos se estrecharon y de pronto parecieron normales.

—El coche que visteis Ragnhild y tú. Ese que iba tan deprisa.

—¡Madre mía! ¡Qué pesados sois con ese coche!

—Es importante, Raymond. Lo estamos buscando pero no conseguimos encontrarlo. Tal vez el hombre del coche sea un canalla, y entonces tendremos que atraparlo.

—Ya he dicho que iba demasiado deprisa.

—Tuviste que ver algo más —dijo Sejer en un tono más grave—. Viste que era un coche, ¿verdad? No un barco ni una bicicleta. Ni, por ejemplo, una caravana de camellos.

—¿Camellos?

Raymond se rió de tan buena gana que la tripa le tembló ligeramente.

—Habría sido divertido ver un montón de camellos por ese camino. Pero no eran camellos. Era un coche con un cofre portaesquís en el techo.

—Dibújalo —le ordenó Sejer.

Raymond se resignó, se desplomó sobre la silla que había junto a la mesa y sacó la lengua, como si de un timón se tratara. Sejer tardó un par de minutos en comprobar que el chico había sido extremadamente sincero al hablar de sus dotes para el dibujo. El resultado parecía un pan integral sobre ruedas.

—¿Podrías colorearlo?

Raymond abrió la caja de colores, miró minuciosamente todos los lápices y se decidió finalmente por el color rojo. Luego se concentró para no colorear fuera de lo dibujado.

—¿Era rojo, Raymond?

—Sí —contestó, y siguió coloreando.

—¿De manera que el coche era rojo? ¿Estás seguro? Creo recordar que dijiste que era gris.

—Dije que era rojo.

Sejer sopesó las palabras cuidadosamente mientras sacaba una banqueta de debajo de la mesa.

—Dijiste que no recordabas el color, pero que tal vez fuera gris, como dijo Ragnhild.

Raymond, ofendido, se rascó la tripa.

—Recuerdo mejor poco a poco, ¿sabes? Ayer dije a ese hombre que vino que era rojo.

—¿A quién?

—A un hombre que iba de paseo y que se paró ahí fuera. Quería ver los conejos y estuve hablando con él.

Sejer notó un ligero pinchazo en la nuca.

—¿Lo conocías?

—No.

—¿Podrías decirme cómo era?

Raymond dejó el lápiz rojo y adelantó el labio inferior.

—No —contestó.

—¿No quieres?

—Solo era un hombre. No te quedarás contento diga lo que diga.

—Por favor… Yo te ayudaré. ¿Era gordo o delgado?

—Regular.

—¿Moreno o rubio?

—No sé. Llevaba una gorra.

—¿Ah, sí? ¿Era joven?

—No sé.

—¿Mayor que yo?

Raymond levantó un momento la vista.

—¡Ah, no!, no tan viejo como tú. Tú tienes el pelo completamente gris.

Gracias por el cumplido, se dijo Sejer.

—No quiero dibujarlo.

—No voy a pedírtelo. ¿Vino en coche?

—No, vino andando.

—Al marcharse, ¿bajó por el camino o subió hacia la colina?

—No sé. Entré a ver a papá. Era muy majo —dijo de repente.

—Me lo imagino. ¿Qué dijo, Raymond?

—Que los conejos eran muy bonitos. Y que si le vendería uno si alguna vez tenían hijos.

—Sigue, sigue.

—Luego hablamos del tiempo. De lo seco que estaba todo. Me preguntó si me había enterado de lo de la chica de la laguna y si yo la conocía.

—¿Qué le contestaste?

—Que fui yo quien la encontró. Le daba pena que la chica estuviera muerta. Y le hablé de vosotros, y de que habíais estado aquí preguntándome por el coche. El coche, dijo, ¿ese coche tan ruidoso que siempre va tan deprisa por esta carretera? Sí, dije. Ese fue el coche que vi. Él sabía qué coche era. Dijo que era un Mercedes rojo. Me equivoqué cuando me preguntasteis, pero ahora me acuerdo. Era rojo.

—¿Te amenazó?

—No, no. Yo no me dejo amenazar fácilmente. Un hombre adulto no se deja amenazar. Se lo dije.

—¿Y su ropa, Raymond? ¿Qué llevaba?

—Ropa normal.

—¿Ropa marrón? ¿Azul? ¿Lo recuerdas?

Raymond lo miró perturbado y escondió la cabeza entre las manos.

—¡A ver si dejas ya de dar la lata!

Sejer se tomó un descanso y lo miró de reojo, dejando que se tranquilizara un rato. Luego dijo en voz muy baja:

—Pero el coche era gris o verde, ¿no es cierto?

—No, era rojo. Le dije: «No tiene que amenazarme», porque el coche era rojo, y él se puso contento.

Se agachó de nuevo sobre el dibujo y trazó algunos garabatos. Su boca era una raya obstinada.

—No lo destroces. Me gustaría quedarme con él.

Sejer cogió el dibujo.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó pensativo.

—No puede andar.

—Ya lo sé. Vamos a verlo.

Se levantó y siguió a Raymond por el pasillo. Este abrió la puerta sin llamar antes. La habitación estaba en penumbra, pero había luz suficiente para que Sejer divisara enseguida al viejo, de pie junto a la mesilla de noche, con una vieja camiseta y unos calzoncillos demasiado grandes. Las rodillas le temblaban de forma alarmante. Todo lo que el hijo tenía de gordo, él lo tenía de delgado.

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