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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (26 page)

BOOK: No mires atrás
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Annie en vaqueros y jersey azul, y el hombre a su lado. En su mente veía una vaga silueta de un hombre seguramente más grande y mayor que ella. Tal vez conversaran en voz baja mientras atravesaban el bosque, quizá sobre algo importante. Sejer se imaginaba cómo pudo haber sido. El hombre gesticulando, explicando. Annie negando con la cabeza, el hombre empeñado en lo suyo, intentando convencerla, el ambiente cada vez más caldeado. Se estaban acercando al agua, que brillaba entre los árboles. Él se sentó sobre una piedra, aún no la había tocado, y ella se puso a su lado. El hombre hablaba con soltura, en tono imperioso, amable, o tal vez suplicante, Sejer no estaba seguro. Luego el hombre se levantó de repente y se lanzó sobre ella, un fuerte chapoteo en el instante de dar contra el agua, Annie con el hombre encima. Ahora usaba las dos manos y todo el peso del cuerpo. Unos pájaros salieron volando, asustados, gritando, y Annie cerró la boca para que no le entrara agua en los pulmones. Se resistía, arañaba el fango con las manos mientras transcurrían esos vertiginosos segundos rojos, en que su vida se desvanecía lentamente en el agua centelleante.

Sejer miró fijamente el tramo de playa.

Transcurrió una eternidad. Annie había dejado de dar patadas y de moverse. El hombre se levantó, se volvió y miró hacia el sendero. Nadie los había visto. Annie flotaba boca abajo en el agua turbia. Tal vez le pareciera mal dejarla allí y la sacó. Los pensamientos se fueron desarrollando en su cerebro. La policía la encontraría, estudiarían el escenario, sacarían un montón de conclusiones. Una joven muerta en el bosque. Un violador, claro, que había ido demasiado lejos, de manera que la desnudó, pero con mucho cuidado; tuvo algún problema con los botones, la cremallera y el cinturón, y colocó la ropa ordenadamente junto a la muerta. No le gustó esa postura tan indecente en la que yacía, boca arriba con las piernas separadas, pero no habría podido sacarle los pantalones de otra manera. Así que la tumbó de lado, le dobló las piernas y le colocó los brazos. Porque esa imagen, la última, le perseguiría el resto de sus días, y si tenía que soportarla, tendría que ser lo más agradable posible.

¿Cómo se había atrevido a tomarse tanto tiempo?

Sejer se acercó hasta el mismo borde de la laguna, se quedó con las puntas de los zapatos a unos centímetros del agua y permaneció así un buen rato. La imagen de cómo la encontraron emergió ante su mirada interior. No tenía que ver con la maldad, más bien pensó en ello como un acto desesperado, desgarrador. Le llegó de repente la imagen de un pobre hombre enloquecido debatiéndose en una gran oscuridad. Tal vez allí dentro hacía frío y había poco aire, no paraba de darse cabezazos contra la pared, apenas podía respirar, y era incapaz de salir. Por fin atravesó la pared. La pared era Annie.

Sejer se volvió y regresó a paso lento. El coche, o tal vez la moto, del homicida estaba probablemente aparcada donde él había dejado su Peugeot. Luego el homicida abrió la puerta y descubrió la mochila. Vaciló un instante, pero la dejó donde estaba y se metió en el coche con esa carga tan poco discreta que llevaba en el techo. Enseguida pasó por delante de la casa de Raymond, y vio al idiota y a una niña con un cochecito de muñecas. Ellos también vieron el coche. Algunos niños recuerdan bien los detalles. Notó el primer pinchazo de miedo en el pecho. Siguió conduciendo, pasó por delante de tres granjas y llegó por fin a la carretera principal. Sejer lo perdió de vista.

Se metió en el coche y arrancó. Por el espejo retrovisor vio una nube de polvo tras el coche. La casa de Raymond estaba tranquila; parecía abandonada. Conejos blancos y marrones se movieron asustados de un lado a otro en sus jaulas cuando Sejer pasó con su coche. La furgoneta estaba aparcada delante de la casa. Un coche viejo, ¿con un cilindro estropeado tal vez? La tela metálica y el movimiento de los conejos le recordaron de repente su propia infancia, antes de mudarse de Dinamarca. Tenían gallinas enanas marrones en una jaula en un extremo de la huerta. Él recogía los huevos todas las mañanas, huevos minúsculos, extrañamente redondos, no más grandes que las canicas más grandes de todas, a las que llamaban «doces». A través del espejo le pareció ver que la cortina de una ventana se movía ligeramente. Era la ventana del dormitorio del padre de Raymond, pero no estaba seguro. Giró a la derecha y pasó por delante de la tienda de Horgen, donde había sido vista la moto. Ahora había allí un
blazer
azul y el esquimal amarillo anunciando helados, como una señal segura de primavera. Bajó la ventanilla y notó una suave brisa en la cara. El móvil podía haber sido sexual, aunque nada de lo hallado hasta ese momento delatara que así fuera, claro. Tal vez al asesino le habría bastado desnudarla, verla en el suelo, desnuda, indefensa y completamente inmóvil, mientras él se ayudaba a conseguir aquella satisfacción tan añorada pensando en lo que realmente podría haber hecho con ella si hubiera querido. Annie podría haber sufrido muchas vejaciones en la imaginación de su asesino. Claro, así podía haber sido. De nuevo Sejer se sintió mal ante todas aquellas posibilidades. Continuó lentamente por la carretera principal y se detuvo al llegar a la altura del camino de la iglesia y el cementerio. Dejó pasar a un tractor y enfiló el camino. Habían desaparecido ya las flores marchitas de la tumba de Annie, y la cruz de madera. En su lugar habían colocado una piedra, una piedra corriente de granito, redonda y lisa, como lavada y pulida por el mar. Tal vez procedía de esas playas en las que Annie solía hacer surfing en verano. Sejer leyó la inscripción: «Annie Sofie Holland. Dios tenga misericordia de ti».

Sejer reflexionó un instante, extrañado, intentando decidir si el texto le gustaba o no. Creía que no. Sonaba como si ella hubiera hecho algo malo, algo por lo que necesitaba el perdón. Al marcharse pasó ante la tumba de Eskil Johnas. Alguien, tal vez unos niños, habían dejado en ella un ramo de diente de león.

Kollberg necesitaba orinar. Sejer llevó al perro detrás del edificio, donde se alivió en unos matorrales, y volvieron a subir en el ascensor. Luego se metió en la cocina y abrió el congelador para ver lo que contenía: un paquete de salchichas duras como una piedra, una pizza congelada y un pequeño paquete de beicon. Lo apretó y sonrió porque le recordaba algo. Se hizo unos huevos, cuatro, fritos por ambos lados, con sal y pimienta, y una salchicha cortada en trozos para el perro. Kollberg se la tragó de un bocado y se instaló bajo la mesa. Sejer se comió los huevos y bebió leche con los pies debajo del cuerpo del perro. Todo en diez minutos. El periódico estaba abierto sobre la mesa. «El novio, en prisión preventiva.» Suspiró, se sentía mal. No sentía ninguna simpatía por la prensa y por cómo difundía las miserias de la vida. Finalmente recogió la mesa y encendió la cafetera. Tal vez Halvor hubiera matado a su padre con un rifle. Tal vez se hubiera puesto guantes, colocado el arma dentro del saco de dormir, en las manos de su padre, y disparado, luego habría barrido el suelo de delante de la puerta de la leñera y habría vuelto corriendo a la habitación, donde le esperaba su hermano, ese hermano que sentía una inquebrantable lealtad hacia él y que jamás le habría delatado si Halvor realmente hubiera estado ausente de la cama en el momento de oírse el disparo.

Se tomó el café en el cuarto de estar. Luego se daría una ducha y echaría un vistazo al catálogo de cuartos de baño que había encontrado en el buzón, y en el que había una oferta de unos azulejos blancos, sencillos, con delfines azules. Después de la ducha se tumbó en el sofá. Era un poco corto; tenía que poner los pies sobre el brazo, lo que resultaba bastante incómodo, pero al menos le impedía dormirse. No quería alterar el sueño de la noche, que ya de por sí le resultaba difícil de conciliar debido al eccema. Miró hacia la ventana y vio que esta necesitaba una limpieza. Como vivía en el piso trece, no veía nada por las ventanas excepto el cielo azul, que ya empezaba a adquirir la profundidad de la noche. De repente vio una mosca en el cristal, un moscardón negro y grande. También una especie de señal de primavera, pensó cuando vio a otro que se acercaba al primero zumbando. No tenía nada en contra de las moscas, pero no le gustaba la manera en la que entrelazaban las piernas. Lo veía como algo muy privado, algo parecido a rascarse la entrepierna en presencia de otras personas. Parecían estar buscando algo. Llegó otra más. Sejer las miró fijamente, y le invadió una sensación desagradable. Tres moscas a la vez en el cristal. Resultaba curioso que no se movieran y se alejaran volando. Llegaron cada vez más. Pronto el cristal estuvo lleno de grandes moscardones negros. Por fin despegaron y desaparecieron detrás del sillón debajo de la ventana. Eran ya tantos que podía oírse el zumbido. Se incorporó vacilante en el sofá con una sensación repugnante. Tenía que haber algo detrás del sillón, algo que les resultara apetecible. Por fin logró levantarse, atravesó la habitación y se acercó sigilosamente al sillón, se armó de valor, y lo empujó hacia un lado. Las moscas volaron en todas direcciones, formando una nube. El resto estaba en el suelo comiendo algo. Tocó ese algo con el pie y por fin las moscas desaparecieron. Era el resto de una manzana, podrido y blando.

Se incorporó lentamente en el sofá. Tenía la camisa empapada de sudor. Se frotó confuso los ojos y miró el cristal de la ventana. No había nada. Había soñado. Sentía la cabeza pesada y densa, y tenía rígidos la nuca y los pies de haber dormido en el sofá tan corto. Se levantó y no pudo resistir la tentación de mover el sillón y mirar detrás. Nada. Fue a la cocina, donde guardaba una botella de whisky y un paquete de tabaco de liar. Suspiró levemente, no del todo stisfecho consigo mismo, y se llevó todo al salón. Kollberg lo observaba expectante. Miró al perro y cambió de idea.

—Paseo —dijo en voz baja.

Tardaron exactamente una hora en ir desde la casa hasta la iglesia del centro y volver. Pensó en su madre, a quien tenía que haber visitado; había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Algún día, pensó con tristeza, su hija Ingrid miraría el calendario pensando lo mismo. Ya es hora de hacerle una visita, hace mucho que no voy. Sin alegría, solo como una especie de obligación. Al fin y al cabo, tal vez Skarre tenía razón, tal vez no tenía sentido hacerse tan viejo tan solo para crear molestias a los demás. Se sintió ligeramente abrumado por sus pensamientos y apresuró el paso. Kollberg saltaba a su lado. Tampoco podía renunciar uno a todo. Iba a cambiar el cuarto de baño. A Elise le habrían gustado esos azulejos, de eso estaba seguro. Si supiera que aún no lo había hecho… No quería ni pensarlo. Ocho años con imitación de mármol, era una vergüenza.

Por fin pudo tomarse su merecida copa de whisky, y era tan tarde que tal vez volvería a dormirse de todos modos. El timbre sonó en el momento en el que tapaba la botella. Skarre saludó, no tan tímidamente esta vez. Había ido andando, pero arrugó la nariz cuando Sejer le ofreció un whisky.

—¿No tendrás una cerveza?

—No, yo no, pero puedo preguntárselo a Kollberg. Suele tener un pequeño almacén en la parte de abajo de la nevera —dijo muy serio. Desapareció de la habitación y volvió con una cerveza.

—¿Estás pensando en poner azulejos?

—Ya lo creo. Hice un cursillo una vez. Lo importante es prepararlo todo muy bien.

—¿Necesitas ayuda?

Sejer asintió con la cabeza.

—¿Qué te parecen estos? —dijo señalando en el folleto los de los delfines azules.

—Muy bonitos. ¿Qué tienes ahora?

—Imitación de mármol.

Skarre hizo un gesto de comprensión y bebió un sorbo de cerveza.

—Las huellas de Halvor no coinciden con las de la hebilla del cinturón de Annie —indicó de repente—. Holthemann ha accedido a soltarle hasta nuevo aviso.

Sejer no contestó. Sintió una especie de alivio, mezclado con irritación. Contento de saber que no era Halvor, frustrado porque no tenía a nadie más.

—He soñado algo muy asqueroso —dijo de repente, un poco sorprendido por su sinceridad—. Soñé que había una manzana podrida detrás de ese sillón, y que el salón estaba invadido por moscas grandes y negras.

—¿Lo has comprobado? —preguntó Skarre sonriendo.

Sejer bebió un trago de whisky y movió afirmativamente la cabeza.

—No hay más que unas pelusas. ¿Crees que ese sueño tiene algún significado?

—Habrá algún mueble que nos hemos olvidado de mover, algo que habrá estado ahí todo el tiempo, algo en lo que no se nos ha ocurrido pensar. Ese sueño es una advertencia, no cabe duda. Ahora se trata de encontrar el sillón.

—¿De manera que nos vamos a meter en el sector mobiliario?

Sejer se rió de su propio chiste, algo poco corriente en él.

—Tenía la esperanza de que guardaras algunas cartas en la manga —confesó Skarre—. No puedo aceptar que no avancemos nada. Las semanas pasan. La carpeta de Annie es cada vez más abultada. Y tú eres el que aporta los consejos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tu nombre —señaló Skarre sonriendo—. Konrad significa el que aporta consejos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sejer levantando una ceja.

—Tengo un libro en casa. Suelo consultarlo cuando alguien nuevo aparece en mi camino. Es muy entretenido.

—¿Qué significa Annie? —preguntó Sejer.

—Bonita.

—Vaya. Bueno, en este momento no hago mucho honor a mi nombre. De todas formas no pierdas la esperanza, Jacob. Por cierto, ¿qué significa Halvor? —preguntó con curiosidad.

—Halvor significa el Vigilante.

Ha dicho Jacob, pensó Skarre extrañado. Es la primera vez que me llama Jacob.

Los rayos del sol, que ya estaba bajo, se introdujeron en la terraza, formando un abrigado rincón en el que pudieron quitarse las chaquetas. Estaban esperando a que se calentara la barbacoa. Olía a carbón, a alcohol de quemar, y a hierbas que crecían en la macetas de la terraza de Ingrid, porque acababa de regarlas.

Sejer tenía a su nieto sobre las rodillas y lo columpió hasta que le dolieron los músculos de los muslos. Sin ese niño, algo desaparecería en su interior. Dentro de unos años le superaría en altura y su voz se volvería grave. Por eso sentía siempre una especie de nostalgia cuando tenía a Matteus sobre las rodillas, a la vez que sentía cosquillas en la espalda como una sensación de gran bienestar.

Ingrid se levantó, cogió los zuecos del suelo de la terraza y los sacudió. Luego metió los pies en ellos.

—¿Por qué haces eso? —preguntó su padre.

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