Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Y bien?
—Yagyū Munenori, señor de Tajima.
El guardián le miró boquiabierto.
Divertido por la reacción del hombre, Musashi se felicitó. El riesgo de que le sorprendieran mintiendo no le preocupaba gran cosa. Tenía la impresión de que Takuan habría hablado de él a los Yagyū, y le parecía improbable que negaran categóricamente conocerle si les preguntaban. Incluso existía la posibilidad de que Takuan se encontrase ahora en Edo. Si tal fuese el caso, Musashi tendría su medio de presentación. Era demasiado tarde para realizar un encuentro de esgrima con Sekishūsai, pero anhelaba tenerlo con Munenori, el sucesor de su padre en el estilo Yagyū y uno de los tutores personales del shōgun.
La mención de ese nombre pareció surtir un efecto mágico.
—Bien, bien —dijo el guardián amigablemente—. Si estás relacionado con la casa de Yagyū, siento haberte molestado. Como puedes ver, hay toda clase de samurais en los caminos, y tenemos que ser especialmente cuidadosos con cualquiera que parezca ser un rōnin. Son órdenes, ¿sabes? —Tras hacerle algunas preguntas más, para guardar las formas o salvar las apariencias, le dijo—: Ya puedes irte.
Escoltó personalmente a Musashi hasta el portal.
—Señor —le dijo Iori cuando hubieron entrado en la ciudad—. ¿Por qué son tan cuidadosos sólo con respecto a los rōnin y nadie más?
—Están buscando espías enemigos.
—¿Qué espía sería tan imbécil para presentarse aquí con el aspecto de un rōnin? Los guardianes son bastante tontos... ¡Ellos y sus estúpidas preguntas! ¡Nos han hecho perder el transbordador!
—Chitón, Iori, calla, que van a oírte. No te preocupes por el transbordador. Puedes contemplar el monte Fuji mientras esperamos el barco siguiente. ¿Sabías que puede verse desde aquí?
—¿Y qué? También podíamos verlo desde Hōtengahara.
—Sí, pero aquí es diferente.
—¿En qué se diferencia?
—El Fuji nunca es igual. Varía de un día a otro, de hora en hora.
—Pues a mí me parece siempre igual.
—No te quepa duda de que no lo es. Cambia... con la hora, el tiempo atmosférico, la estación, el lugar desde donde lo mires. También difiere según la persona que lo contemple, según su corazón.
Iori, en absoluto impresionado por estas palabras, cogió una piedra y la lanzó rozando la superficie del agua. Tras distraerse de esta guisa durante unos minutos, regresó al lado de Musashi y le preguntó:
—¿De veras vas a ir a la casa del señor Yagyū?
—Tendré que pensar en ello.
—¿No es eso lo que le has dicho al guardián?
—Sí. Tengo intención de ir, pero no es tan sencillo. Es un daimyō, ¿sabes?
—Debe de ser muy importante. Eso es lo que yo quiero ser de mayor.
—¿Importante?
—Humm.
—No deberías apuntar tan bajo.
—¿Qué quieres decir?
—Mira el monte Fuji.
—Nunca seré como el monte Fuji.
—En vez de querer ser esto o aquello, conviértete en un gigante silencioso e inamovible. Así es la montaña. No pierdas el tiempo tratando de impresionar a la gente. Si te conviertes en la clase de hombre a quien la gente puede respetar, te respetarán sin que hagas nada.
No hubo tiempo para que las palabras de Musashi surtieran efecto, pues en aquel momento Iori gritó:
—Mira, ya llega el transbordador.
Echó a correr para ser el primero en subir a bordo.
El río Sumida presentaba numerosos contrastes, ancho en algunos lugares, estrecho en otros, somero aquí y profundo allá. Con la marea alta, las olas que lamían la orilla tenían una coloración turbia. A veces el estuario crecía hasta tener el doble de su anchura normal. En el punto donde cruzaba el transbordador, era prácticamente un entrante de la bahía.
El cielo estaba claro, el agua transparente. Iori miró por la borda y vio bancos de innumerables pececillos que nadaban de un lado a otro. Entre las rocas atisbó también los restos oxidados de un viejo casco de guerrero. No hacía ningún caso de la conversación que se desarrollaba a su alrededor.
—¿Qué te parece? ¿Se va a mantener la paz como hasta ahora?
—Lo dudo.
—Probablemente tengas razón. Más tarde o más temprano, habrá lucha. Ojalá no fuera así, pero ¿qué otra cosa podemos esperar?
Otros pasajeros se reservaban sus pensamientos y contemplaban el agua con semblante malhumorado, temerosos de que algún oficial, tal vez disfrazado, pudiera oír la conversación y relacionarles a ellos con quienes la sostenían. Los que corrían el riesgo parecían gozar de su coqueteo con los omnipresentes ojos y oídos de la ley.
—A juzgar por la manera en que examinan a todo el mundo, se están preparando para la guerra. Sólo recientemente han apretado las tuercas de esa manera. Y corren muchos rumores de que hay por ahí espías de Osaka.
—También se habla de ladrones que allanan las casas de los daimyō, aunque tratan de silenciarlo. Debe de ser embarazoso que te roben cuando eres tú quien debe mantener la ley y el orden.
—Hay que ir en busca de algo más que dinero para correr esa clase de riesgo. Han de ser espías. Ningún delincuente ordinario tendría semejante valor.
Mientras miraba a su alrededor, Musashi pensó que el barco transportaba a una amplia representación de la sociedad de Edo. Un maderero con serrín adherido a sus ropas de faena, un par de geishas de baja calidad que podrían proceder de Kyoto, uno o dos matones de anchos hombros, un grupo de cavadores de pozos, dos prostitutas que no se abstenían de coquetear, un sacerdote, un monje mendicante, otro rōnin como él mismo.
Cuando el barco llegó a la ribera de Edo y los pasajeros desembarcaron, un hombre bajo y fornido llamó a Musashi.
—Eh, tú, el rōnin. Te has olvidado de algo. —Tendía una bolsa de brocado rojizo, tan vieja que su suciedad parecía relucir más que las pocas hebras de oro que quedaban en ella.
Musashi sacudió la cabeza.
—No es mía —dijo—. Debe pertenecer a otro pasajero.
—Es mía —terció Iori. Arrebató la bolsa de la mano que la sostenía y se la guardó bajo el kimono.
El hombre se mostró indignado.
—¿Qué estás haciendo? ¡Cogerla de esa manera! ¡Dámela! Luego vas a tener que hacerme tres reverencias antes de que te la devuelva. ¡Si no lo haces voy a echarte al río!
Musashi intervino y pidió al hombre que perdonase la rudeza de Iori, debida a su corta edad.
—¿Quién eres tú? —le preguntó ásperamente el otro—. ¿Su hermano? ¿Su maestro? ¡Dime tu nombre!
—Miyamoto Musashi.
—¡Cómo! —exclamó el rufián, mirando con fijeza el rostro de Musashi. Al cabo de un momento le dijo a Iori—: Será mejor que en adelante tengas más cuidado.
Entonces le entregó la bolsa y dio media vuelta, como si estuviera ansioso por alejarse de allí.
—Espera un momento —le dijo Musashi. La suavidad de su tono cogió al hombre por sorpresa.
Giró en redondo, llevándose la mano a la empuñadura de la espada.
—¿Qué quieres?
—¿Cómo te llamas?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Me has preguntado mi nombre. Por mera cortesía, deberías decirme el tuyo.
—Soy uno de los hombres de Hangawara. Me llamo Jūrō.
—Muy bien, puedes marcharte —le dijo Musashi, dándole un empujón.
—¡No olvidaré esto! —Jūrō dio unos pasos tambaleantes y, cuando recobró el equilibrio, echó a correr.
—Se lo merecía, el muy cobarde —dijo Iori. Satisfecho por la defensa de Musashi, le miró reverentemente y se acercó más a él.
Mientras se internaban en la ciudad, Musashi le dijo:
—Mira, Iori, debes comprender que vivir aquí no es como estar en el campo. Allí sólo teníamos por vecinos a los zorros y las ardillas. Aquí hay mucha gente. Deberás ser más cuidadoso con tus modales.
—Sí, señor.
—Cuando la gente vive junta en armonía, la tierra es un paraíso —siguió diciendo Musashi muy seriamente—. Pero todo hombre tiene un lado malo así como un lado bueno. Hay ocasiones en que sólo aflora el malo. Entonces el mundo no es un paraíso, sino un infierno. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
—Sí, creo que sí —dijo Iori, ahora más sumiso.
—Existe una razón por la que tenemos modales y etiqueta, y es la de que nos permiten impedir que el lado malo se imponga. Esto promueve el orden social, que es el objetivo de las leyes del gobierno. —Hizo una pausa—. Tu manera de actuar... Era un asunto trivial, pero tu actitud ha hecho que ese hombre se enfadara. No estoy nada contento por ello.
—Sí, señor.
—No sé adonde iremos desde aquí. Pero dondequiera que sea, será mejor que sigas las reglas y actúes cortésmente.
El muchacho inclinó la cabeza un par de veces e hizo una pequeña y rígida reverencia. Siguieron caminando en silencio durante un rato.
—Señor, ¿podrías llevarme la bolsa? No quiero perderla otra vez.
Musashi aceptó la pequeña bolsa de brocado y la inspeccionó minuciosamente antes de guardársela en el interior del kimono.
—¿Es ésta la bolsa que te dejó tu padre?
—Sí, señor. La recuperé en el Tokuganji a principios de año. El sacerdote no me cogió ni una pizca de dinero. Puedes usar un poco si es necesario.
—Gracias —dijo Musashi jovialmente—. Lo cuidaré bien.
«Él tiene un talento que a mí me falta», se dijo Musashi, pensando tristemente en su propia indiferencia a las finanzas personales. La prudencia innata del muchacho había enseñado a Musashi el significado de la economía. Apreciaba la confianza de Iori, del que se sentía más encariñado cada día. Esperaba con entusiasmo la tarea de ayudarle a desarrollar su inteligencia natural.
—¿Dónde te gustaría pasar esta noche? —le preguntó.
Iori, que había estado examinando su nuevo entorno con gran curiosidad, observó:
—Allí hay muchos caballos. Parece un mercado, y aquí mismo, en medio de la ciudad.
Habló como si hubiera tropezado con un amigo perdido mucho tiempo atrás en un país desconocido.
Habían llegado a Bakurōchō, donde existía una grande y variada selección de casas de té y hostelerías que atendían a los profesionales del ramo equino: vendedores, compradores, carreteros, mozos de caballos y un surtido de pequeños factótums. Los hombres, reunidos en grupitos, discutían y charlaban en una multitud de dialectos, el más destacado de los cuales era el penetrante dialecto de Edo, cuyos hablantes siempre parecían encolerizados.
Entre la gente había un samurai bien vestido en busca de buenos caballos. Poniendo mala cara, dijo:
—Vámonos a casa. Aquí no hay más que pencos, nada que merezca la pena recomendar a su señoría.
Caminando a paso vivo entre los animales, se encontró de cara con Musashi. Al reconocerle, parpadeó y retrocedió, sorprendido.
—Eres Miyamoto Musashi, ¿no es cierto?
Musashi miró al hombre un instante y sonrió. Era Kimura Sukekurō. Aunque los dos hombres habían estado a punto de batirse en el castillo de Koyagyū, la actitud de Sukekurō era cordial y no parecía guardarle rencor por aquel encuentro.
—Desde luego no esperaba verte aquí —le dijo—. ¿Hace mucho que estás en Edo?
—Acabo de llegar de Shimōsa —replicó Musashi—. ¿Cómo está tu señor? ¿Aún goza de buena salud?
—Sí, gracias, claro que a la edad de Sekishūsai... Me alojo en casa del señor Munenori. Debes ir a visitarle; con mucho gusto te presentaré a él. Ah, también hay otra cosa. —Le miró sonriente, con una expresión significativa—. Tenemos un bello tesoro que te pertenece. Debes ir lo antes posible.
Antes de que Musashi pudiera preguntarle qué era el «bello tesoro», Sukekurō hizo una leve reverencia y se alejó rápidamente, seguido por su ayudante.
Los huéspedes que se alojaban en las posadas baratas de Bakurōchō eran en su mayoría tratantes de caballos que venían de las provincias. Musashi prefirió alquilar una habitación allí que en otra zona de la ciudad, donde sin duda los precios serían más altos. Como las demás posadas, la que eligió tenía un gran establo, tan grande que las mismas habitaciones parecían más bien un anexo. Pero después de las estrecheces de Hōtengahara, incluso aquella hostelería de tercera clase parecía lujosa.
A pesar de su sensación de bienestar, a Musashi le irritaron los tábanos, y empezó a rezongar.
La propietaria le oyó.
—Te cambiaré de habitación —le ofreció, solícita—. Las moscas no abundan tanto en el primer piso.
Una vez instalado en la nueva habitación, Musashi se encontró expuesto a la plena intensidad del sol del oeste, y volvió a rezongar. Sólo unos días atrás, el sol de la tarde le habría alegrado, pues sus rayos de esperanza extenderían un calor nutritivo por los arrozales y anunciarían buen tiempo para el día de mañana. En cuanto a las moscas, cuando su sudor las atraía mientras trabajaba en los campos, se decía que simplemente cumplían con su tarea, lo mismo que él con la suya. Incluso las había considerado como compañeras. Ahora, tras haber cruzado un ancho río y entrado en el laberinto de la ciudad, el calor del sol le parecía cualquier cosa menos cómodo, y las moscas sólo una molestia.
El apetito que tenía le hizo dejar de lado los inconvenientes. Miró a Iori y también vio en su rostro signos de lasitud y glotonería. No era de extrañar, pues un grupo que ocupaba la habitación contigua había pedido una gran cazuela de comida humeante que ahora atacaban vorazmente, entre mucha charla, risas y bebida.
Lo que él deseaba era soba, una clase de fideos de alforfón. En el campo, si uno deseaba soba, plantaba alforfón a principios de la primavera, lo veía florecer en verano, secaba el grano en otoño y molía la harina en invierno. Entonces podía confeccionar los fideos de soba. Ahora, en el lugar donde se encontraba, para comerlos no se requería más esfuerzo que llamar al servicio batiendo las palmas.
—¿Pedimos soba, Iori?
—Sí —respondió ansioso el muchacho.
Llegó la propietaria y tomó su pedido. Mientras esperaban, Musashi apoyó los codos en el alféizar de la ventana y se puso la mano extendida por encima de los ojos. Al otro lado de la calle, en diagonal, había un letrero: «Aquí se pulen almas. Zushino Kōsuke. Maestro del estilo Hon'ami».
Iori también lo había notado. Tras contemplarlo un momento, perplejo, preguntó:
—Ese letrero dice «se pulen almas». ¿Qué clase de negocio es ése?
—Bueno, también dice que el hombre trabaja con el estilo Hon'ami, por lo que supongo que es un pulidor de espadas. Ahora que lo pienso, debería llevar mi espada a pulir.