Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Esperad!
Era Kizaemon, el cual, junto con Debuchi y Murata, trataba de mantener a la multitud a raya.
—Este hombre parece haber planeado todo esto —dijo Kizaemon—. Si os dejáis tentar por él y os mata o hiere, tendremos que dar cuenta de ello a su señoría. El perro era importante, pero no tanto como la vida humana. Nosotros cuatro asumiremos toda la responsabilidad. Podéis tener la seguridad de que no sufriréis perjuicio alguno por nada de lo que hagamos. Ahora sosegaos y volved a casa.
Con cierta renuencia, la multitud se dispersó, dejando a los cuatro hombres que habían agasajado a Musashi en el Shin'indō. Ya no eran un huésped y sus anfitriones, sino un forajido enfrentado a sus jueces.
—Lamento informarte que tu plan ha fracasado, Musashi —dijo Kizaemon—. Supongo que alguien te envió para que espiaras el castillo de Koyagyū o causaras disturbios, pero me temo que no os ha salido bien.
A medida que avanzaban hacia él, Musashi era plenamente consciente de que no había uno solo de ellos que no fuese experto en el manejo de la espada. Permaneció inmóvil, la mano sobre el hombre de Jōtarō. Estaba rodeado y no podría escapar aunque tuviera alas.
—¡Musashi! —gritó Debuchi, sacando un poco la espada de su vaina—. Has fracasado. Lo apropiado en este caso es que te suicides. Puede que seas un canalla, pero has mostrado una gran valentía al venir a este castillo con sólo este chico por compañía. Hemos pasado una agradable velada. Ahora esperaremos a que estés preparado para hacerte el harakiri. ¡Cuando estés listo, podrás demostrar que eres un verdadero samurai!
Ésa sería la solución ideal, pues no habían consultado con Sekishūsai, y si Musashi moría ahora el asunto podría ser enterrado junto con su cuerpo.
Musashi tenía otras ideas.
—¿Creéis que he de matarme? ¡Eso es absurdo! No tengo ninguna intención de morir en mucho tiempo. —Soltó una risotada que le sacudió los hombros.
—Muy bien —dijo Debuchi. Su tono era sereno, pero el significado de sus palabras claro como el cristal—. Hemos procurado tratarte decentemente, pero no has hecho más que aprovecharte de nosotros...
—¡No es necesario seguir hablando! —le interrumpió Kimura, el cual se colocó detrás de Musashi y le empujó—. ¡Camina! —le ordenó.
—¿Caminar? ¿Adonde?
—A las celdas.
Musashi asintió y echó a andar, pero en la dirección elegida por él, hacia el torreón del castillo.
—¿Adonde crees que vas? —gritó Kimura, saltando delante de Musashi y extendiendo los brazos para impedirle el paso—. Por aquí no se va a las celdas. ¡Están detrás de ti, así que date la vuelta y sigue andando!
—¡No! —gritó Musashi.
Miró a Jōtarō, que continuaba a su lado, y le dijo que se sentara debajo de un pino del jardín, delante del torreón. El terreno alrededor del pino estaba cubierto de arena cuidadosamente rastrillada.
Jōtarō salió corriendo de debajo de la manga de Musashi y se escondió detrás del árbol, intrigado por lo que haría su maestro a continuación. Volvió a su mente el recuerdo de la valentía de Musashi en la planicie de Hannya, y se sintió henchido de orgullo.
Kizaemon y Debuchi tomaron posiciones a cada lado de Musashi e intentaron hacerle retroceder tirándole de los brazos. Musashi no se movió de donde estaba.
—¡Vamos!
—No voy.
—¿Pretendes oponer resistencia?
—¡Así es!
Kimura perdió la paciencia y empezó a desenvainar la espada, pero Kizaemon y Debuchi, mucho más veteranos que él, le ordenaron que se mantuviera a distancia.
—¿Qué te ocurre? ¿Adonde crees que vas?
—Me propongo ver a Yagyū Sekishūsai.
—¿Cómo dices?
No les había pasado por la mente la posibilidad de que aquel joven loco hubiera pensado en algo tan ridículo.
—¿Y qué harías si le vieras? —le preguntó Kizaemon.
—Soy joven, estoy estudiando las artes marciales y uno de los objetivos de mi vida es recibir una lección del maestro del estilo Yagyū.
—Si es eso lo que querías, ¿por qué no lo solicitaste?
—¿No es cierto que Sekishūsai nunca recibe a nadie y jamás da lecciones a los estudiantes de guerrero?
—En efecto.
—En ese caso, ¿qué otra cosa puedo hacer si no es desafiarle? Por supuesto, comprendo que, aun cuando lo haga, probablemente él se negará a abandonar su retiro, y por eso desafío en combate a todo este castillo.
—¿Un combate? —corearon los cuatro.
Con los brazos todavía sujetos por Kizaemon y Debuchi, Musashi alzó la vista al cielo. Se oyó un sonido aleteante, el de un águila que volaba hacia ellos desde la negrura que envolvía al monte Kasagi. Como un sudario gigantesco, la silueta del ave ocultó las estrellas antes de deslizarse ruidosamente y posarse en el tejado del almacén de arroz.
La palabra «combate» les pareció tan melodramática a los cuatro samurais que les hizo reír, mas para Musashi apenas expresaba su concepto de lo que estaba por venir. No se refería a un encuentro de esgrima cuyo resultado dependería tan sólo de la habilidad técnica. Quería una guerra total, en la que los combatientes concentraran todo su espíritu y su capacidad, y en la que se decidirían sus destinos. Una batalla entre dos ejércitos podría ser diferente en la forma, pero en esencia era lo mismo. Se trataba de algo sencillo: una batalla entre un hombre y un castillo. La fuerza de voluntad de Musashi se manifestaba en la firmeza con que hincaba ahora los talones en el suelo. Esa férrea determinación fue lo que hizo que la palabra «combate» aflorase con naturalidad a sus labios.
Los cuatro hombres le escrutaron el rostro, preguntándose de nuevo si le quedaba un ápice de cordura.
Kimura aceptó el desafío. Lanzó al aire sus sandalias de paja, se arremangó el hakama y dijo:
—¡Muy bien! ¡Nada mejor que un combate! No puedo ofrecerte tambores de ondulante sonido ni gongs estruendosos, pero sí una pelea. Shōda, Debuchi, traedle aquí. —Kimura había sido el primero en sugerir que debían castigar a Musashi, pero se había contenido, procurando ser paciente. Ahora estaba harto—. ¡Adelante! —instó a sus compañeros—. ¡Dejádmelo a mí!
Kizaemon y Debuchi empujaron a Musashi hacia adelante exactamente al mismo tiempo. Avanzó a trompicones cuatro o cinco pasos, en dirección a Kimura. Éste retrocedió un paso, alzó el codo por encima de su cara y, aspirando hondo, descargó rápidamente su espada hacia la forma tambaleante de Musashi. Se oyó un curioso ruido crujiente cuando la espada cortó el aire.
Al mismo tiempo se oyó un grito... No era Musashi sino Jōtarō, que había abandonado su posición detrás del pino. El puñado de tierra que había arrojado era el motivo del extraño ruido.
Musashi había comprendido que Kimura estaría juzgando la distancia a fin de golpear con eficacia, y por ello había aumentado a propósito de velocidad de sus pasos tambaleantes. Por eso cuando Kimura golpeó, Musashi se encontraba mucho más cerca de su contrario de lo que éste había previsto, y la espada no tocó más que aire y arena.
Ambos hombres saltaron atrás rápidamente, separándose tres o cuatro pasos, y permanecieron allí, mirándose amenazantes en la quietud llena de tensión.
—Esto va a ser algo digno de verse —dijo Kizaemon en voz baja.
Aunque Debuchi y Murata estaban al margen del combate, tomaron nuevas posiciones y adoptaron posturas defensivas. Por lo que habían visto hasta entonces, no se hacían ilusiones con respecto a la competencia de Musashi como luchador. Su evasión y recuperación ya les había convencido de que era un contrincante apropiado para Kimura.
Kimura tenía colocada la espada algo más abajo del pecho, y permanecía inmóvil. Musashi, también inmóvil, tenía una mano en la empuñadura de su espada, el hombro derecho adelantado y el codo alto. Sus ojos eran dos piedras blancas y pulidas en su rostro ensombrecido.
Durante un rato el combate fue sólo de nervios, pero antes de que cualquiera de los hombres se moviese, la oscuridad que rodeaba a Kimura pareció oscilar, cambiar de una manera indefinible. Pronto resultó evidente que respiraba con más rapidez y agitación que Musashi.
Debuchi emitió un leve gruñido, apenas audible. Ahora sabía que lo que se había iniciado como un asunto relativamente trivial iba a terminar en una catástrofe. Estaba seguro de que Kizaemon y Murata lo entendían tan bien como él. No iba a ser fácil poner fin a aquello.
El resultado de la lucha entre Musashi y Kimura estaba decidido, a menos que se tomaran medidas extraordinarias. Como los tres eran reacios a hacer nada que pudiera interpretarse como cobardía, se vieron obligados a actuar para evitar el desastre. La mejor solución sería librarse de aquel intruso desconocido y desequilibrado de la manera más expeditiva que fuese posible, sin que ellos mismos sufrieran innecesarias heridas. No fue preciso ningún intercambio de palabras. Se comunicaron a la perfección con los ojos.
Actuando al unísono, los tres se aproximaron a Musashi. Al mismo tiempo, la espada de éste cortó el aire con la vibración de una cuerda de arco, y un grito atronador llenó el espacio vacío. El grito de batalla no procedía solamente de su boca, sino de todo su cuerpo, el súbito sonido de una campana de templo que resonaba en todas direcciones. Sus contrarios, colocados a cada lado de él, emitieron un gorgoteo siseante.
Musashi se sentía vibrantemente vivo. Su sangre parecía a punto de brotar por cada poro, pero su cabeza se mantenía fría como el hielo. ¿Era aquél el loto llameante del que hablaban los budistas? ¿El calor extremo se equipara al frío extremo, era la síntesis de la llama y el agua?
No hubo más arena lanzada a través del aire. Jōtarō había desaparecido. Desde la cumbre del monte Kasagi llegaban ráfagas de viento. Las espadas blandidas con fuerza tenían una luminiscencia amenazante.
Aunque eran uno contra cuatro, Musashi no se sentía en gran desventaja. Era consciente del abultamiento de sus venas.
En esas ocasiones se dice que arraiga en la mente la idea de morir, pero por la mente de Musashi no pasaba el pensamiento de la muerte, aunque no estuviera seguro de que sería capaz de ganar.
El viento parecía soplar a través de su cabeza, enfriándole el cerebro y aclarando su visión, aunque su cuerpo estaba cada vez más húmedo y las gotas de aceitoso sudor brillaban en su frente.
Oyó un leve crujido. Como las antenas de un escarabajo, la espada de Musashi le dijo que el hombre situado a su izquierda había movido el pie una o dos pulgadas. Efectuó la corrección necesaria en la posición de su arma, y el enemigo, también perceptivo, no hizo ningún movimiento más de ataque. Los cinco formaban un cuadro vivo aparentemente estático.
Musashi era consciente de que cuanto más se prolongara aquella situación, menos ventajosa sería para él. Le habría gustado tener a sus contrarios no a su alrededor sino extendidos en línea recta, para atacarlos uno tras otro, pero no se estaba enfrentando a unos aficionados. Lo cierto era que hasta que uno de ellos no se hubiera movido espontáneamente, Musashi no podría efectuar ningún movimiento. Lo único que podía hacer era esperar y confiar en que finalmente uno de ellos diera un momentáneo paso en falso, brindándole una oportunidad.
Poco tranquilizaba a sus adversarios su superioridad numérica, pues sabían que a la más ligera señal de una actitud relajada por parte de cualquiera de ellos, Musashi atacaría. Comprendían que aquél era un hombre de una clase con la que no se encontraban ordinariamente en este mundo.
Ni siquiera Kizaemon podía hacer movimiento alguno. «¡Qué hombre tan extraño!», se decía para sus adentros.
Espadas, hombres, tierra, cielo..., todo parecía haberse paralizado. Pero entonces se oyó en aquella inmovilidad un sonido del todo inesperado, el sonido de una flauta acarreado por el viento.
Cuando la melodía llegó a oídos de Musashi, éste se olvidó de sí mismo, se olvidó del enemigo, se olvidó de la vida y la muerte. En lo más profundo de su mente conocía aquel sonido, pues era el que le había atraído y hecho salir de su escondrijo en el monte Takateru..., el sonido que le había puesto en manos de Takuan. Aquélla era la flauta de Otsū, y quien la tocaba no era otra que ella.
Se sintió desfallecer internamente. En el exterior el cambio fue apenas perceptible, pero suficiente. Lanzando un grito de batalla que le salió de las entrañas, Kimura se abalanzó y el brazo que sostenía la espada pareció alargarse seis o siete pies.
Los músculos de Musashi se tensaron, y la sangre pareció correr turbulenta por sus venas, precipitándose hacia la hemorragia. Estaba seguro de que la espada de su contrario le había alcanzado. La manga izquierda estaba desgarrada desde el hombro a la muñeca, y la súbita aparición del brazo desnudo le hizo creer que su carne había sido abierta.
Por una vez le abandonó el dominio de sí mismo y gritó el nombre del dios de la guerra. Dio un salto, se volvió de súbito y vio que Kimura se tambaleaba hacia el lugar donde él mismo había estado.
—¡Musashi! —gritó Debuchi Magobei.
—¡Hablas mejor que luchas! —le provocó Murata, al tiempo que, con Kizaemon, se disponía a interceptar a Musashi.
Pero Musashi dio una tremenda patada en el suelo y saltó lo bastante alto para rozar las ramas inferiores de los pinos. Entonces saltó una y otra vez y se alejó raudamente en la oscuridad, sin mirar una sola vez atrás.
—¡Cobarde!
—¡Musashi!
—¡Lucha como un hombre!
Cuando Musashi llegó al borde del foso interior del castillo, se oyó un crujido de ramas y luego el silencio. El único sonido era la dulce melodía de la flauta a lo lejos.
Era imposible saber cuánta agua de lluvia estancada podría haber en el fondo del foso de treinta pies de profundidad. Tras lanzarse al seto cerca de la parte superior y deslizarse rápidamente hasta la mitad, Musashi se detuvo y arrojó una piedra. Al no oír ningún chapoteo, saltó al fondo, donde se tendió boca arriba sobre la hierba sin hacer el menor ruido.
Al cabo de un tiempo sus costillas dejaron de subir y bajar y su pulso volvió a la normalidad. Mientras el sudor se enfriaba, empezó a respirar de nuevo de una manera regular.
«¡No es posible que Otsū esté aquí, en el Koyagyū! —se dijo—. Mis oídos deben de engañarme... Pero, bien mirado, no es tan imposible. Podría haber sido ella.»
Mientras se debatía consigo mismo, imaginó los ojos de Otsū entre las estrellas que brillaban en el cielo, y pronto se entregó a los recuerdos. La vio en el puerto de montaña donde estaba la frontera entre Mimasaka y Harima, en el lugar donde le dijo que no podría vivir sin él, que no habría ningún otro hombre en el mundo para ella. Luego la vio en el puente Hanada de Himeji, cuando ella le dijo cómo le había esperado durante casi mil días y habría esperado diez o veinte años, hasta que fuese una anciana de cabello gris, y le rogó que la llevara con él, afirmando que podría soportar cualquier penalidad.