Musashi (42 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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«Qué cosa tan extraña ha escrito», se dijo Kizaemon. Miró de nuevo el tallo de peonía y volvió a examinar atentamente los dos extremos, pero sin poder discernir si uno de ellos difería del otro.

—¡Murata! —llamó—. Ven a ver esto. ¿Ves alguna diferencia entre los cortes en los extremos de este tallo? ¿Tal vez uno de los cortes parece más afilado?

Murata Yozō examinó el tallo por uno y otro lado, pero tuvo que confesar que no veía diferencia alguna entre ambos cortes.

—Enseñémoslo a Kimura.

Se dirigieron a la dependencia que estaba al fondo del edificio y plantearon el problema a su colega, el cual se mostró tan desconcertado como ellos. Debuchi, que también se encontraba en la dependencia, dijo:

—Ésta es una de las flores que el anciano señor en persona cortó anteayer. ¿No estabas con él en esa ocasión, Shōda?

—No. Le vi arreglar una flor, pero no cortarla.

—Pues bien, ésta es una de las que cortó. Puso una en el florero de su habitación y pidió a Otsū que llevara la otra a Yoshioka Denshichirō junto con una carta.

—Sí, lo recuerdo —dijo Kizaemon, mientras leía de nuevo la carta de Musashi. De repente, alzó los ojos con una expresión de sorpresa—. El firmante de esta carta es «Shimmen Musashi». ¿Creéis que este Musashi es el mismo Miyamoto Musashi que ayudó a los sacerdotes del Hōzōin a matar a toda aquella chusma en la planicie de Hannya? ¡Debe de ser él!

Debuchi y Murata se pasaron la carta una y otra vez, releyéndola.

—La caligrafía tiene carácter —comentó Debuchi.

—Sí —musitó Murata—. Parece tratarse de una persona fuera de lo corriente.

—Si lo que dice la carta es cierto —dijo Kizaemon— y realmente ha podido distinguir que este tallo ha sido cortado por un experto, entonces debe de saber algo que nosotros ignoramos. La cortó el anciano maestro en persona, y parece ser que eso está claro para alguien cuyos ojos saben ver a fondo.

—Humm, me gustaría conocerle —dijo Debuchi—. Podríamos comprobar esto y, de paso, pedirle que nos cuente lo que ocurrió en la planicie de Hannya.

Pero antes de comprometerse por sí mismo, pidió a Kimura su opinión. Kimura observó que, puesto que no recibían a ningún shugyōsha, no podían tenerle como huésped en el salón de prácticas, pero no había ningún motivo por el que no pudieran invitarle a una comida y sake en el Shin'indō. Allí los lirios ya habían florecido y las azaleas silvestres estaban a punto de hacerlo. Podrían celebrar una pequeña fiesta y hablar de esgrima y cosas por el estilo. Con toda probabilidad, a Musashi le satisfaría asistir, y con toda certeza el anciano señor no pondría objeciones si se enteraba.

Kizaemon se dio una palmada en la rodilla y dijo:

—Ésa es una sugerencia espléndida.

—También será una fiesta para nosotros —añadió Murata—. Enviémosle la respuesta ahora mismo.

Kizaemon tomó asiento para escribir la respuesta, pero antes dijo:

—El chico está afuera. Hacedle pasar.

Unos minutos antes, Jōtarō había estado bostezando y gruñendo, preguntándose cómo podían ser tan lentos, cuando un gran perro negro percibió su presencia y se acercó para husmearle. Creyendo que había encontrado un nuevo amigo, Jōtarō habló al perro y, cogiéndole por las orejas, tiró de él hacia adelante.

—Luchemos —sugirió, y acto seguido abrazó al perro y lo tumbó en el suelo. El animal se mostró condescendiente, por lo que Jōtarō lo agarró de nuevo, tumbándolo dos o tres veces más. Entonces, cerrándole la boca con ambas manos, le dijo—: ¡Ahora ladra!

Esto enfureció al perro, que se zafó de él, cogió con los dientes la falda del kimono de Jōtarō y tiró de ella tenazmente. Al muchacho le tocó el turno de enfurecerse.

—¿Quién te crees que soy? —le gritó—. ¿Cómo te atreves a hacer eso!

Desenvainó su espada de madera y la alzó amenazante por encima de su cabeza. El perro, tomándole en serio, se puso a ladrar ruidosamente para llamar la atención de los guardianes. Lanzando una maldición, Jōtarō descargó la espada sobre la cabeza del perro, produciendo un sonido como si hubiera golpeado una roca. El perro se abalanzó contra la espalda del muchacho y, agarrándole por el obi, lo derribó al suelo. Antes de que pudiera incorporarse, el perro le atacó de nuevo y Jōtarō trató frenéticamente de protegerse la cara con las manos.

Intentó escapar, pero el perro le pisaba los talones, y los ecos de sus ladridos reverberaban en las montañas. La sangre empezó a rezumar entre los dedos con los que se cubría el rostro, y pronto sus propios aullidos angustiados ahogaron los del perro.

La venganza de Jōtarō

Jōtarō regresó a la posada, se sentó ante Musashi y, satisfecho de sí mismo, le informó de que había llevado a cabo su misión. Tenía varios rasguños en la cara, y su nariz parecía una fresa madura. Sin duda estaba dolorido, pero como no dio ninguna explicación de su estado, Musashi no le hizo preguntas.

—Aquí está su respuesta —dijo el chiquillo, entregando a Musashi la carta de Shōda Kizaemon. Añadió algunas palabras sobre su encuentro con el samurai, pero no dijo nada acerca del perro. Mientras hablaba sus heridas empezaron a sangrar de nuevo—. ¿Deseas algo más? —inquirió.

—No, eso es todo, gracias.

Musashi abrió la carta de Kizaemon. Jōtarō se llevó las manos a la cara y salió apresuradamente de la habitación. Kocha le dio alcance y examinó sus rasguños con preocupación.

—¿Cómo ha ocurrido? —le preguntó.

—Un perro se me echó encima.

—¿De quién era ese perro?

—Era uno de los del castillo.

—Ah, ¿ese sabueso grande y negro llamado Kishū? Es muy bravo. Estoy segura de que, por fuerte que seas, no podrías dominarlo. ¡Hombre, si ha mordido a algunos merodeadores hasta acabar con ellos!

Aunque no existían entre ellos las mejores relaciones, Kocha le condujo al arroyo que pasaba por detrás de la casa y le dijo que se lavara la cara. Entonces ella fue en busca de un ungüento y se lo aplicó en los rasguños. Por una vez Jōtarō se portó como un caballero. Cuando ella hubo terminado de curarle, el muchacho hizo una reverencia y le dio reiteradamente las gracias.

—Deja de mover la cabeza arriba y abajo. Al fin y al cabo, eres un hombre, y eso parece ridículo.

—Pero aprecio lo que has hecho.

—Aunque nos peleemos mucho, te tengo afecto —le confesó ella.

—Tú también me gustas.

—¿De veras?

Las porciones del rostro de Jōtarō que no estaban cubiertas por el ungüento se volvieron carmesíes, mientras las mejillas de Kocha se cubrían de un tenue rubor. No había nadie a su alrededor. El sol brillaba entre las flores rosadas de melocotonero.

—Probablemente tu maestro se marchará pronto, ¿verdad? —le preguntó ella con un dejo de pesar.

—Todavía estaremos aquí algún tiempo —replicó él de modo tranquilizador.

—Ojalá pudieras quedarte uno o dos años.

Entraron en el cobertizo donde se almacenaba el pienso para los caballos y se tendieron boca arriba en el heno. Sus manos se rozaron, y Jōtarō experimentó un cálido cosquilleo. De improviso, cogió la mano de Kocha y le mordió un dedo.

—¡Ay!

—¿Te he hecho daño? Lo siento.

—No te preocupes. Vuelve a hacerlo.

—¿No te importa?

—No, no, ¡anda, muerde! ¡Muerde más fuerte!

Él la obedeció, mordisqueándole los dedos como un cachorro. El heno caía sobre sus cabezas, y no tardaron en abrazarse. Ninguno de los dos se proponía pasar de ahí pero mientras estaban abrazados entró el padre de Kocha, que la estaba buscando. Consternado ante aquella escena, su semblante adoptó la expresión severa de un sabio confuciano.

—¿Qué estáis haciendo, idiotas? ¡Los dos, que aún sois unos niños! —Los sacó del cobertizo cogidos del pescuezo y dio a Kocha un par de azotes en el trasero.

Durante el resto de aquel día, Musashi apenas habló con nadie. Permaneció sentado, cruzado de brazos y sumido en sus pensamientos.

En una ocasión, en plena noche, Jōtarō se despertó y, alzando un poco la cabeza, miró a su maestro. Musashi estaba tendido en la colchoneta con los ojos abiertos y examinaba el techo, intensamente concentrado.

Al día siguiente Musashi mantuvo la misma reserva. Jōtarō estaba asustado, temiendo que su maestro se hubiera enterado de que le habían sorprendido jugando con Kocha en el cobertizo. Pero no le dijo nada. Por la tarde Musashi envió al muchacho a pedir la cuenta, y estaba haciendo los preparativos para su partida cuando el empleado se la trajo. Le preguntó si cenarían y él respondió que no.

—¿No volveréis esta noche a dormir? —quiso saber Kocha, que estaba en un rincón sin hacer nada.

—No, te agradezco las atenciones que has tenido con nosotros, Kocha. Estoy seguro de que te hemos causado muchas molestias. Adiós.

—Cuídate —le dijo Kocha, con las manos en la cara para ocultar las lágrimas.

El posadero y las demás doncellas se alinearon en el portal para despedirles. A todos les parecía muy extraño que los viajeros se pusieran en marcha poco antes de la puesta del sol.

Musashi había recorrido un corto trecho cuando se volvió a Jōtarō. Al no verle a su lado miró hacia la posada y le vio allí, debajo del almacén, despidiéndose de Kocha. Cuando se aproximó a ellos, se apresuraron a separarse.

—Adiós —le dijo Kocha.

—Adiós —gritó Jōtarō mientras corría al lado de Musashi.

Aunque temía la expresión de éste, el muchacho no podía dejar de mirar atrás, hasta que perdió de vista la posada.

Empezaron a aparecer luces en el valle. Musashi, que no decía nada ni había mirado una sola vez atrás, avanzaba a grandes zancadas. Jōtarō le seguía taciturno.

Al cabo de un rato, Musashi le preguntó:

—¿Todavía no llegamos?

—¿Adonde?

—A la entrada del castillo.

—¿Vamos al castillo?

—Sí.

—¿Nos alojaremos allí esta noche?

—No lo sé. Eso depende de cómo vayan las cosas.

—Ahí está. Ésa es la puerta.

Musashi se detuvo ante el portal, con los pies juntos. Por encima de las murallas cubiertas de musgo, los árboles enormes producían un sonido susurrante. Había una sola luz, que iluminaba una ventana cuadrada.

Musashi llamó y se presentó un guardián.

—Me llamo Musashi y vengo invitado por Shōda Kizaemon —le dijo al tiempo que le entregaba la carta del samurai—. ¿Quieres decirle que estoy aquí, por favor?

El guardián ya estaba informado de que iba a venir.

—Te están esperando —le dijo, haciéndole una seña para que le siguiera.

Además de sus otras funciones, el Shin'indō era el lugar donde los jóvenes del castillo estudiaban el confucianismo, y también servía como biblioteca del feudo. Todas las habitaciones a lo largo del pasillo que conducía a la parte trasera del edificio tenían las paredes llenas de estanterías, y aunque la fama de la casa de Yagyū se debía a su destreza militar, Musashi observó que también daba mucha importancia a la formación intelectual. Todo en el castillo parecía rezumar historia.

Y todo parecía estar bien dirigido, a juzgar por la limpieza del camino desde el portal al Shin'indō, la cortesía de la guardia y la austera y apacible iluminación visible en las proximidades del torreón.

A veces, cuando un visitante entra en una casa por primera vez, tiene la sensación de que ya conoce el lugar y a sus moradores. Musashi tuvo esa impresión al sentarse en el suelo de madera de la gran sala en la que le hizo entrar el guardián. Tras ofrecerle un cojín duro y redondo de paja trenzada, que él aceptó dándole las gracias, el guardián le dejó a solas. Por el camino habían dejado a Jōtarō en la sala de espera de los sirvientes.

El guardián regresó al cabo de unos minutos y dijo a Musashi que su anfitrión no tardaría en recibirle.

Musashi deslizó el cojín redondo hasta un rincón y se apoyó en un poste. A la luz del farol bajo que brillaba en el jardín vio unas espalderas de glicinas trepadoras, de colores blanco y azul lavanda. Impregnaba la atmósfera el aroma dulzón de las flores. Le sobresaltó el croar de una rana, la primera que oía aquel año.

En algún lugar del jardín gorgoteaba el agua, una corriente que, al parecer, pasaba por debajo del edificio, ya que después de haberse acomodado notó el sonido del agua desde los muros, el techo e incluso la lámpara. Se sentía fresco y relajado. Sin embargo, en lo más profundo de sí mismo seguía viva una irreprimible desazón. Era su insaciable espíritu de lucha que le corría por las venas incluso en aquella atmósfera serena. Desde el cojín junto al poste, contempló inquisitivamente su entorno.

«¿Quién es Yagyū? —se preguntó con insolencia—. Es un espadachín, lo mismo que yo. En este aspecto estamos al mismo nivel. Pero esta noche daré un paso adelante y dejaré a Yagyū detrás de mí.»

—Siento haberte hecho esperar.

Shōda entró en la estancia con Kimura, Debuchi y Murata.

—Bienvenido a Koyagyū —le dijo cordialmente Kizaemon.

Después de que los otros tres hombres se hubieran presentado, los criados trajeron bandejas con sake y comida. El sake era de fabricación local, espeso y con aspecto de jarabe, servido en anticuadas copas con un largo pie.

—Aquí, en el campo, no podemos ofrecer mucho —le dijo Kizaemon—, pero te ruego que te consideres en tu casa.

Los demás también le invitaron con mucha cordialidad a que se pusiera cómodo y no hiciera cumplidos.

A instancias de sus anfitriones, Musashi aceptó un poco de sake, aunque no le atraía especialmente. No es que no le gustara, sino que era todavía demasiado joven para apreciar la sutileza de la bebida. Aquel sake era bastante aceptable, pero ejerció de inmediato su efecto sobre él.

—Parece que sabes beber —observó Kimura Sukekurō, ofreciéndose para llenarle de nuevo la copa—. Por cierto, tengo entendido que la peonía por la que preguntaste el otro día la cortó el señor de este castillo en persona.

Musashi se dio una palmada en la rodilla.

—¡Ya me lo parecía! —exclamó—. ¡Era espléndido!

Kimura se acercó más a él.

—Nos gustaría saber de qué modo supiste que el corte en ese tallo blando y delgado había sido hecho por un maestro de la esgrima. A todos nosotros nos ha impresionado profundamente tu habilidad para percibir ese detalle.

Musashi no estaba seguro del derrotero al que llevaría la conversación, y decidió ganar tiempo.

—¿Ah, sí? ¿De veras?

—¡Sí, es innegable! —dijeron Kizaemon, Debuchi y Murata casi al unísono.

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