Authors: Eiji Yoshikawa
—La he comprado para vosotros, amigos —respondió Matahachi—. He pensado que así os compensaría por no poder hacer mi parte del trabajo.
—Muy considerado. ¡Eh, chicos! ¡Hay sandía! Matahachi nos invita.
Abrieron la sandía golpeándola contra el ángulo de una roca y cayeron sobre ella como hormigas, arrebatando codiciosos los trozos de pulpa roja y goteante. Había desaparecido por completo cuando instantes después un hombre se subió a una roca y gritó:
—¡Eh, vosotros, volved al trabajo!
El samurai encargado salió de una cabaña empuñando un látigo, y el olor del sudor se extendió sobre la tierra. Al cabo de un rato la melodía de una saloma de cargadores de piedras se alzó en el lugar, mientras un gigantesco canto rodado era depositado con grandes palancas en unos rodillos y arrastrado con cuerdas gruesas como el brazo de un hombre. Avanzó pesadamente, como una montaña en movimiento.
El auge de la construcción de castillos había hecho proliferar esas canciones. Aunque las letras no solían escribirse, un personaje tan famoso como el señor Hachisuka de Awa, que estaba encargado de construir el castillo de Nagoya, citó varios versos en una carta. Su señoría, que difícilmente habría tenido oportunidad de tocar los materiales de construcción, los había aprendido, al parecer, durante una fiesta. Esas composiciones, cuya sencillez muestra el siguiente ejemplo, se habían puesto de moda tanto en la alta sociedad como entre los equipos de obreros.
Desde Awataguchi las hemos arrastrado...,
arrastrado una roca tras otra y otra.
Para nuestro noble señor Tōgorō.
Ei, sa, ei, sa...
¡Tii... ra! ¡Arr... astra! ¡Tii... ra! ¡Arr... astra!
Su señoría habla,
nos tiemblan brazos y piernas.
Le somos leales... hasta la muerte.
El redactor de la carta comentaba: «Todo el mundo, jóvenes y viejos por igual, cantan esto, pues forma parte del mundo flotante en el que vivimos».
Si bien los trabajadores de Fushimi desconocían estas reverberaciones sociales, sus canciones reflejaban el espíritu de la época. Las canciones populares cuando el shogunado Ashikaga declinaba habían sido decadentes y cantadas sobre todo en privado, pero durante los años prósperos del régimen de Hideyoshi solían oírse en público canciones felices y alegres. Más tarde, cuando se hizo sentir la mano severa de Ieyasu, las melodías perdieron algo de su espíritu divertido. Cuando el régimen de Tokugawa se hizo más fuerte, el canto espontáneo tendió a ceder el paso a la música compuesta por músicos al servicio del shōgun.
Matahachi apoyó la cabeza en las manos. Le ardía de fiebre, y el canto de los cargadores de piedras zumbaba confusamente en sus oídos, como un enjambre de abejas. Ahora que estaba completamente a solas sucumbió a la depresión.
—No servirá de nada —gimió—. Cinco años... Aunque trabaje duramente, ¿qué voy a conseguir? Por toda una jornada de trabajo, sólo gano lo suficiente para comer ese día. Y si me tomo el día libre, no como.
Notó que alguien estaba en pie cerca de él, alzó la vista y vio a un joven alto. Se cubría con un sombrero de junco toscamente entretejido, y de un costado le colgaba un fardo como los que llevaban los shugyōsha. Un emblema en forma de abanico semiabierto con varillas de acero adornaba la parte delantera de su sombrero. Estaba contemplando pensativo los trabajos de construcción y midiendo con la vista el terreno.
Al cabo de un rato se sentó en una roca llana y ancha que tenía la altura apropiada para servir como mesa de escritura. Sopló para quitar la arena junto con una hilera de hormigas que la recorrían y, con los codos apoyados en la piedra y la cabeza en las manos, reanudó su concentrado examen del entorno. Aunque el sol le daba directamente en la cara, permanecía inmóvil, como si el incómodo calor no le afectara. No reparó en Matahachi, quien aún se sentía demasiado mal para preocuparse de si había alguien a su alrededor o no. El otro hombre no significaba nada para él. Sentado de espaldas al recién llegado, vomitó espasmódicamente.
Poco a poco el samurai se dio cuenta de que había allí un hombre que vomitaba.
—Eh, tú —le dijo—. ¿Qué te ocurre?
—Es el calor —respondió Matahachi.
—Estás bastante mal, ¿eh?
—Estoy algo mejor que antes, pero todavía mareado.
—Te daré una medicina —dijo el samurai, abriendo su caja de píldoras lacada en negro, de la que sacó unas píldoras negras que depositó en la palma de su mano.
Se acercó a Matahachi y le puso la medicina en la boca.
—Te pondrás bien en seguida.
—Gracias.
—¿Tienes intención de seguir descansando aquí durante algún tiempo?
—Sí.
—Entonces hazme un favor. Comunícame si viene alguien..., tira un guijarro o haz algo parecido.
El samurai volvió a la roca, se sentó, sacó un pincel de su estuche de escritura y un cuaderno de notas de su kimono. Abrió el cuaderno sobre la piedra y empezó a dibujar. Bajo el borde del sombrero su mirada iba del castillo a su entorno inmediato y viceversa, fijándose en la torre principal, las fortificaciones, las montañas al fondo, el río y los arroyos más pequeños.
Poco antes de la batalla de Sekigahara, aquel castillo había sido atacado por unidades del Ejército Occidental, y dos edificaciones, así como parte del foso, habían sufrido daños considerables. Ahora el bastión no sólo estaba siendo restaurado sino también reforzado, a fin de que superase en categoría a la fortaleza de Hideyori en Osaka.
Rápidamente, pero con mucho detalle, el guerrero estudiante trazó un dibujo a vista de pájaro de todo el castillo, y en una segunda página empezó a hacer un diagrama de los accesos por la parte trasera.
Matahachi soltó una exclamación en voz baja. Como salido de la nada, el inspector de obras había aparecido y estaba detrás del dibujante. Vestido con semiarmadura, los pies calzados con sandalias de paja, permanecía allí en silencio, como si esperase a que el otro se percatara de su presencia. Matahachi sintió una punzada de culpabilidad por no haberle visto a tiempo para advertirle. Ahora era demasiado tarde.
Poco después el guerrero estudiante alzó la mano para espantar una mosca de su cuello sudoroso, y entonces vio al intruso. Mientras le miraba sobresaltado, el inspector le devolvió la mirada, colérico, y tendió la mano hacia el dibujo. El guerrero estudiante le agarró la muñeca y se puso en pie.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le gritó.
El inspector cogió el cuaderno y lo mantuvo alzado en el aire.
—Quisiera echar un vistazo a esto —gruñó.
—No tienes ningún derecho.
—¡Sólo estoy haciendo mi trabajo!
—¿Consiste tu trabajo en inmiscuirte en los asuntos ajenos?
—¿Por qué? ¿Es que no debería mirarlo?
—Un patán como tú no lo entendería.
—Será mejor que me lo quede.
—¡De ninguna manera! —gritó el estudiante guerrero, tratando de coger el cuaderno.
Ambos tiraron de él hasta que lo rompieron por la mitad.
—¡Ten cuidado! —exclamó el inspector—. Ya puedes darme una buena explicación, o de lo contrario te entregaré.
—¿Con qué autoridad? ¿Eres un oficial?
—Así es.
—¿Cuál es tu grupo? ¿Quién es tu comandante?
—Eso no es asunto tuyo, pero debes saber que tengo órdenes de investigar a cualquiera que esté en estos alrededores y parezca sospechoso. ¿Quién te dio permiso para hacer dibujos?
—Estoy haciendo un estudio de castillos y accidentes geográficos para futura referencia. ¿Qué tiene eso de malo?
—Este sitio está lleno de espías enemigos y todos tienen excusas parecidas. No me importa quién seas, pero tendrás que responder a algunas preguntas. ¡Ven conmigo!
—¿Me estás acusando de ser un delincuente?
—Cierra la boca y limítate a acompañarme.
—¡Asquerosos oficiales! ¡Estáis demasiado acostumbrados a hacer que la gente se amilane cada vez que abrís vuestras bocazas!
—¡Cállate y vamos!
—¡Intenta obligarme! —replicó el guerrero estudiante con firmeza.
El inspector, en cuya frente la ira hacía sobresalir las venas, dejó caer su mitad del cuaderno, lo inmovilizó pisándolo y sacó su porra. El guerrero estudiante dio un paso atrás para mejorar su posición.
—Si no vienes conmigo de buen grado, tendré que atarte y llevarte a rastras —dijo el inspector.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, cuando su adversario entró en acción. Lanzando un agudo grito, agarró al inspector por el cuello con una mano, le cogió el borde inferior de la armadura con la otra y lo lanzó contra una gran roca.
—¡Patán inútil! —exclamó, pero no a tiempo de que le oyera el inspector, cuya cabeza se abrió como una sandía al chocar contra la piedra.
Lanzando un grito de horror, Matahachi se cubrió el rostro con las manos para protegerla de los grumos de roja materia pastosa que volaron en su dirección, mientras el guerrero estudiante volvía rápidamente a una actitud de calma absoluta.
Matahachi estaba horrorizado. ¿Era posible que aquel hombre estuviera acostumbrado a asesinar de una manera tan brutal? ¿O acaso su sangre fría se debía tan sólo a la decepción que sigue a una explosión de cólera? Matahachi, profundamente impresionado, empezó a sudar a mares. Aquel hombre no debía de haber cumplido los treinta años. Su rostro huesudo y tostado por el sol estaba picado de viruela y parecía carecer de mentón, aunque eso podría deberse a una cicatriz curiosamente encogida causada por una honda herida de espada.
El guerrero estudiante no tenía prisa por huir. Recogió los fragmentos del cuaderno de notas roto y luego empezó a buscar tranquilamente su sombrero, que había salido volando cuando lanzó con violencia al inspector. Lo encontró, se lo puso con cuidado, ocultando así de nuevo su extraño rostro, y se alejó a paso vivo, cada vez más rápido, hasta que pareció volar impulsado por el viento.
El incidente había sucedido con tanta rapidez que ni los centenares de trabajadores que estaban en la vecindad ni sus supervisores habían visto nada. Los sudorosos obreros proseguían su monótona y fatigosa tarea, mientras los supervisores, armados con látigos y porras, les gritaban órdenes.
Pero una persona, por lo menos, lo había visto todo. De pie en lo alto de un andamio desde donde se abarcaba toda la zona, estaba el supervisor general de los carpinteros y leñadores. Al ver que el guerrero estudiante huía, rugió una orden que puso en movimiento a un grupo de soldados de infantería que habían estado tomando té al pie del andamio.
—¿Qué ha ocurrido?
—¿Otra pelea?
Otros habían oído la llamada a las armas y pronto levantaron una nube de polvo amarillo cerca del portal de madera de la estacada, línea divisoria entre el pueblo y los terrenos donde se llevaba a cabo la construcción. Airados gritos se elevaron del enjambre de gente reunida.
—¡Es un espía! ¡Un espía de Osaka!
—¡Nunca aprenderán!
—¡Matadle! ¡Matadle!
Cargadores de piedras, transportistas de tierra y otros obreros, todos ellos gritando como si el «espía» fuese su enemigo personal, persiguieron al samurai sin barbilla. Éste corrió por detrás de una carreta de bueyes que en aquel momento cruzaba el portal y trató de escabullirse, pero un centinela le vio y le hizo la zancadilla con un bastón tachonado de clavos.
Desde el andamio del supervisor se oyó el grito:
—¡No le dejéis escapar!
La multitud cayó sin vacilar sobre el bellaco, el cual contraatacó como una bestia atrapada. Arrebató el bastón al centinela, se volvió contra él y lo derribó de un golpe en la cabeza. Tras poner fuera de combate a cuatro o cinco más de una manera similar, desenvainó su enorme espada y adoptó una posición defensiva. Sus captores retrocedieron aterrados, pero cuando se disponía a abrirse camino entre ellos, una andanada de piedras cayó sobre él desde todas las direcciones.
La muchedumbre descargó su furia con ganas, su mortífero impulso incrementado por el profundo disgusto que les producían todos los shugyōsha. Como la mayoría de la gente corriente, aquellos trabajadores consideraban a los samurais errantes inútiles, improductivos y arrogantes.
—¡Dejad de portaros como patanes estúpidos! —gritó el sitiado samurai, apelando a la razón y el autodominio.
Aunque luchaba, parecía más interesado en reñir a sus atacantes que en evitar las piedras que le arrojaban. Varios espectadores inocentes resultaron heridos en la refriega.
Todo terminó en un abrir y cerrar de ojos. Cesaron los gritos y los trabajadores empezaron a regresar a sus puestos de trabajo. Al cabo de cinco minutos, el gran solar de la construcción estaba exactamente como antes, como si nada hubiera pasado. Saltaban chispas de los diversos instrumentos cortantes, se oía relinchar a los caballos medio atontados por el sol, el calor entumecía la mente..., todo había vuelto a la normalidad.
Dos guardianes permanecían junto al cuerpo abatido, que había sido atado con una gruesa cuerda de cáñamo.
—Está casi muerto —dijo uno de ellos—, podemos dejarle aquí hasta que venga el magistrado. —Miró a su alrededor y vio a Matahachi—. ¡Eh, tú! Vigila a este hombre. Si muere, lo mismo da.
Matahachi oyó esas palabras, pero ni su sentido ni el del acontecimiento que acababa de presenciar acababan de penetrar en su cabeza. Todo aquello le parecía una pesadilla visible y audible, pero que su cerebro no comprendía.
«La vida es tan endeble... —se dijo—. Hace unos instantes estaba absorto en su boceto, y ahora agoniza. No era muy mayor.»
Lamentaba la suerte del samurai sin mentón, cuya cabeza, que yacía de lado en el suelo, estaba negra de tierra mezclada con sangre, su semblante todavía contorsionado por la ira. La cuerda le ataba a una gran roca. Matahachi se preguntó ociosamente por qué los guardianes habrían tomado esa precaución cuando el hombre estaba tan próximo a la muerte que no emitía sonido alguno. O quizá ya había muerto. Una de sus piernas estaba grotescamente expuesta a través de un largo desgarrón en su hakama, y la blanca tibia sobresalía de la carne carmesí. La sangre le brotaba del cuero cabelludo, y las avispas ya habían empezado a cernerse alrededor de sus greñas. Las hormigas casi le cubrían manos y pies.
«Pobre desgraciado —se dijo Matahachi—. Si estudiaba seriamente, debía de tener alguna gran ambición en la vida. ¿De dónde será? ¿Vivirán todavía sus padres?» Una duda peculiar le asaltó: ¿lamentaba realmente el destino del hombre o le inquietaba la vaguedad de su propio futuro? «Para un hombre con ambición, debería existir una manera más inteligente de salir adelante», reflexionó.