Authors: Eiji Yoshikawa
La huida de Musashi en Himeji había sido una traición. ¡Cómo debió de odiarle ella a partir de entonces! Cómo debió de morderse los labios y maldecir a los hombres impredecibles...
«¡Perdóname!» La palabra que Musashi tallara en la barandilla del puente brotó de sus labios, y las lágrimas se deslizaron por las comisuras de sus ojos.
Le sobresaltó un grito en lo alto del foso, y creyó haber oído que alguien decía: «No está aquí». Tres o cuatro antorchas de pino titilaron entre los árboles y desaparecieron. Quienes le buscaban no le habían localizado.
Se sintió irritado consigo mismo por no ser capaz de contener las lágrimas.
«¿Para qué necesito una mujer?», se preguntó desdeñosamente, enjugándose las lágrimas. Se puso en pie de un salto, alzó la vista y contempló la negra silueta del castillo de Koyagyū. «¡Me han llamado cobarde, han dicho que no podía luchar como un hombre! Pero aún no me he rendido, ni mucho menos. No he huido. Sólo he llevado a cabo una retirada táctica.»
Había transcurrido cerca de una hora cuando echó a andar lentamente por el fondo del foso.
«De todos modos, luchar con esos cuatro no tenía ninguna utilidad. Para empezar, ése era mi objetivo. Cuando me encuentre ante Sekishūsai empezará el verdadero combate.»
Se detuvo y empezó a recoger ramas caídas, que rompió en fragmentos sobre una rodilla. Introduciendo los cortos palos en las grietas del muro de piedra y usándolos como asideros, fue trepando hasta salir del foso.
Ya no oía el sonido de la flauta. Por un instante tuvo la vaga sensación de que Jōtarō le llamaba, pero cuando se detuvo y aguzó el oído no oyó nada. No estaba realmente preocupado por el muchacho, pues sabía cuidar la distancia. Probablemente estaba ya muy lejos de allí. La ausencia de antorchas indicaba que la búsqueda había sido suspendida, por lo menos durante la noche.
La idea de encontrar a Sekishūsai y derrotarle volvía a ser su pasión dominante, la forma inmediata adoptada por su abrumador deseo de reconocimiento y honor.
A través del posadero se había enterado de que Sekishūsai no estaba retirado dentro del perímetro del castillo, sino en un lugar apartado, en el terreno circundante. Recorrió el bosque y los pequeños valles, temiendo en ocasiones haberse desviado de los terrenos del castillo, pero pronto un trecho de foso, un muro de piedra o un granero de arroz le confirmaban que todavía se hallaba dentro.
Buscó durante toda la noche, obedeciendo a un impulso diabólico. Cuando encontrara la casa en la montaña, se proponía irrumpir en ella y lanzar de inmediato su desafío. Pero fueron transcurriendo las horas, y al final habría agradecido incluso la visión de un fantasma que se le apareciera con la forma de Sekishūsai.
Estaba próximo el amanecer cuando Musashi se encontró en el portal posterior del castillo. Al otro lado se alzaba un precipicio y, por encima, el monte Kasagi. Reprimiendo un grito de frustración, desanduvo sus pasos hacia el sur. Finalmente, al pie de una pendiente que descendía hacia el ala sudeste del castillo, unos árboles bien formados rodeados de hierba bien cuidada le indicaron que había encontrado el refugio. Pronto confirmó su conjetura un portal con techado de paja, en el estilo preferido por el gran maestro de la ceremonia del té Sen no Rikyū. En el interior avistó un bosquecillo de bambúes envuelto en la niebla matinal.
Miró a través de una grieta en la puerta y vio que el camino serpenteaba por el bosquecillo y subía por la ladera, como en los retiros de montaña del zen budista. Sintió la momentánea tentación de saltar por encima de la valla, pero se contuvo. Algo en el entorno se lo impedía. ¿Era el amoroso cuidado que con toda evidencia había sido volcado en el lugar o acaso la visión de los pétalos blancos que cubrían el suelo? Fuera lo que fuese, se notaba la sensibilidad del ocupante, y la agitación de Musashi remitió. De improviso pensó en su aspecto. Debía de parecer un vagabundo, con el cabello enmarañado y el kimono en desorden.
«No es necesario que me apresure», se dijo, ahora consciente de su fatiga. Tenía que recobrarse antes de presentarse ante el maestro que estaba en el interior.
«Más tarde o más temprano alguien vendrá a la puerta. Entonces será el momento. Si aún se niega a recibirme como estudiante errante, emplearé un enfoque diferente.» Se sentó bajo los aleros de la puerta, apoyó la espalda en el poste y se adormiló.
Las estrellas se desvanecían y la brisa agitaba las margaritas blancas cuando una grande y fría gota de rocío le cayó en el cuello y le despertó. Había amanecido, y Musashi salió de su corto sueño con la cabeza despejada por la brisa matinal y el canto de los ruiseñores. No quedaba vestigio alguno de fatiga y se sentía renacido.
Se restregó los ojos, alzó la vista y observó que el sol rojo brillante ascendía por encima de las montañas. Se incorporó de un salto. El calor del sol le había devuelto su ardor, y la fuerza almacenada en sus miembros exigía acción. Se estiró y dijo en voz baja: «Hoy es el día».
Estaba hambriento, y por alguna razón eso le hizo pensar en Jōtarō. Tal vez había tratado al chico con demasiada severidad la noche anterior, pero lo había hecho a sabiendas, como parte del adiestramiento del muchacho. Una vez más, Musashi se dijo que Jōtarō, dondequiera que estuviese, no corría ningún verdadero peligro.
Escuchó el sonido del arroyo, que corría por la ladera de la montaña, se desviaba al otro lado de la valla, rodeaba el bosquecillo de bambú y salía por debajo de la valla en dirección a los terrenos del castillo situados en la zona baja. Se lavó la cara y bebió agua que hizo las veces del desayuno. Era un agua buena, tanto que Musashi pensó que bien podría ser ésa la principal razón por la que Sekishūsai había elegido aquel lugar para retirarse del mundo. Sin embargo, como no sabía nada del arte de la ceremonia del té, desconocía que un agua de tal pureza era de hecho la respuesta a la plegaria de un maestro de la ceremonia del té.
Aclaró su toalla de mano y, tras restregarse bien la nuca, se limpió la suciedad de las uñas. Luego se arregló el cabello con el estilete unido a su espada. Puesto que Sekishūsai no era sólo el maestro del estilo Yagyū sino uno de los hombres más grandes del país, Musashi quería tener el mejor aspecto. Él mismo no era más que un guerrero sin nombre, tan diferente de Sekishūsai como la estrella más diminuta difiere de la luna.
Se dio unas palmaditas en el cabello, enderezó el cuello de su kimono y se sintió interiormente presentable. Tenía la mente clara. Estaba dispuesto a llamar a la puerta como cualquier visitante legítimo.
La casa se encontraba a considerable distancia cuesta arriba, y no era probable que desde allí oyeran un golpe ordinario en la puerta. Miró a su alrededor, en busca de alguna clase de llamador, y vio dos placas, una a cada lado de la puerta. Tenían sendas inscripciones ejecutadas con hermosa caligrafía, y la escritura tallada había sido rellenada con una arcilla de color azulado que producía una pátina broncínea. La placa de la derecha decía:
No sospechéis, oh, escribas,
de aquel a quien le gusta su castillo cerrado.
Y la de la izquierda:
Aquí no hallaréis a ningún espadachín,
sino sólo a los jóvenes ruiseñores en los campos.
El poema se dirigía a los «escribas», refiriéndose a los funcionarios del castillo, pero su significado era más profundo. El anciano no sólo había cerrado su puerta a los estudiantes errantes sino a todos los asuntos de este mundo, tanto a sus honores como a sus tribulaciones. Había dejado atrás los deseos mundanos, los suyos como los del prójimo.
«Todavía soy joven —se dijo Musashi—. ¡Demasiado joven! Este hombre está totalmente fuera de mi alcance.»
El deseo de llamar a la puerta se evaporó, y la idea de irrumpir en la casa del anciano recluido le parecía ahora bárbara, tanto que se sintió avergonzado de sí mismo.
Sólo flores y pájaros, el viento y la luna deberían entrar por aquella puerta. Sekishūsai ya no era el espadachín más grande del país ni el señor de un feudo, sino un hombre que había regresado a la naturaleza, renunciando a la vanidad humana. Turbar la paz de su vivienda sería un sacrilegio. ¿Y qué honor, qué distinción podría obtener al derrotar a un hombre para quien honores y distinciones habían llegado a carecer de significado?
«Menos mal que he leído esto —se dijo Musashi—. ¡De lo contrario me habría portado como un perfecto necio!»
El sol ya estaba bastante alto en el cielo y el canto de los ruiseñores había remitido. Desde lo alto de la cuesta le llegó el sonido de rápidas pisadas. Asustados, al parecer, por el ruido, una bandada de pajarillos emprendieron el vuelo. Musashi miró a través de la ranura en la puerta para ver quién venía.
Era Otsū.
¡De modo que él había oído, en efecto, su flauta! ¿Debía esperar y verla? ¿Marcharse? Pensó que quería, que debía hablar con ella.
La indecisión se apoderó de él. El corazón le palpitaba y había perdido la confianza en sí mismo.
Otsū recorrió el sendero hasta un lugar a pocos pies de donde él estaba. Entonces se detuvo y se volvió, emitiendo un leve grito de sorpresa.
—Creí que estaba detrás de mí —murmuró, mirando a su alrededor. Entonces volvió a correr cuesta arriba, gritando—:
¡Jōtarō! ¿Dónde estás?
Al oír su voz, Musashi se ruborizó, azorado, y empezó a sudar. Su falta de confianza le disgustaba. No podía apartarse de su escondite a la sombra de los árboles.
Tras un breve intervalo, Otsū llamó de nuevo, y esta vez hubo respuesta.
—Estoy aquí. ¿Y tú?. —gritó Jōtarō desde la parte superior del bosquecillo.
—¡Aquí! —replicó ella—. ¡Te dije que no fueses de un lado a otro de esa manera!
Jōtarō salió corriendo hacia ella.
—Ah, es aquí donde estabas —exclamó.
—¿No te dije que me siguieras?
—Sí, pero vi un faisán y lo perseguí.
—¡Perseguir un faisán, nada menos! ¿Has olvidado que tienes que ir en busca de alguien importante esta mañana?
—No estoy preocupado por él. No es la clase de hombre que resulta herido.
—Pues no era así anoche, cuando viniste corriendo a mi habitación. Estabas a punto de llorar.
—¡No es cierto! Aquello sucedió tan rápido que no sabía qué hacer.
—Ni yo tampoco, sobre todo después de que me dijeras el nombre de tu maestro.
—Pero ¿cómo es que conoces a Musashi?
—Somos del mismo pueblo.
—¿Y eso es todo?
—Naturalmente.
—Es curioso. No entiendo por qué habrías de echarte a llorar sólo porque alguien de tu pueblo se ha presentado aquí.
—¿Tanto lloraba?
—¿Cómo puedes recordar todo lo que he hecho cuando no recuerdas lo que has hecho tú misma? En fin, supongo que estaba bastante asustado. De haberse tratado sólo de cuatro hombres ordinarios contra mi maestro, no me habría preocupado, pero dicen que todos ellos son expertos. Cuando oí la flauta recordé que estabas aquí, en el castillo, y pensé que tal vez, si pudiera disculparme ante su señoría...
—Si me oíste tocar, Musashi también debió de oírlo. Quizás incluso ha sabido que era yo. —El tono de su voz se suavizó—. Estaba pensando en él mientras tocaba.
—No veo que eso cambie nada las cosas. En cualquier caso, por el sonido de la flauta supe dónde estabas.
—Y menudo escándalo armaste... Irrumpir en la casa diciendo a gritos que había un «combate» en alguna parte. Su señoría se sobresaltó mucho.
—Pero es un hombre agradable. Cuando le dije que había matado a Tarō, no se enfureció como todos los demás.
Otsū se dio cuenta repentinamente de que estaba perdiendo el tiempo y se apresuró hacia la puerta.
—Hablaremos más tarde —dijo al muchacho—. Ahora hay cosas más importantes que hacer. Tenemos que encontrar a Musashi. Sekishūsai incluso ha roto su propia regla al decir que le gustaría conocer al hombre que hizo lo que dijiste.
El aspecto de Otsū recordaba a una flor de alegres colores. Bajo el brillante sol de principios del verano, sus mejillas brillaban como frutos en maduración. Aspiraba el aroma de las hojas tiernas y sentía que su frescura le llenaba los pulmones.
Oculto entre los árboles, Musashi la miraba fijamente, maravillándose de su saludable aspecto. La Otsū que ahora veía era muy diferente de la muchacha que se sentaba abatida en el porche del Shippōji, contemplando el mundo con la mirada vacía. La diferencia estribaba en que entonces Otsū no había tenido a nadie a quien amar, o por lo menos el amor que sentía entonces era vago y difícil de concretar. Era una niña sentimental, cohibida por su condición de huérfana y un tanto resentida por la misma.
Haber conocido a Musashi, tener en él un hombre a quien admirar, había despertado el amor que ahora moraba dentro de ella y daba sentido a su vida. Durante el largo año que había pasado deambulando en su busca, su cuerpo y su mente habían desarrollado el valor para enfrentarse a cualquier cosa que el destino pudiera traerle.
Musashi, que había percibido en seguida la nueva vitalidad de la joven y lo hermosa que la hacía, anhelaba llevarla a algún lugar donde pudieran estar a solas y contárselo todo, cómo la echaba de menos y la necesitaba físicamente. Quería revelarle que, oculta en su corazón de acero, existía una debilidad, quería retractarse de las palabras que grabara en el puente de Hanada. Si nadie se enterase, podría demostrarle el mismo amor que ella sentía por él. Podría abrazarla, restregar la mejilla contra la suya, dar rienda suelta a sus lágrimas. Ahora era lo bastante fuerte para admitir que esos sentimientos eran reales.
Cosas que Otsū le había dicho en el pasado volvían a él, y se daba cuenta de lo cruel y reprensible que había sido rechazar el amor sencillo y sincero que ella le había ofrecido.
Se sentía desdichado, y no obstante, había algo en él que no podía rendirse a esos sentimientos, algo que le expresaba su equivocación. Ahora coexistían en él dos hombres diferentes, uno que anhelaba llamar a Otsū, y el otro que le insultaba llamándole necio. No podía estar seguro de cuál de los dos era su ser real. Mirando desde detrás del árbol, perdido en su indecisión, parecía ver dos caminos delante de él, uno luminoso y el otro oscuro.
Otsū, que no sospechaba su presencia allí, salió del portal y caminó unos pasos. Miró atrás y vio que Jōtarō se agachaba a recoger algo.
—¿Qué diantres estás haciendo, Jōtarō? ¡Date prisa!