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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (124 page)

BOOK: Musashi
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Un fuego purificador

Aferrando la mecha chisporroteante entre los dientes, el hombre se dispuso a disparar su mosquete de nuevo. Su cómplice se agazapó y entornó los ojos para mirar a lo lejos.

—¿Crees que no hay peligro? —susurró.

—Estoy seguro de que el primer disparo le ha alcanzado —replicó el otro confiadamente.

Los dos avanzaron con cautela, pero apenas habían llegado a la orilla del arroyo cuando Musashi se incorporó de un salto. El mosquetero dio un grito sofocado y disparó, pero perdió el equilibrio y envió la bala inútilmente hacia el cielo. Mientras el eco reverberaba en el barranco, los dos hombres, los mismos que antes habían estado en la casa de té, huyeron sendero arriba.

De repente, uno de ellos se detuvo en seco y rugió:

—¡Espera! ¿Por qué huimos? Somos dos contra uno. Yo le atacaré y tú puedes apoyarme.

—¡Estoy contigo! —gritó el mosquetero, al tiempo que soltaba la mecha y amenazaba a Musashi con la culata del arma.

Era evidente que estaban por encima de los matones ordinarios. El hombre a quien Musashi consideró el jefe blandía su espada con verdadera elegancia. Sin embargo, no estaba ni mucho menos a la altura de Musashi, el cual le hizo volar de un solo golpe de su espada. El mosquetero, con un tajo desde el hombro a la cintura, cayó muerto al suelo, la parte superior colgando sobre la orilla como si pendiera de un hilo. El otro hombre echó a correr cuesta arriba, apretándose un antebrazo herido, y Musashi emprendió su persecución, levantando una rociada de tierra y grava.

El barranco, llamado valle de Buna, se encontraba a medio camino entre los puertos Wada y Daimon, y debía su nombre a las hayas que parecían llenarlo. En el lugar más alto se alzaba una cabaña de montañero excepcionalmente grande, rodeada de árboles y ella misma construida rudamente con troncos de haya.

El bandido gateó rápidamente hacia la pequeña llama de una antorcha y gritó:

—¡Apaga las luces!

Protegiendo la llama con una manga extendida, una mujer exclamó:

—¡Qué ocu...! ¡Oh, estás cubierto de sangre!

—¡Ca... calla, idiota! Apaga las luces..., las de dentro también.

Su jadeo apenas le permitía articular las palabras, y, echando una última mirada atrás, se apresuró a entrar en la casa. La mujer apagó la antorcha y corrió tras él.

Cuando Musashi llegó a la cabaña, no había rastro de luz en ninguna parte.

—¡Abre! —gritó.

Estaba indignado, no porque le hubieran tomado por imbécil ni por la cobardía del ataque, sino porque aquella clase de hombres causaban diariamente grandes daños a los inocentes viajeros.

Podría haber roto los postigos de madera contra la lluvia, pero en vez de llevar a cabo un ataque frontal, que le habría dejado la espalda peligrosamente desprotegida, se mantuvo con cautela a una distancia de cuatro o cinco pies.

—¡Abre!

Al no obtener respuesta, cogió la piedra más grande que podía levantar y la arrojó contra los postigos. Golpeó la abertura entre los dos paneles, haciendo que el hombre y la mujer retrocedieran tambaleándose al interior de la casa. Una espada entró por el espacio abierto, y la siguió el hombre, que cayó de rodillas. Se levantó en el acto, adentrándose en la casa. Dio un salto y agarró al bandido por la espalda del kimono.

—¡No me mates! —le suplicó Gion Tōji, gimoteando igual que lo haría un maleante de poca monta.

En la oscuridad, se zafó de Musashi y trató de encontrarle su punto débil. Musashi paró cada uno de sus golpes, pero cuando se disponía a acorralarle, Tōji, poniendo en juego toda su fuerza, tiró de su espada corta y dirigió una potente estocada a su contrario. Musashi la esquivó diestramente, rodeó al bandido con los brazos y, lanzando un grito de desprecio, lo arrojó a la habitación contigua. Uno de sus brazos o una pierna golpeó contra el colgador de la cacerola, pues la vara de bambú se rompió con un fuerte chasquido. Las blancas cenizas se elevaron ondulantes del hogar, como una nube volcánica.

Una andanada de proyectiles a través del humo y las cenizas mantuvo a Musashi a raya. Cuando las cenizas se posaron, vio que su adversario ya no era el jefe de los bandidos, el cual estaba tendido boca arriba cerca de la pared. Entre maldiciones, la mujer le estaba arrojando todo cuanto tenía a mano, tapas de cacerolas, leña, palillos metálicos, cuencos de té.

Musashi saltó hacia ella y rápidamente la derribó e inmovilizó en el suelo, pero la mujer logró quitarse una horquilla del pelo y le pinchó. Cuando él le pisó la muñeca, la mujer rechinó los dientes y entonces gritó con ira y disgusto al inconsciente Tōji:

—¿Es que no tienes ni pizca de orgullo? ¿Cómo puedes dejarte ganar por un don nadie como éste?

Al oír su voz, Musashi contuvo la respiración y la soltó bruscamente. Ella se puso en pie de un salto, cogió la espada corta y se abalanzó contra él.

—Basta, señora —le dijo Musashi.

Sorprendida por el tono extrañamente cortés, ella se detuvo y le miró boquiabierta.

—Pero si..., ¡si eres Takezō!

La corazonada de Musashi había sido acertada. Aparte de Osugi, la única mujer que aún podía llamarle por el nombre de su infancia era Okō.

—¡Sí, eres Takezō! —repitió ella, en un tono cada vez más almibarado—. Ahora te llamas Musashi, ¿no es cierto? Vaya, te has convertido en un gran espadachín.

—¿Qué estás haciendo en un sitio como éste?

—Me avergüenza decirlo.

—¿Ese hombre que está ahí tendido es tu marido?

—Debes de conocerle. Es lo que queda de Gion Tōji.

—¿Ése es Tōji? —murmuró Musashi. En Kyoto había oído hablar de lo réprobo que era Tōji, de que se había embolsado el dinero para ampliar la escuela y se había fugado con Okō. No obstante, al contemplar aquel despojo humano junto a la pared, no pudo evitar un sentimiento de conmiseración—. Será mejor que le atiendas —dijo a la mujer—. De haber sabido que era tu marido, no le habría tratado con tanta rudeza.

—Ah, quisiera arrastrarme hasta un agujero y esconderme en él —dijo Okō con una sonrisa afectada.

Fue al lado de Tōji, le dio agua, le vendó las heridas y, cuando el hombre recobró el sentido, le dijo quién era Musashi.

—¿Qué? —gruñó él—. ¿Miyamoto Musashi? ¿El mismo que...? ¡Oh, es terrible!

Se llevó las manos a la cara, encogiéndose abyectamente.

Musashi olvidó su cólera y dejó que le trataran como a un invitado de honor. Okō barrió el suelo, limpió el hogar, le echó nueva leña y puso sake a calentar.

Al tenderle la taza, y de acuerdo con las reglas de la etiqueta, le dijo:

—No tenemos nada que ofrecerte, pero...

—Ya he comido y bebido en la casa de té —replicó Musashi cortésmente—. Por favor, no te molestes.

—Oh, espero que puedas tomar la comida que he preparado. Ha pasado tanto tiempo...

Tras colgar una cazuela de cocido sobre el hogar, se había sentado a su lado para servirle el sake.

—Esto me recuerda los viejos tiempos en el monte Ibuki —le dijo Musashi afablemente.

Se había levantado un fuerte viento, y aunque los postigos volvían a estar bien cerrados, penetraba a través de varias grietas y esparcía el humo del hogar que se alzaba hacia el techo.

—Te ruego que no me recuerdes eso —le dijo Okō—. Pero dime, ¿tienes alguna noticia de Akemi? ¿Alguna idea de su paradero?

—Tengo entendido que pasó varios días en la posada del monte Hiei. Tenía intención de irse a Edo con Matahachi, pero parece ser que huyó con todo el dinero que él poseía.

—¿Qué me dices? —replicó Okō, decepcionada—. Ella también... —Se quedó mirando el suelo mientras comparaba tristemente la vida de su hija con la suya propia.

Cuando Tōji se hubo recuperado lo suficiente, se reunió con ellos y le rogó a Musashi que le perdonara. Confesó que había obrado obedeciendo a un impulso súbito, que ahora deploraba. Aseguró a su huésped que llegaría el día en que volvería a integrarse en la sociedad como el Gion Tōji que el mundo conoció en el pasado.

Musashi no hizo ningún comentario, pero le habría gustado decirle que no parecía haber mucho que escoger entre el Tōji samurai y el Tōji bandido, aunque si volvía a la vida de guerrero los caminos serían mucho más seguros para los viajeros.

Algo achispado por el sake, le dijo a Okō:

—Creo que obrarías con prudencia si abandonaras esta peligrosa manera de vivir.

—Tienes mucha razón; claro que no vivo así porque lo haya elegido libremente. Cuando nos marchamos de Kyoto, teníamos la intención de probar fortuna en Edo, pero al llegar a Suwa Tōji se entregó al juego y perdimos cuanto teníamos..., el dinero para mantenernos durante el viaje, todo. Pensé en dedicarnos al negocio de la moxa
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, por lo que empezamos a recoger hierbas y venderlas en la ciudad. Ah, ya estoy harta de esos proyectos de enriquecimiento rápido. Después de lo de esta noche, no quiero saber nada más de eso.

Como siempre, unos pocos tragos habían dado una nota de coquetería a sus palabras. Empezaba a desplegar su encanto.

Okō era una de esas mujeres de edad indeterminada, y seguía siendo peligrosa. Una gata doméstica retozará en las rodillas de su amo mientras éste la cuide y alimente bien, pero si la deja suelta en la montaña, no tardará en merodear de noche con ojos encendidos, dispuesta a darse un festín con un cadáver o arrancar la carne de los viajeros a quienes una enfermedad ha obligado a tenderse al lado del camino. Okō tenía mucho de gata.

—Tōji —le dijo cariñosamente—, Takezō dice que Akemi se dirigía a Edo. ¿No podríamos ir nosotros también y vivir otra vez como seres humanos? Si encontráramos a Akemi, estoy segura de que se nos ocurriría alguna actividad provechosa.

—Tal vez —respondió él sin entusiasmo.

Estaba pensativo, rodeándose las rodillas con los brazos. Quizá la idea implícita en las palabras de Okō, ofrecer a todo el mundo el cuerpo de Akemi, era un tanto grosera incluso para él. Tras haber vivido con aquella mujer depredadora, Tōji empezaba a arrepentirse, como le ocurriera a Matahachi.

A Musashi la expresión de Tōji le parecía patética, le recordaba la de Matahachi. Estremecido, recordó cómo él mismo se había sentido atraído cierta vez por los encantos de Okō.

Tōji alzó la cabeza.

—Pronto será de día, Okō, y probablemente Musashi está cansado. ¿Por qué no le preparas la habitación del fondo para que descanse un poco?

—Sí, claro. —Mirando de soslayo a Musashi, con los ojos abrillantados por la bebida, le dijo—: Has de ser precavido, Musashi. Ahí afuera está oscuro.

—Gracias. Dormir un rato me iría bien.

La siguió por un oscuro pasillo hasta el fondo de la vivienda. La habitación parecía una añadidura a la cabaña. Estaba apoyada en troncos y se proyectaba sobre el valle, con un precipicio de unos setenta pies desde la pared exterior al río. El aire estaba húmedo a causa de la bruma y el rocío que llegaba desde una cascada. Cada vez que el rugido del viento aumentaba un poco, la pequeña habitación se mecía como un barco.

Los blancos pies de Okō pasaron del suelo de pizarra del pasillo exterior a la sala del hogar.

—¿Se ha ido a dormir? —le preguntó Tōji.

—Creo que sí —respondió ella, arrodillándose a su lado. Luego le susurró al oído—: ¿Qué vas a hacer?

—Ve a llamar a los otros.

—¿Vas a seguir con esto hasta el final?

—¡Desde luego! Si mato a ese bastardo, habré vengado a la casa de Yoshioka.

Alzándose la falda del kimono, la mujer salió de la casa. Bajo el cielo sin estrellas, en lo más hondo de las montañas, corrió con el viento en la negrura como una diablesa felina, su larga cabellera ondeando a sus espaldas.

Los huecos y hondonadas de la montaña no estaban habitados solamente por aves y mamíferos salvajes. A lo largo de su camino, Okō estableció contacto con más de veinte hombres, todos ellos miembros de la banda de Tōji. Adiestrados para las incursiones nocturnas, se movieron con más silencio que hojas acarreadas por el viento hasta un lugar delante de la cabaña.

—¿Un solo hombre?

—¿Un samurai?

—¿Tiene dinero?

Los susurros estaban acompañados de gestos explicativos y movimientos oculares. Unos cuantos, armados con mosquetes, dagas y el tipo de lanza usado por los cazadores de jabalíes, rodearon la habitación del fondo. Cerca de la mitad bajaron al valle, mientras un par de ellos se detenían a medio camino, directamente debajo de la habitación.

El suelo del cuarto estaba cubierto de esteras de juncos. A lo largo de una pared había pulcros montoncillos de hierbas secas, varios morteros y otros utensilios usados en la elaboración de medicamentos. El suave aroma de las hierbas agradaba a Musashi, parecía estimularle a cerrar los ojos y dormir. Sentía su cuerpo pesado e hinchado hasta las puntas de sus extremidades, pero sabía que no debía ceder a la dulce tentación.

Era consciente de que se tramaba algo. Los recogedores de hierbas de Mimasaka nunca tenían cobertizos de almacenamiento como aquél, los suyos jamás estaban situados en un lugar donde se acumulaba la humedad, y siempre se hallaban a cierta distancia de la vegetación espesa. A la débil luz de una lamparilla que descansaba sobre un pie de mortero al lado de su almohada, reparó en otra cosa inquietante. Los soportes metálicos que mantenían juntas las habitaciones en los ángulos estaban rodeados por numerosos agujeros de clavos. También discernió superficies de madera nueva que anteriormente debieron de estar cubiertas por ensamblajes. La deducción era inequívoca: aquella habitación había sido reconstruida, probablemente una serie de veces.

Una leve sonrisa se dibujó en sus labios, pero no se movió.

—Takezō —le llamó Okō en voz baja—, ¿estás durmiendo? —Deslizando suavemente la shoji, se dirigió de puntillas al camastro y dejó una bandeja al lado de la almohada—. Te dejaré aquí un poco de agua. —Él no dio señales de estar despierto.

Cuando regresó a la cabaña, Tōji le susurró:

—¿Todo va bien?

Ella cerró los ojos para recalcar sus palabras.

—Está profundamente dormido.

Con semblante satisfecho, Tōji salió al exterior, fue a la parte trasera de la cabaña y agitó una mecha de mosquete encendida. Entonces los hombres que estaban debajo tiraron de los soportes bajo la habitación, haciendo que se derrumbara estrepitosamente entre las paredes del valle, armazón, cumbrera y todo lo demás.

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