Musashi (41 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Sin hacer el menor intento de consolar a la aterrada muchacha, Musashi recogió el trozo de tallo que había cortado y se puso a comparar un extremo con el otro. Parecía totalmente absorto. Por fin, percatándose de la inquietud de Kocha, le pidió disculpas y le dio unas palmaditas en la cabeza.

Cuando logró tranquilizar a la muchacha y ésta dejó de llorar, le preguntó:

—¿Sabes quién cortó esta flor?

—No, me la han dado.

—¿Quién?

—Una persona del castillo.

—¿Uno de los samuráis?

—No, una mujer joven.

—Humm. ¿Crees entonces que la flor procede del castillo?

—Sí, eso dijo ella.

—Siento haberte asustado. Si luego te compro unos pastelillos, ¿me perdonarás? El cualquier caso, ahora la flor debe de tener la medida justa. Intenta colocarla en el florero.

—¿Te parece bien así?

—Sí, muy bien.

Musashi le había gustado a Kocha desde el primer momento, pero el destello de su espada la había helado hasta la médula. Salió de la habitación, dispuesta a no volver hasta que sus deberes lo hicieran absolutamente inevitable.

Musashi estaba mucho más fascinado por el largo tallo que por la flor. Estaba seguro de que el primer corte no había sido realizado ni con tijeras ni con un cuchillo. Puesto que los tallos de peonía son ligeros y flexibles, el corte sólo podía haber sido efectuado con una espada, y únicamente un golpe muy determinado habría hecho un corte tan limpio. Quienquiera que lo hubiese hecho no era una persona ordinaria. Aunque él mismo había intentado reproducir el corte con su espada, al comparar ambos extremos comprendió en seguida que el suyo era con mucho el inferior. Era como la diferencia que existe entre una estatua budista tallada por un experto y otra hecha por un artesano de habilidad corriente.

Se preguntó qué podía significar aquello. «Si un samurai que trabaja en el jardín del castillo puede hacer un corte como éste, entonces el nivel de la casa de Yagyū debe de ser aún más superior de lo que creía.» De repente le abandonó su confianza: «Todavía no estoy preparado ni mucho menos». Sin embargo, gradualmente fue superando esa sensación. «En cualquier caso, los de la casa de Yagyū son dignos adversarios. Si perdiera, podría echarme a sus pies y aceptar la derrota de buen talante. Ya he decidido que estoy dispuesto a enfrentarme a cualquier cosa, incluso a la muerte.» Entonces cobró valor y poco después sintió renacer sus esperanzas.

Pero ¿cómo iba a hacerlo? Parecía improbable que, aunque un estudiante llegara a su puerta con una carta de presentación apropiada, Sekishūsai accediera a un encuentro de esgrima. Así se lo había dicho el posadero, y, como Munenori y Hyōgo estaban ausentes, no había nadie a quien retar si no era al mismo Sekishūsai.

De nuevo intentó imaginar el modo de entrar en el castillo. Su mirada volvió a posarse en la flor que descansaba en la pequeña tarima del tokonoma, el lugar de honor de la estancia, y empezó a tomar forma la imagen de alguien a quien la flor le recordaba inconscientemente. Ver el rostro de Otsū en su mente apaciguó su espíritu y le tranquilizó los nervios.

Otsū se dirigía de regreso al castillo de Koyagyū cuando, de improviso, oyó un grito estridente a sus espaldas. Se volvió y vio a un niño que salía de una agrupación de árboles al pie de un risco. Era evidente que se dirigía a su encuentro, y, puesto que los niños de la zona eran demasiado tímidos para acercarse a una mujer joven como ella, detuvo su caballo y aguardó por pura curiosidad.

Jōtarō estaba en cueros, tenía el pelo mojado y llevaba sus ropas enrolladas bajo el brazo. En absoluto avergonzado por su desnudez, le dijo:

—Tú eres la dama de la flauta. ¿Aún te alojas aquí? —Tras examinar el caballo con disgusto, miró directamente a Otsū.

—¡Eres tú! —exclamó ella—. El chiquillo que lloraba en la carretera de Yamato.

—¿Lloraba? ¡Yo no lloraba!

—No importa. ¿Desde cuándo estás aquí?

—Llegué el otro día.

—¿Tú solo?

—No, con mi maestro.

—Ah, claro. Dijiste que estudiabas esgrima, ¿no es cierto? ¿Qué estás haciendo desnudo?

—No creerás que voy a bañarme en el río con la ropa puesta, ¿verdad?

—¿El río? Pero el agua debe de estar helada. La gente se reiría si supiera que nadas en esta época del año.

—No estaba nadando, sino dándome un baño. Mi maestro me dijo que olía a sudor, así que fui al río.

Otsū soltó una risita.

—¿Dónde os alojáis?

—En la Wataya.

—No me digas, acabo de salir de ahí.

—Lástima que no hayas ido a vernos. ¿Por qué no vienes conmigo ahora?

—Ahora no puedo. Tengo que hacer un recado.

—¡Bueno, adiós! —dijo él, volviéndose para marcharse.

—Jōtarō, ven a verme alguna vez al castillo.

—¿Puedo ir de veras?

Otsū apenas había pronunciado esas palabras cuando empezó a lamentarlas, pero dijo:

—Sí, aunque no se te ocurra venir vestido como lo estás ahora.

—Si eso es lo que sientes, no quiero ir. No me gustan los sitios donde se preocupan por bagatelas.

Otsū se sintió aliviada y aún sonreía cuando cruzó el portal del castillo. Tras devolver el caballo al establo, fue a informar a Sekishūsai.

El anciano se echó a reír.

—¡De modo que estaban enfadados! ¡Muy bien! Que se enfaden. No van a hacerme cambiar de idea. —Al cabo de un momento pareció recordar algo más—. ¿Tiraste la peonía? —le preguntó.

Ella le explicó que se la había dado a la doncella de la posada, y él anciano hizo un gesto de aprobación.

—¿Cogió el muchacho Yoshioka la peonía y la examinó?

—Sí, cuando leyó la carta.

—¿Y bien?

—Se limitó a devolvérmela.

—¿No miró el tallo?

—No vi que hiciera tal cosa.

—¿No lo examinó ni dijo nada al respecto?

—No.

—He hecho bien en negarme a recibirle. No merece la pena un encuentro con él. Creo que la casa de Yoshioka terminó con Kempō.

El dōjō de Yagyū podría calificarse apropiadamente de grandioso. Situado en el terreno que rodeaba el castillo, había sido reconstruido cuando Sekishūsai contaba unos cuarenta años, y la fuerte madera utilizada en su construcción lo hacía parecer indestructible. El brillo de la madera, adquirido con el paso de los años, parecía reflejar los rigores sufridos por los hombres que se habían adiestrado allí, y el edificio era lo bastante amplio para haber servido como cuartel de samuráis en tiempos de guerra.

—¡Ligeramente! ¡Con la punta de la espada no, con vuestras entrañas! —Shōda Kizaemon, sentado en una plataforma algo elevada y vestido con una túnica interior y
hakama
, impartía airadas instrucciones a dos aspirantes a espadachines—. ¡Repetidlo! ¡No lo hacéis nada bien!

El blanco de la reprimenda de Kizaemon era un par de samurais de Yagyū, los cuales, aunque estaban aturdidos y empapados en sudor, seguían luchando tenazmente. Tomaron posiciones, prepararon sus armas y los dos volvieron a enfrentarse como fuego contra fuego.

—¡Aóoh!

—¡Yaaaaa!

En Yagyū no se permitía a los principiantes emplear espadas de madera, sino que usaban un palo diseñado específicamente para el estilo Shinkage. Era una bolsa de cuero larga y delgada, llena de tiras de bambú, un verdadero palo de cuero sin empuñadura ni guarda de espada. Aunque menos peligroso que una espada de madera, de todos modos podía cortar una oreja o convertir Una nariz en una granada. No había restricción alguna con respecto a las partes del cuerpo que el combatiente podía atacar. Estaba permitido derribar al contrario golpeándole horizontalmente en las piernas, y no había ninguna regla que impidiera golpear a un hombre cuando estaba en el suelo.

—¡Manteneos así! ¡Sin decaer! ¡Igual que la última vez! —Kizaemon seguía dirigiendo a los estudiantes.

Era costumbre no permitir que un hombre abandonara hasta que estuviera a punto de caerse. A los principiantes se les trataba con especial dureza, sin alabarles nunca ni escatimar los insultos. Debido a ello, el samurai corriente sabía que entrar al servicio de la casa de Yagyū no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Los recién llegados no solían durar, y los hombres que ahora servían a las órdenes de Yagyū eran el resultado de una criba minuciosa. Incluso los soldados rasos de infantería y los mozos de establo habían hecho algunos progresos en el estudio de la esgrima.

Ni que decir tiene, Shōda Kizaemon era un espadachín consumado que había dominado el estilo Shinkage a edad temprana y, bajo la tutela del mismo Sekishūsai había aprendido los secretos del estilo Yagyū, al que había añadido algunas técnicas personales, por lo que ahora hablaba orgullosamente del «verdadero estilo Shōda».

El adiestrador de caballos de Yagyū, Kimura Sukekurō, era también diestro, así como Murata Yozō, del cual, aunque estaba empleado como encargado del almacén, se decía que era un buen contrincante para Hyōgo. Debuchi Magobei, otro empleado de categoría relativamente baja, había estudiado la esgrima desde su infancia y blandía realmente un arma poderosa. El señor de Echizen había intentado persuadir a Debuchi para que entrara a su servicio, y los Tokugawa de Kii intentaron atraer a Murata, pero ambos prefirieron permanecer en Yagyū, aunque los beneficios materiales fuesen menores.

La casa de Yagyū, que ahora se encontraba en la cima de su prosperidad, estaba produciendo un torrente al parecer interminable de grandes espadachines. Del mismo modo, los samurais de Yagyū no eran reconocidos como espadachines hasta que habían demostrado su capacidad sobreviviendo al régimen implacable.

—¡Eh, tú! —gritó Kizaemon, llamando a un guardián que pasaba por el exterior. Le había sorprendido ver a Jōtarō, que seguía al soldado.

—¡Hola! —dijo el chiquillo, amigable como de costumbre.

—¿Qué estás haciendo en el castillo? —le preguntó Kizaemon severamente.

—El hombre de la entrada me ha hecho pasar —replicó sinceramente Jōtarō.

—¿Ah, sí? —Entonces se dirigió al guardián—. ¿Por qué has traído a este chico aquí?

—Ha dicho que quería verte.

—¿Quieres decir que has traído aquí a este niño fiándote tan sólo de su palabra?... ¡Muchacho!

—Sí, señor.

—Esto no es un campo de juegos. Vete de aquí.

—Pero no he venido a jugar. Traigo una carta de mi maestro.

—¿De tu maestro? ¿No dijiste que era uno de esos estudiantes errantes?

—Lee la carta, por favor.

—No tengo necesidad de hacerlo.

—¿Qué ocurre? ¿Es que no sabes leer?

Kizaemon soltó un bufido.

—Bien, si puedes leerla, léela.

—Eres un mocoso astuto. La razón por la que he dicho que no necesito leerla, es que ya sé lo que dice.

—Aun así, ¿no crees que sería más cortés leerla?

—Los estudiantes de guerrero pululan por aquí como mosquitos y lombrices. Si dedicara tiempo a ser cortés con todos ellos, no podría hacer ninguna otra cosa. No obstante, como lo siento por ti, te diré lo que dice la carta. ¿De acuerdo?

—Dice que al firmante le gustaría que se le permitiera ver nuestro magnífico dōjō, que quisiera estar, aunque sólo fuera por un minuto, a la sombra del más grande maestro del país, y que por el bien de todos los sucesores que seguirán el camino de la espada, agradecería que se le concediera una lección. Supongo que ése es en sustancia el contenido de la carta.

Jōtarō le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Es eso lo que dice la carta?

—Sí, de modo que no hace falta que la lea, ¿no crees? Pero que no se diga que la casa de Yagyū rechaza insensiblemente a quienes la visitan. —Hizo una pausa y, como si hubiera ensayado sus palabras, siguió diciendo—: Pide al guardián que te lo explique todo. Cuando llegan a esta casa los estudiantes de guerrero, entran por la puerta principal y pasan a la del medio, a la derecha de la cual hay un edificio llamado Shin'indō, identificado por una placa de madera. Si lo solicitan al encargado, pueden descansar ahí durante algún tiempo, y hay los servicios necesarios para que pasen una o dos noches. Cuando se marchan, se les da una pequeña suma de dinero para ayudarles en su viaje. Pues bien, lo que has de hacer ahora es entregar esta carta al encargado del Shin'indō. ¿Entendido?

—¡No! —replicó Jōtarō. Sacudió la cabeza y alzó ligeramente el hombro derecho—. ¡Escuchad, señor!

—¿Y bien?

—No debéis juzgar a la gente por su aspecto. ¡No soy el hijo de un mendigo!

—Debo admitir que, en efecto, tienes cierta habilidad verbal.

—¿Por qué no echáis una mirada a la carta? Es posible que diga algo totalmente distinto a lo que creéis. ¿Qué haríais entonces? ¿Permitiríais que os cortara la cabeza?

—¡Espera un momento! —dijo Kizaemon, riéndose. Su cara, con la boca roja detrás de la barba erizada, parecía el interior de una castaña rota—. No, no puedes cortarme la cabeza.

—Bien, entonces leed la carta.

—Ven aquí.

—¿Por qué? —Jōtarō tuvo la aprensiva sensación de que había ido demasiado lejos.

—Admiro la determinación con que no estás dispuesto a permitir que el mensaje de tu maestro se quede sin entregar. La leeré.

—¿Y por qué no habríais de hacerlo? Sois el oficial de mayor rango en la casa de Yagyū, ¿no es cierto?

—Blandes soberbiamente la lengua. Esperemos que puedas hacer lo mismo con la espada cuando crezcas. —Rompió el sello de la carta y leyó en silencio el mensaje de Musashi. A medida que lo hacía su expresión iba poniéndose seria—. ¿Has traído algo junto con esta carta?

—¡Ah, sí, se me olvidaba! —Rápidamente, Jōtarō sacó del interior de su kimono el tallo de peonía.

Kizaemon examinó silenciosamente ambos extremos del tallo, con cierta expresión de perplejidad. No podía entender del todo el significado de la carta de Musashi.

Éste explicaba que la doncella de la posada le había dado la flor, diciendo que procedía del castillo, y que al examinar el tallo había descubierto que el corte no había sido hecho por «una persona ordinaria». El mensaje seguía diciendo: «Tras colocar la flor en un florero, percibí en ella cierto espíritu especial, y sentí que debía conocer a la persona que realizó el corte. Puede que la cuestión parezca trivial, pero si no os importa decirme qué miembro de vuestra casa lo ha hecho, os agradecería que me enviarais la respuesta por medio del muchacho que os entrega esta carta».

Eso era todo... No mencionaba que el firmante fuese un estudiante ni solicitaba un encuentro de esgrima.

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