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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (20 page)

BOOK: Musashi
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—No hay ningún médico entre aquí y ese lugar. Incluso a caballo, me llevará por lo menos hasta medianoche.

—¿Es tu esposa la enferma?

—Oh, no —dijo el hombre con el ceño fruncido—. Si fuese mi esposa o uno de mis hijos no me importaría hacer este viaje. Pero es una gran molestia hacerlo por una desconocida, alguien que se detuvo aquí para descansar.

—Ah, ¿es la muchacha que está en la habitación trasera? —dijo el tío Gon—. He echado un vistazo dentro y la he visto.

Ahora las cejas de Osugi también estaban juntas.

—Sí —dijo el tendero—. Empezó a temblar mientras descansaba, así que le ofrecí la habitación trasera para que se acostara. Me pareció que debía hacer algo... En fin, no ha mejorado nada, e incluso parece encontrarse mucho peor. Está ardiendo de fiebre y me temo que su estado es grave.

Osugi se paró en seco.

—¿Tiene unos dieciséis años y es muy delgada?

—Sí, ésa debe de ser su edad. Dice que procede de Miyamoto.

Osugi guiñó un ojo a Gonroku y se puso a buscar algo en el interior de su obi. Una expresión afligida apareció en su rostro mientras exclamaba:

—¡Ah, me lo he dejado en la casa de té!

—¿Qué es lo que te has dejado?

—Mi rosario. Ahora lo recuerdo... Lo dejé sobre un taburete.

—Es una pena —dijo el tendero, haciendo dar la vuelta a su caballo—. Iré a buscarlo.

—¡No, no! Tienes que ir en busca del médico. Esa muchacha enferma es más importante que mi rosario. Nosotros mismos iremos a buscarlo.

El tío Gon ya se había puesto en camino, dando grandes zancadas cuesta arriba. En cuanto Osugi se separó del solícito dueño de la casa de té, corrió hasta darle alcance. Poco después ambos resoplaban y jadeaban. ¡La enferma tenía que ser Otsū!

Lo cierto era que Otsū no se había recuperado de la fiebre que contrajo la noche de la tormenta, cuando se la llevaron a rastras al interior del templo. De alguna manera había olvidado que estaba enferma durante las pocas horas que pasó con Takezō, pero cuando éste se marchó, ella sólo pudo recorrer un corto trecho antes de que empezara a sucumbir al dolor y la fatiga. Cuando llegó a la casa de té, estaba extenuada.

No sabía cuánto tiempo llevaba acostada en la habitación trasera, delirante y rogando que le dieran agua una y otra vez. Antes de marcharse, el tendero entró a verla y le pidió encarecidamente que aguantara hasta que él volviera con el médico. Momentos después ella ni se acordaba de que el hombre le había hablado.

Tenía la boca muy seca y como si estuviera llena de espinas.

—Por favor, señor, déme agua —pidió con voz débil.

Al no oír respuesta alguna, se irguió sobre los codos y estiró el cuello hacia el depósito de agua, que estaba justamente al otro lado de la puerta. Se arrastró poco a poco hasta llegar allí, pero cuando cogía el cazo de bambú para tomar el agua, oyó que en alguna parte, detrás de ella, se desprendía una contraventana. La casa de té era poco más que una choza de montaña, y no había nada en ella para impedir que cualquiera levantara una o todas las contraventanas mal encajadas.

Osugi y el tío Gon entraron por la abertura dando traspiés.

—No veo nada —se quejó la anciana, creyendo que lo decía en un susurro.

—Espera un momento —replicó Gon, el cual se encaminó a la sala del hogar, agitó los rescoldos y echó un poco de leña para que el fuego les iluminara—. ¡No está aquí, abuela!

—¡Tiene que estar! ¡No puede haber salido!

Casi de inmediato, Osugi observó que la puerta de la habitación trasera estaba entornada.

—¡Mira, ahí afuera! —gritó.

Otsū, que estaba en pie al otro lado de la puerta, arrojó el agua del cazo, por la estrecha abertura, al rostro de la anciana, y bajó corriendo la cuesta como un pájaro impulsado por el viento, las mangas y la falda del kimono aleteando tras ella.

Osugi se apresuró a salir y lanzó una imprecación.

—Gon, Gon... ¡Vamos, haz algo!

—¿Se ha escapado?

—¡Pues claro! Desde luego, la hemos puesto bien sobre aviso, con todo ese ruido. ¡Tenías que desprender la contraventana! —La ira contorsionaba el rostro de la anciana—. ¿No puedes hacer algo?

El tío Gon dirigió su atención a la forma, semejante a la de un ciervo, que huía a lo lejos. Alzó un brazo y señaló.

—Es ella, ¿verdad? No te preocupes, no nos lleva mucha ventaja. Está enferma y, en cualquier caso, sólo tiene las piernas de una niña. La atraparé en seguida.

Bajó la cabeza, dirigiendo la barbilla hacia el pecho, y echó a correr. Osugi le siguió de cerca.

—¡Tío Gon! —le gritó—. Puedes emplear la espada con ella, pero no le cortes la cabeza hasta después de que haya tenido oportunidad de decirle lo que pienso.

De repente el tío Gon lanzó un grito de consternación y se puso a cuatro patas.

—¿Qué sucede? —le preguntó Osugi cuando llegó a su lado.

—Mira ahí abajo.

Osugi obedeció. Delante de ellos había un pronunciado declive que daba a un barranco cubierto de bambúes.

—¿Se ha lanzado ahí?

—Sí. No creo que sea muy hondo, pero está demasiado oscuro para saberlo. Tendré que volver a la casa de té y buscar una antorcha.

Mientras estaba arrodillada examinando el barranco, Osugi le gritó:

—¿A qué estás esperando, imbécil? —y le dio un fuerte empujón. Se oyó un ruido de pies que trataban de encontrar un asidero y se movían desesperadamente antes de llegar al fondo del barranco.

—¡Vieja bruja! —gritó encolerizado el tío Gon—. ¡Ahora baja tú aquí! ¡A ver si te gusta!

Takezō estaba sentado en una gran roca y, cruzado de brazos, contemplaba la prisión militar de Hinagura, al otro lado del valle. Pensaba que bajo uno de aquellos tejados tenían prisionera a su hermana, pero él llevaba sentado allí desde el alba al anochecer del día anterior y toda aquella jornada, incapaz de idear un plan para rescatarla. Pensó que seguiría sentado allí hasta que tuviera la certeza de lo que debía hacer.

Sus cavilaciones le habían permitido confiar en que podría burlar a los cincuenta o cien soldados que protegían la prisión militar, pero las características del terreno seguían preocupándole. No sólo tenía que entrar en el edificio sino también huir de él, y las perspectivas no eran nada halagüeñas: detrás de la prisión había una garganta profunda y, por delante, el camino que conducía al edificio estaba bien protegido por un doble portal. Para empeorar las cosas, él y su hermana se verían obligados a huir por una llanura sin un solo árbol tras el que ocultarse. En un día sin nubes como aquél, sería difícil encontrar un blanco mejor.

Así pues, la situación exigía un ataque nocturno, pero Takezō había observado que antes de la puesta del sol cerraban las puertas, y sin duda cualquier intento de forzarlas con una palanqueta haría sonar una cacófona alarma de matracas de madera. No parecía existir ningún medio seguro de entrar subrepticiamente en la fortaleza.

«No hay manera —se dijo Takezō con tristeza—. Aunque arriesgara mi vida y la de ella, sería inútil. —Se sentía humillado e impotente—. ¿Cómo he llegado a ser tan cobarde? Hace una semana ni siquiera habría pensado en las posibilidades de salir con vida.»

Durante otra media jornada siguió con los brazos cruzados sobre el pecho, como si los tuviera trabados. Temía algo indefinible y dudaba en acercarse más a la prisión. Una y otra vez se reconvenía:

«He perdido el valor. Yo nunca he sido así. Es posible que ver la cara de la muerte convierta a cualquiera en un cobarde.»

Sacudió la cabeza. No, no se trataba de eso. No era cobardía. Simplemente había aprendido su lección, la que Takuan se había empeñado tanto en enseñarle, y ahora podía ver las cosas más claramente. Experimentaba un nuevo sosiego, una sensación de paz, que parecía fluir por su pecho como un plácido río. Ser valiente era algo muy distinto de ser fiero. Ahora se daba cuenta de ello. No se sentía como un animal sino como un hombre, un hombre valeroso que ha superado su temeridad adolescente. La vida que le había sido concedida era algo que debía ser atesorado y protegido, pulimentado y perfeccionado.

Contempló el hermoso y claro cielo, cuyo color por sí solo parecía un milagro. Sin embargo, no podía dejar a su hermana abandonada, aunque ello significara violar, por última vez, el precioso conocimiento de sí mismo que tan reciente y dolorosamente había adquirido.

Un plan empezó a tomar forma en su mente. «Cuando se haga de noche, cruzaré el valle y treparé al risco por el otro lado. La barrera natural podría ser una bendición disfrazada. No hay ningún portal trasero, y esa parte no parece muy vigilada.»

Apenas había llegado a esta decisión cuando una flecha voló hacia él y se clavó en el suelo a escasa distancia de sus pies. Miró a través del valle y distinguió una multitud de hombres que iban de un lado a otro dentro de la prisión militar. Era evidente que le habían descubierto. Los hombres se dispersaron casi de inmediato. Takezō supuso que había sido un flechazo de prueba, para ver cómo reaccionaba, y permaneció deliberadamente inmóvil donde estaba.

Poco después, la luz del sol nocturno empezó a desvanecerse detrás de las cumbres de las montañas occidentales. Poco antes de que oscureciera, se levantó y cogió una piedra. Había localizado su cena volando por encima de su cabeza. Derribó el ave a la primera, la descuartizó y hundió los dientes en la cálida carne.

Mientras comía, unos veinte soldados se colocaron silenciosamente en posición, rodeándole. Una vez colocados lanzaron un grito de batalla y un hombre gritó:

—¡Es Takezō! ¡Takezō de Miyamoto!

—¡Es peligroso! ¡No le subestiméis! —les advirtió otro.

Takezō alzó la vista de su festín de pájaro crudo y dirigió una mirada asesina a sus aspirantes a captores, la misma mirada de las fieras al ser molestadas cuando están comiendo.

—¡Aahh! —gritó, al tiempo que cogía una piedra enorme y la arrojaba al perímetro de aquella muralla humana.

La sangre de los hombres alcanzados tiñó la piedra de rojo, y en un instante Takezō pasó por encima de ellos y se alejó en línea recta hacia la puerta de la prisión.

Los hombres se quedaron pasmados.

—¿Qué está haciendo?

—¿Adonde va ese necio?

—¡No está en su sano juicio!

Voló como una libélula alocada, perseguido por los soldados, que lanzaban gritos de guerra. Sin embargo, cuando llegaron al portal exterior, Takezō ya había saltado por encima, y ahora se encontraba entre los dos portales, en una especie de jaula. Los ojos de Takezō no lo vieron así, como tampoco veían a sus perseguidores en el muro ni a los guardianes al otro lado de la segunda puerta. Ni siquiera tenía conciencia de que, de un solo golpe, había derribado al centinela que intentó detenerle. Con una fuerza casi sobrehumana, arrancó un poste del portal interior, agitándolo furiosamente hasta que pudo extraerlo del suelo. Entonces se volvió hacia sus perseguidores. Desconocía su número, todo lo que sabía era que algo grande y negro le atacaba. Apuntando lo mejor que pudo, golpeó a la masa amorfa con el poste, rompiendo buen número de lanzas y espadas, que volaron por el aire y cayeron inútiles al suelo.

—¡Ogin! —exclamó Takezō, corriendo hacia el fondo de la prisión—. ¡Ogin, soy yo..., Takezō!

Examinó furibundo los edificios, llamando repetidas veces a su hermana, y se preguntó con pánico si todo aquello habría sido una trampa. Con el grueso poste empezó a derribar las puertas una tras otra. Las aves de corral graznaban y corrían en todas direcciones para ponerse a salvo.

—¡Ogin!

No lograba localizarla, y sus ásperos gritos se hacían casi ininteligibles.

En la penumbra de una de las celdas pequeñas y sucias vio a un hombre que intentaba escabullirse.

—¡Alto! —le conminó, arrojando el poste ensangrentado a los pies de aquella criatura que recordaba a una comadreja. Cuando se abalanzó contra él, el hombre se echó a llorar sin pudor. Takezō le dio una bofetada—. ¿Dónde está mi hermana? —rugió—. ¿Qué le han hecho? ¡Dime dónde está o te mato de una paliza!

—Ella... no está aquí. Se la llevaron anteayer. Órdenes del castillo.

—¿Adonde, desgraciado, adonde?

—A Himeji.

—¿Himeji?

—Sssí...

—Como sea falso te... —Agarró al tipo lloriqueante por el cabello.

—Es cierto..., cierto. ¡Lo juro!

—¡Será mejor que lo sea, o volveré a por ti!

Los soldados se acercaban de nuevo, y Takezō levantó al hombre del suelo y lo arrojó contra ellos. Entonces desapareció en las sombras de las oscuras celdas. Media docena de flechas pasaron por su lado, y una de ellas se clavó como una gigantesca aguja de coser en la falda de su kimono. Takezō se mordió la uña del pulgar y observó el paso de las flechas. Entonces, repentinamente, echó a correr hacia el muro y saltó por encima en un instante.

A sus espaldas se oyó una fuerte explosión. El eco del arma de fuego retumbó en el valle.

Takezō recorrió velozmente la garganta, y mientras corría fragmentos de las enseñanzas de Takuan pasaban por su mente: «Aprende a temer lo que es temible... La fuerza bruta es un juego de niños, la fuerza inconsciente de las bestias... Ten la fuerza del verdadero guerrero..., el auténtico valor... La vida es preciosa».

El nacimiento de Musashi

Takezō aguardaba en las afueras de la ciudad fortificada de Himeji, ocultándose de vez en cuando bajo el puente Hanada, pero en general permanecía sobre el puente, examinando discretamente a los transeúntes. Cuando no estaba en las proximidades del puente, efectuaba breves recorridos alrededor de la ciudad, procurando mantener el sombrero bajo y el rostro oculto, como un mendigo, por un trozo de estera de paja.

Le desconcertaba que Otsū no apareciera todavía. Sólo había transcurrido una semana desde que le juró que le esperaría allí..., no cien sino mil días. Takezō detestaba incumplir sus promesas, pero a cada momento que pasaba se sentía más tentado a ponerse en marcha, aunque su promesa a Otsū no era la única razón que le había llevado a Himeji. También debía averiguar dónde tenían prisionera a Ogin.

Un día estaba cerca del centro de la ciudad cuando oyó gritar su nombre y unas pisadas que corrían tras él. Se volvió bruscamente y vio que Takuan se le acercaba.

—¡Espera, Takezō!

Takezō se sobresaltó y, como solía ocurrirle en presencia de aquel monje, se sintió un tanto humillado. Había creído que su disfraz era infalible y tenido la seguridad de que nadie, ni siquiera Takuan, le reconocería.

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