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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (181 page)

BOOK: Musashi
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El encargado destinó un rincón de la «tienda», como llamaba a la oficina, para que Iori durmiera allí. Aunque agradecía que le hubieran rescatado, el muchacho no tardó en sentirse insatisfecho por su nueva manera de vivir.

La atmósfera cosmopolita a la que había ido a parar ejercía sobre él cierta fascinación. Contempló boquiabierto las innovaciones extranjeras que veía en las calles, los barcos en el puerto y los signos de prosperidad que eran evidentes por el estilo de vida de la gente. Pero continuamente le decían: «¡Eh, chico! ¡Haz esto...! ¡Haz aquello!». Desde el último mono del almacén hasta el administrador, le obligaban a ir de un lado a otro como un perro, y su actitud hacia él era totalmente distinta a la que adoptaban cuando hablaban con un miembro de la familia o con un cliente. Entonces se convertían en serviles pelotilleros. Y, desde la mañana a la noche, no hacían más que hablar de dinero y más dinero, y cuando no hablaban de eso lo hacían de trabajo y más trabajo.

«¡Y se consideran seres humanos!», pensaba Iori. Anhelaba el cielo azul y el olor de la hierba cálida bajo el sol, y no eran pocas las veces que había decidido huir de allí. La nostalgia era más intensa cuando recordaba a Musashi, en aquellos momentos en que le hablaba de las maneras de nutrir al espíritu. Veía con nitidez la imagen de Musashi y el rostro del desaparecido Gonnosuke..., y a Otsū.

Un día la situación llegó a un punto insostenible.

—¡Io! —le llamó Sahei—. ¿Dónde estás, Io?

Al no obtener respuesta, el hombre se levantó y fue hasta el travesaño lacado de negro, el llamado keyaki, que formaba el umbral de la oficina.

—Vaya, chico nuevo, así que estás aquí —le gritó—. ¿Por qué no acudes cuando te llaman?

Iori estaba barriendo el pasillo entre la oficina y el almacén. Alzó la vista y preguntó:

—¿Me llamabas a mí?

—¡Me llamabas a mí, señor!

—Entiendo.

—¡Entiendo, señor!

—Sí, señor.

—¿Es que no tienes oídos? ¿Por qué no me has respondido?

—Te he oído decir «Io», y no podía tratarse de mí. Me llamo Iori..., señor.

—Io es suficiente. Y una cosa más. El otro día te dije que dejaras de llevar esa espada.

—Sí, señor.

—Dámela.

Iori titubeó un momento y entonces replicó:

—Es un recuerdo de mi padre. No puedo desprenderme de ella.

—¡Mocoso descarado! Te he dicho que me la des.

—De todas maneras no quiero ser mercader.

—Si no fuese por los mercaderes, la gente no podría vivir —dijo Sahei enérgicamente—. ¿Quién traería mercancías de países extranjeros? Nobunaga y Hideyoshi son grandes hombres, pero no podrían haber levantado todos esos castillos... Azuchi, Jurakudai, Fushimi, sin la ayuda de los mercaderes. Sólo tienes que ver a los hombres que trabajan aquí, en Sakai, Namban, Ruzon, Fukien, Amoi. Todos ellos comercian a gran escala.

—Eso ya lo sé.

—¿Cómo podrías saberlo?

—Cualquiera puede ver sus grandes casas en Ayamachi, Kinumachi y Nishikimachi, y allá arriba, en lo alto de la colina, el establecimiento de Ruzon'ya parece un castillo. Hay hileras y más hileras de mansiones que pertenecen a ricos mercaderes. Este lugar..., bueno, sé que la señora y Otsuru están orgullosas de él, pero no puede compararse con ninguna de esas casas.

—¡Qué dices, pequeño hijo de perra!

Sahei apenas había cruzado la puerta antes de que Iori dejara caer la escoba y echara a correr. Sahei llamó a unos obreros portuarios y les ordenó que le atraparan.

Cuando trajeron a Iori a rastras, Sahei estaba fuera de sí.

—¿Qué se puede hacer con un chico como éste? Es respondón y se burla de todos nosotros. Hoy le vamos a dar un buen castigo. —Al entrar de nuevo en la oficina, añadió—: Quitadle esa espada.

Le despojaron del arma ofensiva y le ataron las manos a la espalda. Cuando anudaron la cuerda a una gran caja de carga, Iori parecía un mono sujeto por una traílla.

—Que se quede ahí un buen rato —dijo uno de los hombres, sonriente—. Dejemos que la gente se burle de él.

Los demás regresaron al trabajo entre risotadas.

No había nada que Iori odiara más que aquello. ¡Cuan a menudo Musashi y Gonnosuke le habían advertido que no hiciera cosas de las que pudiera avergonzarse!

Primero intentó suplicar, luego prometió que se corregiría. Como todo esto fue en vano, recurrió a las invectivas.

—¡El administrador es un idiota, un viejo chocho que está loco! ¡Desatadme y devolvedme mi espada! ¡No voy a quedarme en una casa como ésta!

Sahei se acercó y le ordenó que se callara. Entonces intentó amordazar a Iori, pero el muchacho le mordió un dedo, por lo que el hombre desistió y pidió a los obreros portuarios que lo hicieran.

Iori tiró de sus ataduras a uno y otro lado. El hecho de estar expuesto a las miradas de los transeúntes le producía ya una enorme tensión, y se echó a llorar cuando un caballo orinó y el líquido espumoso corrió hacia sus pies.

Cuando se estaba tranquilizando, vio algo que casi le hizo desmayarse. Al otro lado de un caballo había una mujer joven, su cabeza protegida del sol ardiente por un sombrero lacado de ala ancha. Llevaba atado, para mayor comodidad al viajar, su kimono de cáñamo, y sujetaba una delgada caña de bambú.

Iori trató en vano de llamarla. Estiró el cuello hasta que casi se asfixió a causa del esfuerzo. Tenía los ojos secos, pero los sollozos estremecían sus hombros. El hecho de que Otsū estuviera tan cerca le enloquecía. ¿Adonde iba? ¿Por qué se había marchado de Edo?

Más tarde, cuando un barco atracó en el embarcadero, hubo mucho más movimiento en la zona.

—Sahei, ¿qué está haciendo aquí este chico, atado como un oso adiestrado para su exhibición? Es una crueldad dejarle así, y también es negativo para el negocio.

El hombre que así había hablado en el umbral de la oficina era un primo de Tarōzaemon, a quien generalmente llamaban Namban'ya, el nombre del establecimiento donde trabajaba. Unas negruzcas marcas de viruela añadían cierto matiz siniestro a su semblante airado. A pesar de su aspecto, era un hombre amable que con frecuencia daba dulces a Iori.

—No me importa que le estés castigando —siguió diciendo—. No es correcto hacerlo en medio de la calle. Eso es malo para el nombre de Kobayashi. Desátale.

—Sí, señor.

Sahei obedeció de inmediato, mientras divertía a Namban'ya con una detallada explicación de lo inútil que era Iori.

—Si no sabes qué hacer con él —dijo Namban'ya—, le llevaré a casa conmigo. Hoy hablaré de ello con Osei.

El administrador, temiendo las consecuencias cuando la dueña de la casa se enterase de lo sucedido, sintió de improviso la necesidad de suavizar los sentimientos de Iori. Éste, por su parte, no dirigió la palabra a aquel hombre durante el resto del día.

Aquella noche, cuando se disponía a marcharse, Namban'ya se detuvo en el rincón de la tienda ocupado por Iori. Estaba algo bebido, pero de buen humor, y le dijo:

—Bueno, al final no vas a venirte conmigo. Las mujeres no han estado dispuestas a consentirlo. ¡Ja!

Sin embargo, su conversación con Osei y Otsuru había tenido un efecto saludable. Al día siguiente Iori ingresó en la escuela de un templo vecino. Se le permitió llevar su espada a la escuela, y ni Sahei ni los demás volvieron a molestarle.

Pero aun así, el muchacho seguía sin poder adaptarse. Cuando estaba dentro de la casa, su mirada se dirigía con frecuencia al exterior. Cada vez que una mujer joven parecida, incluso remotamente, a Otsū pasaba por la calle, el color de su rostro cambiaba. En ocasiones salía para verla mejor.

Una mañana, hacia comienzos del noveno mes, empezó a llegar por barco fluvial una prodigiosa cantidad de equipaje procedente de Kyoto. Mediado el día, baúles y cestos se amontonaban ante la oficina. Las etiquetas identificaban aquella propiedad como perteneciente a samurais de la Casa de Hosokawa, los cuales habían realizado en Kyoto unas actividades similares a las que llevaron a Sado al monte Kōya, para ocuparse de los asuntos póstumos de Hosokawa Yūsai. Ahora estaban sentados, tomando té de cebada y abanicándose, algunos en la oficina y otros en el exterior, bajo los aleros.

Al regresar de la escuela, Iori se detuvo en la calle y palideció.

Kojirō, sentado sobre un gran cesto, estaba hablando con Sahei.

—Aquí hace demasiado calor —le decía—. ¿Aún no ha atracado nuestro barco?

Sahei alzó la vista del conocimiento de embarque que tenía en las manos y señaló hacia el embarcadero.

—Tu barco es el Tatsumimaru. El que está allí. Como puedes ver, todavía no han terminado de cargarlo y vuestras plazas a bordo aún no están preparadas. Lo siento mucho.

—Pues preferiría esperar a bordo. Allí debe de hacer algo de fresco.

—Sí, señor. Iré ahora mismo a ver cómo van las cosas.

Demasiado apresurado para enjugarse el sudor de la frente, se encaminó calle abajo, y entonces vio a Iori.

—¿Qué haces aquí parado, como si te hubieras tragado una baqueta? Ve y atiende a los pasajeros. Té de cebada, agua fresca, agua caliente... Dales lo que quieran.

Iori se dirigió a un cobertizo en la entrada del callejón, al lado del almacén, donde mantenían una gran tetera de agua hirviendo. Pero en vez de hacer lo que le habían ordenado, se quedó mirando furibundo a Kojirō.

Ahora era conocido en general como Ganryū, el nombre de cultas resonancias que parecía más apropiado a su edad y categoría actuales. Había ganado peso y era más robusto. La cara se le había llenado. Sus ojos, que en el pasado parecían atravesar a quien miraban, eran serenos y tranquilos. Ya no usaba a menudo su lengua como si fuese un estilete, cosa que en el pasado hiciera tanto daño. De alguna manera, la dignidad de su espada había pasado a formar parte de su personalidad.

Una de las consecuencias era que había sido gradualmente aceptado por sus camaradas samurais, los cuales no sólo hablaban de él en términos elogiosos sino que le respetaban de veras.

Empapado en sudor, Sahei regresó del barco, volvió a pedir disculpas por la larga espera y anunció:

—Los asientos en medio del barco aún no están preparados, pero los de la proa sí que lo están.

Eso significaba que los soldados de infantería y los samurais más jóvenes podían subir a bordo. Recogieron sus pertenencias y partieron en grupo.

Sólo permanecieron donde estaban Kojirō y seis o siete hombres mayores, todos ellos funcionarios de cierta importancia en el feudo.

—Sado aún no ha llegado, ¿verdad? —preguntó Kojirō.

—No, pero no creo que tarde mucho.

—Pronto tendremos el sol en el oeste —le dijo Sahei a Kojirō—. Si entras, hará más fresco.

—Las moscas son terribles —se quejó Kojirō—. Y estoy sediento. ¿No podría tomar otra taza de té?

—En seguida, señor. —Sin levantarse, Sahei gritó en dirección al cobertizo donde hervía el agua—: Io, ¿qué estás haciendo? Trae el té a nuestros invitados.

El administrador volvió a enfrascarse en el conocimiento de embarque, pero al darse cuenta de que Iori no le había respondido, empezó a repetir su orden. Entonces vio que el muchacho sé aproximaba lentamente con una bandeja sobre la que reposaban varias tazas de té.

Iori ofreció té a cada uno de los samurais, haciendo en cada ocasión una cortés reverencia. Al llegar ante Kojirō con las dos últimas tazas, le dijo:

—Por favor, toma un té.

Kojirō extendió la mano distraídamente, pero la retiró con brusquedad cuando sus ojos se encontraron con los de Iori. Sorprendido, exclamó:

—¡Pero si eres...!

Iori sonrió y le dijo:

—La última vez que tuve la mala suerte de tropezar contigo fue en Musashino.

—¿Qué significa esto? —dijo Kojirō con la voz ronca, en un tono muy poco adecuado a su categoría actual.

Estaba a punto de decir algo más cuando Iori gritó:

—Ah, ¿de modo que me recuerdas? —Y le arrojó la bandeja a la cara.

—¡Oh! —gritó Kojirō, cogiendo a Iori por la muñeca.

Aunque la bandeja no le había alcanzado, un poco de té caliente le había caído en el ojo izquierdo. El resto del té se derramó sobre su pecho y regazo. La bandeja se estrelló contra un poste en un ángulo del edificio.

—¡Pequeño bastardo! —gritó Kojirō. Arrojó a Iori al suelo y le puso un pie encima. ¡Administrador! —exclamó airado—. Este mocoso es uno de tus empleados, ¿no? Ven aquí y sujétale. Aunque sólo sea un niño, no voy a tolerar semejante ofensa.

Enloquecido de pavor, Sahei se apresuró a hacer lo que le habían ordenado, pero de alguna manera Iori logró desenvainar su espada y dirigir una estocada al brazo de Kojirō. Éste le lanzó de un puntapié al centro de la estancia y retrocedió un paso.

Sahei se volvió y echó a correr hacia Iori, gritando como un poseso. Llegó al lado del muchacho cuando éste acababa de ponerse en pie.

—¡No te metas en esto! —le gritó Iori, y entonces, mirando a Kojirō directamente a la cara, le espetó—: ¡Te lo tenías merecido!

Tras decir estas palabras, salió corriendo al exterior.

Kojirō cogió una vara, de las utilizadas para transportar recipientes, que estaba a mano y la arrojó al muchacho. Dio perfectamente en el blanco, alcanzándole en una pierna, detrás de la rodilla. Iori cayó de bruces al suelo.

Obedeciendo una orden de Sahei, varios hombres se abalanzaron sobre Iori y le llevaron a rastras hasta el cobertizo donde hervía el agua. Allí un sirviente estaba limpiando el kimono y el hakama de Kojirō.

—Por favor, perdona esta ofensa —le suplicó Sahei.

—No sabemos cómo disculparnos —dijo uno de los dependientes.

Sin dignarse mirarles, Kojirō cogió una toalla húmeda del sirviente y se limpió la cara.

Iori había sido inmovilizado en el suelo, con los brazos fuertemente doblados a sus espaldas.

—Soltadme —suplicaba, contorsionándose de dolor—. No huiré. Soy hijo de un samurai. Lo que he hecho ha sido a propósito y aceptaré mi castigo como un hombre.

Kojirō terminó de arreglar sus ropas y se alisó el cabello.

—Dejadle —dijo en tono sereno.

Incapaz de interpretar la plácida expresión del samurai, Sahei tartamudeó:

—¿Estás..., estás seguro de que es conveniente?

—Sí, pero... —la palabra sonó como un clavo al ser clavado en una tabla—, aunque no tengo la menor intención de pelearme con un simple chiquillo, si crees que debe ser castigado, puedo sugerirte un método. Échale un cazo de agua hirviendo sobre la cabeza. Eso no le matará.

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