Authors: Eiji Yoshikawa
—No permitas que te venza el desánimo. Todavía sólo estás en los comienzos. Tu verdadero adiestramiento no comenzará hasta que hayas suplicado al maestro y persuadido de que te tome como discípulo.
—Eso no siempre es posible. He aprendido a disciplinarme un poco. Y cada vez que me siento en baja forma, pienso en ti. Si tú eres capaz de superar tus dificultades, yo también debería poder superar las mías.
—Así es como debería ser. No hay ninguna razón para que no puedas hacer nada de lo que yo hago.
—Recordar a Takuan es una ayuda. De no haber sido por él, me habrían ejecutado.
—Si puedes resistir las penalidades, experimentarás un placer mayor que el dolor —le dijo Musashi seriamente—. Día y noche, hora tras hora, la gente es asaltada por oleadas de dolor y placer, una y otra vez. Si sólo intentan experimentar el placer, dejan de estar realmente vivos. Entonces el placer se evapora.
—Empiezo a comprender.
—Piensa en un simple bostezo. El bostezo de una persona que está trabajando con ahínco es diferente del bostezo de un hombre perezoso. Mucha gente se muere sin conocer el placer que puede aportar un bostezo.
—Humm. En el templo me hablan de un modo parecido.
—Confío en que pronto llegue el día en que pueda presentarte al maestro. También yo deseo pedirle orientación. Necesito saber más sobre el Camino.
—¿Cuándo crees que regresará?
—No es fácil saberlo, pues los maestros Zen a veces deambulan por el país como una nube durante dos o tres años a la vez. Ahora que estás aquí, deberías decidirte a esperarle hasta cuatro o cinco años, si es necesario.
—¿Tú también?
—Sí. Vivir en ese callejón, entre gentes pobres y honestas, es un buen entrenamiento, forma parte de mi educación. No es un tiempo perdido.
Tras abandonar Edo, Musashi había pasado por Atsugi. Entonces, inducido por las dudas sobre su futuro, se internó en las montañas de Tanzawa, de las que salió al cabo de dos meses más preocupado y ojeroso que nunca. Resolver un problema sólo le conducía a otro. A veces se sentía tan torturado que su espada parecía un arma dirigida contra sí mismo.
Entre las posibilidades que había considerado estaba la de elegir la vía fácil. Si accedía a vivir de una manera cómoda y ordinaria con Otsū, la vida sería sencilla. Casi cualquier feudo estaría dispuesto a pagarle lo suficiente para mantenerse, quizá entre quinientas y mil fanegas. Pero cuando se lo planteaba, la respuesta era siempre negativa. Una existencia cómoda imponía restricciones y él no podía someterse a ellas.
En otras ocasiones, se sentía como perdido en unas ilusiones bajas y pusilánimes, como los demonios hambrientos en el infierno. Entonces, durante algún tiempo, su mente se aclaraba y podía entregarse al placer de su orgulloso aislamiento. En su corazón tenía lugar una lucha continua entre la luz y la oscuridad. Noche y día, oscilaba entre la exuberancia y la melancolía. Pensaba en su dominio de la espada y se sentía insatisfecho. Al reflexionar en lo largo que era el Camino, en lo lejos que estaba él todavía de la madurez, la angustia atenazaba su corazón. En otras ocasiones, la vida en la montaña le animaba y sus pensamientos se centraban en Otsū.
Al bajar de las montañas, fue a pasar unos días en el Yugyōji, en Fujisawa, y luego se dirigió a Kamakura. Fue allí donde se encontró con Matahachi. Éste había tomado la firme resolución de no recaer en la indolencia, y se hallaba en Kamakura debido a que allí había muchos templos Zen, pero le atenazaba una desazón todavía más intensa que la de Musashi.
Su amigo de la infancia le tranquilizó.
—No es demasiado tarde. Si logras autodisciplinarte, podrás comenzar de nuevo. Lo peor que puedes hacer es decirte que todo ha terminado, que no sirves para nada. —Entonces se sintió obligado a añadir—: A decir verdad, yo mismo he tropezado contra un muro. Hay ocasiones en las que me pregunto si tengo futuro, pues me siento completamente vacío. Es como estar confinado dentro de una cascara. Me odio a mí mismo, me digo que no sirvo para nada. Pero al recriminarme y obligarme a seguir adelante, logro romper esa cascara a patadas, y entonces un nuevo camino se abre ante mí.
—Créeme, esta vez se trata de una auténtica lucha. Forcejeo dentro de la cascara, incapaz de hacer nada. He bajado de las montañas porque he recordado a una persona de la que estoy seguro que podría ayudarme.
La persona en cuestión era el sacerdote Gudō.
—Él es quien te ayudó al principio de tu búsqueda del Camino, ¿no es cierto? ¿No podrías presentármelo y pedirle que me acepte como discípulo?
Al principio, Musashi dudó de la sinceridad de Matahachi, pero tras enterarse de los infortunios que había sufrido en Edo, llegó a la conclusión de que hablaba en serio. Los dos preguntaron por Gudō en varios templos Zen, pero no lograron enterarse de su paradero. Musashi sabía que el sacerdote ya no estaba en el Myōshinji de Kyoto. Se había marchado varios años antes y había viajado durante algún tiempo por el este y el nordeste. También sabía que era un hombre muy errante, el cual podría estar en Kyoto, dando lecciones de Zen al emperador un día y al día siguiente deambulando por el campo. Se sabía que Gudō se había detenido varias veces en el Hachijōji de Okazaki, y un sacerdote sugirió que aquél podría ser el mejor lugar para esperarle.
Musashi y Matahachi estaban sentados en la pequeña cabaña donde dormía el segundo. Musashi le visitaba allí con frecuencia y conversaban hasta muy entrada la noche. Matahachi no estaba autorizado a utilizar el dormitorio del templo, el cual, como los demás edificios del Hachijōji, era una dependencia rústica, con tejado de paja, puesto que no había sido aceptado oficialmente como sacerdote.
—¡Ah, estos mosquitos! —exclamó Matahachi, aventando el humo del repelente de insectos y restregándose a continuación los ojos irritados—. Salgamos de aquí.
Se dirigieron al pabellón principal y se sentaron en el porche. El entorno estaba desierto y soplaba una fresca brisa.
—Esto me recuerda el Shippōji —dijo Matahachi, en un tono apenas audible.
—Tienes razón —convino Musashi.
Guardaron silencio, como siempre hacían en ocasiones como aquélla, pues los pensamientos de su hogar les traían invariablemente recuerdos de Otsū u Osugi o acontecimientos de los que ninguno de ellos deseaba hablar por temor a perturbar su relación actual.
Pero al cabo de unos momentos, Matahachi dijo:
—La colina en la que se alza el Shippōji es más alta, ¿verdad? Pero aquí no hay ningún cedro antiguo. —Hizo una pausa, miró un instante el perfil de Musashi y añadió tímidamente—: Hay algo que quisiera pedirte, pero...
—¿Qué es ello?
—Se trata de Otsū... —empezó a decir Matahachi, pero se interrumpió en seguida. Cuando le pareció que la emoción no le impediría continuar, siguió diciendo—: Me pregunto qué estará haciendo ahora Otsū, qué habrá sido de ella. Últimamente pienso en ella a menudo, y le pido disculpas en mi corazón por lo que le hice. Me avergüenza admitirlo, pero en Edo la obligué a vivir conmigo. Sin embargo, no sucedió nada, pues ella se negó a permitir que la tocara. Supongo que después de que partiera a Sekigahara, Otsū debió de ser como una flor caída. Ahora es una flor que florece en un árbol distinto, en otro suelo.
La seriedad con que hablaba se reflejaba en su semblante y su voz era profunda.
—Takezō... no, Musashi: cásate con Otsū, te lo ruego. Eres la única persona que puede salvarla. Nunca había sido capaz de decir tal cosa, pero ahora que he decidido convertirme en un discípulo de Gudō, estoy resignado al hecho de que Otsū no es mía. Aun así, estoy preocupado por ella. ¿No la buscarás y le darás la felicidad que ella anhela?
Eran casi las tres de la madrugada cuando Musashi echó a andar por el oscuro sendero de montaña. Tenía los brazos cruzados y la cabeza gacha. Las palabras de Matahachi resonaban en sus oídos. La angustia parecía tirar de sus piernas. Se preguntó cuántas noches de tormento Matahachi habría soportado haciendo acopio del valor necesario para hablarle así. No obstante, a Musashi le parecía que su propio dilema era más complicado y doloroso.
Pensó que Matahachi confiaba en huir de las llamas del pasado para entrar en la frescura salvadora de la iluminación, tratando de encontrar, como un niño que nace, en el doble y misterioso dolor de tristeza y éxtasis una vida digna de ser vivida.
Musashi no había sido capaz de decirle: «No puedo hacer eso», y mucho menos «No quiero casarme con Otsū. Es tu prometida. Arrepiéntete, purifica tu corazón y haz que te acepte de nuevo». Al final se había callado, pues cualquier cosa que hubiera dicho habría sido una mentira.
Matahachi le había suplicado fervientemente: «A menos que tenga la seguridad de que Otsū estará bien cuidada, no me servirá de nada convertirme en un discípulo. Tú eres quien me instó a adiestrarme y disciplinarme. Si eres amigo mío, salva a Otsū. Ésa es la única manera de salvarme a mí también».
Musashi se sorprendió cuando Matahachi perdió el dominio de sus emociones y se echó a llorar. No le había creído capaz de semejante hondura de sentimiento. Y cuando se levantó para marcharse, Matahachi le cogió de la manga y le imploró una respuesta. «Déjame pensar en ello», fue todo lo que Musashi pudo decirle. Ahora se maldecía a sí mismo por haber sido un cobarde y lamentaba la incapacidad de superar su inercia.
Musashi pensó entristecido que quienes no han sufrido esa dolencia del espíritu no pueden conocer la angustia que ocasiona. No se trataba simplemente de permanecer ocioso, que a menudo es un estado agradable, sino de querer con desesperación hacer algo y ser incapaz de hacerlo. Su mente y sus ojos parecían nublados y vacíos. Había ido tan lejos como podía en una dirección, y ahora se sentía impotente tanto para retroceder como para emprender un nuevo camino. Era como estar prisionero en un lugar inexistente. Su frustración engendraba dudas sobre sí mismo, recriminaciones y lágrimas.
Sentirse airado consigo mismo y recordar todo cuanto había hecho mal no le ayudaba lo más mínimo. Los primeros síntomas de su dolencia fueron lo que le hizo separarse de Iori y Gonnosuke y cortar sus lazos con sus amigos de Edo. Pero su intención de romper la cascara antes de que estuviera bien formada había fracasado. La cascara seguía allí, encerrando su yo vacío como la piel abandonada de una cigarra.
Siguió caminando, indeciso. El ancho cauce del río Yahagi apareció ante su vista, y notó en el rostro el fresco viento procedente del río.
De repente, advertido por un silbido penetrante, saltó a un lado. El proyectil pasó a cinco pies de él, y la detonación de un mosquete reverberó en el río. Musashi, contando dos segundos entre el paso de la bala y el sonido, calculó que el arma había sido disparada desde bastante distancia. Saltó bajo el puente y se aferró a un poste como un murciélago.
Transcurrieron varios minutos antes de que tres hombres bajaran corriendo por la colina Hachijō, como pinas que rodaran impulsadas por el viento. Cerca del extremo del puente, se detuvieron y empezaron a buscar el cuerpo. Convencido de que había dado en el blanco, el mosquetero arrojó la mecha. Vestía ropas más oscuras que los otros dos e iba enmascarado, de modo que sólo sus ojos eran visibles.
El cielo se había aclarado un poco y los adornos de latón en la culata del arma brillaban tenuemente.
Musashi no podía imaginar quiénes, entre las gentes de Okazaki, querrían su muerte. Cierto era que no faltaban los candidatos, pues en el transcurso de sus combates había derrotado a muchos hombres en quien aún podía arder el deseo de venganza. Había matado a muchos otros cuyas familias o amigos tal vez querían desquitarse.
Toda persona que siguiera el Camino de la Espada corría constantemente el peligro de que le mataran. Si escapaba por un pelo, lo más probable era que, por eso mismo, aumentaran sus enemigos o se creara un nuevo peligro. El peligro era la piedra de amolar con la que el espadachín afilaba su espíritu. Los enemigos eran maestros en el arte de la simulación y el disfraz.
La enseñanza del peligro a permanecer alerta incluso durmiendo, aprender de los enemigos en todo momento, usar la espada como un medio para dejar vivir a la gente, gobernar el reino, alcanzar la iluminación, compartir los propios goces en la vida con los demás..., todo ello era inherente al Camino de la Espada.
Mientras Musashi permanecía agazapado bajo el puente, la fría realidad de la situación le estimuló, y su languidez se evaporó. Respirando muy someramente, sin hacer el menor ruido, dejó que sus atacantes se aproximaran. Al no encontrar el cadáver, registraron el camino desierto y el espacio bajo el extremo del puente.
Musashi abrió mucho los ojos. Aunque vestían de negro, los hombres estaban provistos de espadas de samurai y calzaban bien. Los únicos samurais en el distrito eran los servidores de la casa de Honda en Okazaki y la Casa Owari de Tokugawa en Nagoya. Que él supiera, no tenía enemigos en ninguno de los dos feudos.
Uno de los hombres se agachó en las sombras y recuperó la mecha, la encendió y la agitó. Tales acciones hicieron pensar a Musashi que había más hombres al otro lado del puente. No podía moverse, por lo menos de momento. Si se mostraba, sería una invitación a recibir más disparos de mosquete. Aun cuando ganara la orilla opuesta, el peligro, tal vez un peligro mayor, le aguardaba allí. Pero tampoco podía permanecer donde estaba durante mucho más tiempo. Sabedores de que no había cruzado el puente, se le irían aproximando y lo más probable era que descubrieran su escondite.
El plan que debía poner en práctica cruzó por su mente como un relámpago. Su razonamiento no dependía de las teorías del Arte de la Guerra, que constituían la fibra de la intuición del guerrero adiestrado. Razonar una forma de ataque era un proceso dilatorio, que a menudo tenía como resultado la derrota en situaciones en las que la velocidad era esencial. El instinto del guerrero no debía confundirse con el instinto animal. Como una reacción visceral, procedía de una combinación de sabiduría y disciplina. Era un razonamiento fundamental que iba más allá de la razón, la capacidad de efectuar el movimiento correcto en una fracción de segundo sin necesidad de pasar por el proceso del pensamiento.
—¡Es inútil que intentéis esconderos! —gritó—. ¡Si me estáis buscando, aquí estoy!
El viento era ahora bastante fuerte, y no estaba seguro de si sus atacantes oirían su voz o no.