Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Por qué no nos sentamos en algún sitio a comer? —dijo Hyōgo—. Parece ser que hay mucho tiempo por delante.
—¿Dónde habrá un buen lugar? —preguntó Sukekurō, mirando a su alrededor.
—Allí —dijo Ushinosuke—. Siéntate encima de esto.
Señaló un trozo de estera de juncos que había cogido en alguna parte y lo extendió en un montículo de suave contorno. Hyōgo admiraba la inventiva del muchacho y, en general, le satisfacía que cuidara de sus necesidades, aunque no consideraba la solicitud como una cualidad ideal para un futuro samurai.
Después de acomodarse, Ushinosuke repartió su sencillo condumio: bolas de arroz sin refinar, ácidos encurtidos de ciruela y pasta de judías dulzona, todo ello envuelto en hojas de bambú secas para facilitar su transporte.
—Ushinosuke —dijo Sukekurō—, corre a esos sacerdotes de ahí y pídeles té, pero no les digas para quién es.
—Sería un fastidio que vinieran a presentar sus respetos —añadió Hyōgo, que se había bajado sobre el rostro el sombrero de juncos.
Los rasgos de Sukekurō estaban bastante ocultos por un pañuelo grande del tipo que usaban los sacerdotes.
Cuando Ushinosuke se levantó, otro muchacho, a unos cincuenta pies de distancia, decía:
—No lo entiendo. La esterilla estaba aquí.
—Olvídalo, Iori —dijo Gonnosuke—. No es una gran pérdida.
—Alguien debe de haberla robado. ¿Por qué crees que haría semejante cosa?
—No te preocupes por eso.
Gonnosuke se sentó en la hierba, sacó su pincel y tinta y empezó a anotar sus gastos en un cuadernillo, un hábito que había adquirido recientemente de Iori.
En determinados aspectos, Iori era demasiado serio para su edad. Prestaba mucha atención a sus finanzas personales, nunca desperdiciaba nada, era meticulosamente pulcro y se sentía agradecido por cada cuenco de arroz y cada día soleado. En una palabra, era exigente, y miraba con desdén a quienes no lo eran.
Hacia cualquiera que birlara la propiedad de otra persona, aunque no fuese más que un barato trozo de estera, no sentía más que desprecio.
—Ah, ya lo veo —gritó—. Esos hombres de ahí lo han cogido. ¡Eh, vosotros!
Corrió hacia ellos, pero se detuvo a unos diez pasos para pensar qué iba a decirles, y entonces se encontró frente a Ushinosuke.
—¿Qué quieres? —le preguntó éste en tono desabrido.
—¿Cómo que qué quiero? —replicó Iori en el mismo tono.
Mirándole con la frialdad que los campesinos reservan para los forasteros, Ushinosuke le dijo:
—¡Eres tú el que nos ha llamado!
—¡Quien coge una cosa de otro y se larga es un ladrón!
—¿Ladrón? ¡Qué dices, hijo de perra!
—Esa esterilla es nuestra.
—¿Esterilla? He encontrado ese andrajo tirado en el suelo. ¿Te has molestado sólo por eso?
—Una estera es importante para un viajero —replicó Iori en un tono bastante pomposo—. Le protege de la lluvia, le sirve para dormir, es muy útil. ¡Devuélvemela!
—¡Puedes quedártela, pero primero retira eso de que soy un ladrón!
—No tengo que pedir disculpas por recuperar lo que nos pertenece. ¡Si no me la devuelves, la cogeré yo mismo!
—Inténtalo. Soy Ushinosuke de Araki y no estoy dispuesto a dejarme avasallar por un enano como tú. Soy el discípulo de un samurai.
—Apuesto a que sí —dijo Iori, irguiéndose un poco más—. Hablas mucho con toda esta gente alrededor, pero no te atreverías a luchar conmigo si estuviéramos solos.
—¡No olvidaré eso!
—Ve allí más tarde.
—¿Dónde?
—Al lado de la pagoda. Ve solo.
Los dos muchachos se separaron. Ushinosuke fue en busca del té, y cuando regresó con un recipiente de barro los encuentros se habían reanudado. Ushinosuke, de pie en el gran círculo de espectadores, miraba mordazmente a Iori, desafiándole con los ojos. La mirada de Iori le respondía. Ambos creían que ganar era lo único que importaba.
La ruidosa multitud se movía a uno y otro lado, alzando nubes de polvo amarillo. En el centro del círculo había un sacerdote con una lanza tan larga como una pértiga para cazar aves. Uno tras otro, los rivales se adelantaron y le desafiaron. El sacerdote lancero los venció a todos, derribando a unos, haciendo volar a otros.
—¡Vamos, adelante! —gritó, pero finalmente no salió ningún otro contrincante—. Si no hay nadie más, voy a marcharme. ¿Hay alguna objeción a que yo, Nankōbō, sea declarado el ganador?
Tras estudiar con In'ei, había creado un estilo propio y ahora era el principal rival de Inshun, quien aquel día estaba ausente, pretextando una enfermedad. Nadie sabía si temía a Nankōbō o prefería evitar un conflicto.
Como nadie se adelantaba, el fornido sacerdote bajó la lanza, sosteniéndola horizontalmente, y anunció:
—No hay ningún retador.
—Espera —dijo un sacerdote, corriendo hasta llegar frente a Nankōbō—. Soy Daun, un discípulo de Inshun. Te desafío.
—Prepárate.
Tras hacer mutuas reverencias, los dos hombres se separaron de un salto. Sus dos lanzas se miraron como seres vivos durante tanto rato que la multitud, aburrida, empezó a gritar para que entraran en acción. El griterío cesó de repente. La lanza de Nankōbō golpeó la cabeza de Daun con un ruido sordo y, como un espantapájaros derribado por el viento, el hombre se inclinó lentamente a un lado y luego cayó bruscamente al suelo. Tres o cuatro lanceros echaron a correr, pero no para vengarse sino tan sólo para retirar el cuerpo a rastras.
Con gesto arrogante, Nankōbō echó atrás los hombros y examinó a la muchedumbre.
—Parece ser que quedan unos pocos hombres valientes. Si en verdad los hay, que salgan.
Un sacerdote de la montaña salió por detrás de una tienda de campaña, descargó el arca de viaje que llevaba a la espalda y preguntó:
—¿El torneo está sólo abierto a los lanceros del Hōzōin?
—No —corearon los sacerdotes del templo.
El sacerdote hizo una reverencia.
—En ese caso, me gustaría intentarlo. ¿Alguien puede prestarme una espada de madera?
Hyōgo miró de soslayo a Sukekurō y comentó:
—Esto se está poniendo interesante.
—Así es.
—El resultado es evidente.
—No creo que exista la menor posibilidad de que Nankōbō pierda.
—No me refiero a eso. No creo que Nankōbō acceda a luchar. Si lo hace, perderá.
Sukekurō pareció perplejo, pero no pidió una explicación.
Alguien dio una espada de madera al sacerdote vagabundo. Éste se acercó a Nankōbō, hizo una reverencia y formuló su desafío. Era un hombre de unos cuarenta años, pero su cuerpo, como un muelle de acero, no parecía haberse adiestrado a la manera ascética de los sacerdotes de montaña, sino en el campo de batalla. Debía de haberse enfrentado a la muerte muchas veces y estaría dispuesto a aceptarla filosóficamente. Hablaba con suavidad y la expresión de sus ojos era serena.
A pesar de su arrogancia, Nankōbō no era un necio.
—¿Eres forastero? —le preguntó sin motivo aparente.
—Sí —respondió el retador, haciendo otra reverencia.
—Espera un momento. —Nankōbō veía dos cosas con claridad: su técnica quizá era mejor que la del sacerdote, pero a la larga no podría ganarle. No eran pocos los guerreros célebres, derrotados en Sekigahara, que aún vivían disfrazados de sacerdotes errantes. Y él no podía saber quién era aquel hombre—. No puedo luchar con un forastero —dijo por fin, sacudiendo la cabeza.
—Acabo de preguntar por las reglas y me han dicho que no hay inconveniente alguno.
—Puede que sea así con los demás, pero yo no lucho con forasteros. Cuando peleo no lo hago con el objetivo de derrotar a mi contrario. Es una actividad religiosa, en la que disciplino mi alma por medio de la lanza.
—Comprendo —dijo el sacerdote con una risita.
Parecía a punto de decir algo más, pero titubeó. Tras reflexionar un momento, se retiró del círculo, devolvió la espada de madera y desapareció.
Nankōbō eligió aquel momento para marcharse, haciendo caso omiso de los comentarios que susurraba la gente, pues consideraban su retirada como una cobardía. Seguido de dos o tres discípulos, se alejó con paso majestuoso, como un general conquistador.
—¿Qué te he dicho? —dijo Hyōgo.
—Estabas totalmente en lo cierto.
—Sin duda ese hombre es uno de los que se ocultan en el monte Kudo. Cambia su túnica blanca y su pañuelo por un casco y una armadura y te encontrarás ante uno de los grandes espadachines de hace pocos años.
Cuando la multitud se dispersó, Sukekurō empezó a mirar a su alrededor, en busca de Ushinosuke, pero no le encontró. A una señal de Iori, el muchacho había ido a la pagoda, donde ahora los dos se miraban fieramente.
—No me culpes si te mato —le dijo Iori.
—Eres un bocazas —replicó Ushinosuke, cogiendo un palo para usarlo como arma.
Sosteniendo la espada en alto, Iori se lanzó al ataque. Ushinosuke retrocedió de un salto. Creyendo que le tenía miedo, Iori corrió directamente hacia él. Ushinosuke dio un gran salto, alcanzándole con el pie en un lado de la cabeza. Iori se llevó la mano a la cabeza y cayó al suelo. Se recuperó en seguida y en un instante volvió a estar en pie. Los dos muchachos se enfrentaron con sus armas alzadas.
Olvidando lo que Musashi y Gonnosuke le habían enseñado, Iori atacó con los ojos cerrados. Ushinosuke se movió ligeramente a un lado y le golpeó con el palo.
Iori quedó tendido boca abajo, gimiendo, aferrando todavía la espada.
—¡Ja! He ganado —gritó Ushinosuke. Entonces, al ver que Iori no se movía en absoluto, sintió miedo y echó a correr.
—¡No, no huyas! —rugió Gonnosuke.
Su bastón de cuatro pies de longitud alcanzó al muchacho en la cadera.
Ushinosuke cayó lanzando un grito de dolor, pero tras mirar un instante a Gonnosuke, se levantó y corrió como un conejo, hasta que tropezó con Sukekurō.
—¡Ushinosuke! ¿Qué ocurre aquí?
Ushinosuke se apresuró a esconderse detrás de Sukekurō, dejando al samurai cara a cara con Gonnosuke. Por un momento pareció que el conflicto sería inevitable. Sukekurō cerró la mano en la empuñadura de su espada; Gonnosuke apretó su bastón.
—¿Te importaría decirme por qué persigues a un chiquillo como si quisieras matarle? —le preguntó Sukekurō.
—Antes de responder, permíteme que te haga una pregunta. ¿Le has visto derribar a ese muchacho?
—¿Está contigo?
—Sí. ¿Es éste uno de tus ayudantes?
—No lo es oficialmente. —Mirando con severidad a Ushinosuke, le preguntó—: ¿Por qué has golpeado a ese chico y luego has huido? Di la verdad ahora mismo.
Antes de que Ushinosuke pudiera abrir la boca, Iori alzó la cabeza y gritó:
—Ha sido un combate. —Irguiéndose dolorosamente hasta quedar sentado, añadió—: Libramos un combate y he perdido.
—¿Os habéis desafiado mutuamente de la manera apropiada y habéis convenido en luchar? —preguntó Gonnosuke. La expresión de sus ojos, que miraban alternativamente a los dos adolescentes, era un tanto risueña.
Ushinosuke, profundamente azorado, respondió:
—No sabía que la esterilla era suya cuando la cogí.
Los dos hombres se sonrieron, ambos conscientes de que si no hubieran actuado con prudencia, un asunto trivial, infantil, podría haber terminado en derramamiento de sangre.
—Lo lamento mucho —dijo Sukekurō.
—Yo también. Espero que me perdones.
—Asunto zanjado. Mi maestro nos está esperando, será mejor que nos marchemos.
Salieron del portal riendo. Gonnosuke e Iori fueron por la izquierda, Sukekurō y Ushinosuke por la derecha.
Entonces Gonnosuke se volvió y dijo:
—¿Podría preguntarte algo? Si seguimos este camino todo derecho, ¿nos llevará al castillo de Koyagyū?
Sukekurō se acercó a Gonnosuke y poco después, cuando Hyōgo se reunió con ellos, le dijo quiénes eran los viajeros y por qué estaban allí.
Hyōgo suspiró, apenado.
—Es una lástima. Ojalá hubieras venido hace tres semanas, antes de que Otsū partiera para reunirse con Musashi en Edo.
—Él no está en Edo —dijo Gonnosuke—. Nadie sabe dónde se encuentra, ni siquiera sus amigos.
—¿Qué hará Otsū ahora? —inquirió Hyōgo, lamentando no haber traído a la joven de regreso a Koyagyū.
Aunque retenía las lágrimas, Iori deseaba irse a alguna parte donde pudiera estar a solas y llorar hasta hartarse. Antes, durante el trayecto desde el castillo, el chico había hablado sin cesar de un encuentro con Otsū, o así le había parecido a Gonnosuke. Cuando la conversación de los hombres se centró en los acontecimientos que tenían lugar en Edo, el muchacho empezó a quedarse rezagado. Hyōgo pidió a Gonnosuke más información sobre Musashi, nuevas acerca de su tío, detalles de la desaparición de Ono Tadaaki. Ni sus preguntas ni el caudal de noticias de Gonnosuke parecían tener final.
—¿Adonde vas? —le preguntó Ushinosuke a Iori. Se le había acercado por detrás y le puso una mano, amigablemente, en el hombro—. ¿Estás llorando?
—Claro que no —dijo Iori, pero las lágrimas se deslizaban por su rostro mientras sacudía la cabeza.
—Hummm... ¿Sabes desenterrar patatas silvestres?
—Naturalmente.
—Mira, allí hay unas cuantas patatas. ¿Vamos a ver quién las saca más rápido?
Iori aceptó el desafío, y se pusieron a cavar.
Empezaba a oscurecer, y como todavía quedaba mucho de que hablar, Hyōgo instó a Gonnosuke para que pasara unos días en el castillo. Sin embargo, Gonnosuke prefirió continuar su viaje.
Cuando se estaban despidiendo, observaron que los chicos faltaban de nuevo. Al cabo de un momento, Sukekurō les señaló y dijo:
—Mira, allí están. Parece que están cavando.
Iori y Ushinosuke estaban absortos en la tarea, la cual, debido al carácter quebradizo de las raíces, requería cavar cuidadosamente a gran profundidad. Los hombres, divertidos ante tanta concentración, se acercaron silenciosamente por detrás de ellos y les observaron durante varios minutos antes de que Ushinosuke alzara la cabeza y les viera. Ahogó un grito de sorpresa, e Iori se volvió y sonrió. Entonces redoblaron sus esfuerzos.
—Ya la tengo —dijo Ushinosuke.
Extrajo una larga patata y la depositó en el suelo.
Al ver el brazo de Iori metido en el agujero hasta el hombro, Gonnosuke le dijo con impaciencia:
—Si no terminas pronto, me marcharé solo.
Iori se llevó la mano a la cadera, como un anciano campesino, y se enderezó con dificultad.