Musashi (185 page)

Read Musashi Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
6.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cuando le vi en el templo y le expliqué nuestros sentimientos y por qué queríamos convertirnos en sus discípulos, apenas me escuchó. Cuando terminé, respondió: «¿Ah, sí?», y me dijo que yo podía seguir y servirle. Tal vez si nos sigues, cuando parezca estar de buen humor, podrás pedirle lo que quieres.

Gudō se volvió y llamó a Matahachi.

—Ya voy —dijo éste—. Haz lo que te digo —aconsejó a Musashi, antes de correr para alcanzar al sacerdote.

Musashi, pensando que perder nuevamente de vista a Gudō sería fatal, decidió seguir el consejo de Matahachi. En el flujo del tiempo universal, una vida humana de sesenta o setenta años tenía sólo la duración de un relámpago. En ese breve periodo de tiempo él había tenido el privilegio de conocer a un hombre como Gudō, y sería una necedad dejar pasar la ocasión.

«Es una oportunidad sagrada», se dijo. Cálidas lágrimas se agolparon en las comisuras de sus ojos. Tenía que seguir a Gudō hasta el fin del mundo si fuese necesario, perseguirle hasta que escuchara de sus labios la palabra que anhelaba.

Gudō se alejó de la colina Hachijō, aparentemente como si ya no le interesara el templo que se alzaba allí. Su corazón ya había empezado a fluir con el agua y las nubes. Cuando llegó al Tōkaidō, giró al oeste, en dirección a Kyoto.

El círculo

El maestro Zen enfocaba el viaje de una manera caprichosamente excéntrica. Un día lluvioso permaneció la jornada entera en la posada, y Matahachi le aplicó un tratamiento de moxa. En la provincia de Mino se detuvieron siete días en el Daisenji, y luego pasaron unos días más en un templo Zen de Hikone. Así pues, se acercaron con mucha lentitud a Kyoto.

Musashi dormía allí donde encontraba un lugar para hacerlo. Cuando Gudō pernoctaba en una posada, él pasaba la noche al aire libre o en otra posada. Si el sacerdote y Matahachi hacían un alto en un templo, Musashi se refugiaba bajo un árbol. Las privaciones no eran nada comparadas con su necesidad de escuchar una palabra de Gudō.

Una noche, en el exterior de un templo junto al lago Biwa, de repente se dio cuenta de que había llegado el otoño, se miró a sí mismo y vio que parecía un mendigo. Su cabello, por supuesto, semejaba un nido de ratas, puesto que había resuelto no peinarse hasta que el sacerdote se ablandara. Hacía semanas que no se lavaba ni afeitaba. Sus ropas se habían convertido rápidamente en jirones y parecían corteza de pino que restregara su piel.

Tenía la sensación de que las estrellas estaban a punto de caer del cielo. Miró su estera de juncos y se dijo: «¡Qué necio soy!». De repente, su actitud le pareció demencial, y se echó a reír amargamente. Se había dedicado a su objetivo tercamente y en silencio, pero ¿qué buscaba en el maestro Zen? ¿Era imposible ir por la vida sin torturarse de aquella manera? Incluso empezó a apiadarse de los piojos que habitaban su cuerpo.

Gudō había declarado de manera inequívoca que no tenía nada que ofrecerle. No era razonable que le presionara para obtener algo que el hombre no poseía, era erróneo guardarle rencor, aun cuando le mostrara menos consideración de la que podría haber mostrado por un perro extraviado en el camino.

Musashi miró el cielo a través de las greñas que le colgaban sobre los ojos. No había duda alguna: era una luna otoñal. Pero los mosquitos... Su piel, ya salpicada de ronchas rojizas, había perdido la sensibilidad a las picaduras de los insectos.

Estaba totalmente dispuesto a admitir que algo escapaba a su comprensión, pero tenía la seguridad de que se trataba de una sola cosa. Si pudiera averiguar qué era, su espada quedaría liberada de sus ataduras. Todo lo demás se resolvería en un instante. Pero siempre, cuando estaba a punto de comprender qué era, finalmente se le escapaba.

Si su búsqueda del Camino tenía que terminar allí, prefería morir, pues no veía nada más por lo que mereciera la pena vivir. Se estiró bajo el tejado del portal. No pudo conciliar el sueño y se preguntó de nuevo qué podría ser lo que necesitaba. ¿Una técnica de esgrima? No, no sólo eso. ¿Un secreto para progresar en el mundo? No, algo más que eso. ¿Una solución al problema de Otsū? No, pues ningún hombre podría sentirse tan desdichado por el amor de una mujer. Tenía que ser una sola respuesta que lo abarcara todo y que, no obstante, a pesar de su magnitud, no fuese mayor que una semilla de amapola.

Envuelto en su estera, parecía una oruga. Se preguntó si Matahachi dormiría bien. Al compararse con su amigo, sentía envidia de él. Los problemas de Matahachi no parecían incapacitarle, mientras que Musashi siempre parecía buscarse nuevos problemas con los que torturarse.

Su mirada se posó en una placa que colgaba de un poste de portal. Se levantó y se acercó para verla mejor. A la luz de la luna, leyó:

Intenta, te lo ruego, hallar la fuente fundamental.

A Pai-yün le conmovieron los méritos de Pai-ch'ang;

Hu-ch'iu suspiró por las enseñanzas que dejó Pai-yün.

Como nuestros grandes predecesores,

no nos limitemos a separar las hojas

ni nos preocupemos sólo por las ramas.

El texto parecía ser una cita del Testamento de Daitō Kokushi, el fundador del Daitokuji.

Musashi releyó los dos últimos versos. Hojas y ramas... ¿Cuánta gente se desviaba de su rumbo por cosas irrelevantes? ¿No era él mismo un ejemplo? Aunque ese pensamiento parecía aligerar su carga, sus dudas no desaparecían. ¿Por qué no le obedecía su espada? ¿Por qué sus ojos se apartaban del objetivo fijado? ¿Qué le impedía alcanzar la serenidad?

De alguna manera, todo parecía absolutamente innecesario. Sabía que cuando uno había seguido el Camino hasta tan lejos como le era posible, la vacilación se apoderaba de él y era atacado por la inquietud..., hojas y ramas. ¿Cómo sería posible salir de ese ciclo? ¿Cómo llegaba uno a su núcleo y lo destruía?

Me río de mis diez años de peregrinaje,

la túnica andrajosa, el sombrero roto, llamando a las puertas de los templos Zen.

En realidad, la Ley de Buda es sencilla:

Come tu arroz, bebe tu té, viste tus ropas.

Musashi recordó estos versos escritos por Gudō en cierta ocasión en que se burlaba de sí mismo. Gudō tenía más o menos la misma edad que Musashi tenía ahora cuando los compuso.

Cuando Musashi visitó el Myōshinji por primera vez, el sacerdote casi le echó por la puerta a patadas. «¿Qué extraña manera de pensar te ha traído a mi casa?», le preguntó a gritos. Pero Musashi insistió y más adelante, cuando logró su admisión, Gudō le obsequió con sus irónicos versos. Y se rió de él, diciéndole lo mismo que le había dicho unas semanas atrás: «Siempre estás hablando... Es fútil».

Absolutamente desalentado, Musashi abandonó la idea de dormir y caminó alrededor del portal. En aquel momento vio que dos hombres salían del templo.

Gudō y Matahachi caminaban con una rapidez inusitada. Tal vez les habían llamado con urgencia desde el Myōshinji, el templo central de la secta de Gudō. En cualquier caso, pasó ante los monjes reunidos para despedirle y se encaminó directamente al puente Kara, en Seta.

Musashi le siguió, a través de la población de Sakamoto, que estaba dormida. Los talleres de impresión de grabados en madera, las verdulerías, incluso las bulliciosas posadas, todo estaba herméticamente cerrado. La única presencia era la de la luna espectral.

Al salir de la ciudad, subieron al monte Hiei, pasaron ante el Miidera y el Sekiji, envueltos en velos de niebla. Casi no se encontraron con nadie a lo largo del camino. Cuando llegaron al puerto de montaña, Gudō se detuvo y le dijo algo a Matahachi. Por debajo de ellos se extendía Kyoto, y en la otra dirección la tranquila extensión del lago Biwa. Aparte de la luna, todo tenía una calidad de mica, era un mar de suave bruma plateada.

Cuando Musashi llegó al puerto, pocos minutos después, se sorprendió al encontrarse a sólo unos pocos pies del maestro. Sus miradas se cruzaron por primera vez en varias semanas.

Gudō no dijo nada. Musashi tampoco.

«Ahora..., tiene que ser ahora», pensó Musashi. Si el sacerdote iba a un lugar tan lejano como el Myōshinji, debería esperar muchas semanas para tener la oportunidad de volver a verle.

—Por favor, señor —le dijo.

Con el pecho agitado, torciendo el cuello, su voz sonaba como la de un niño asustado que intenta decirle a su madre algo que en realidad no quiere decir. Avanzó tímidamente.

El sacerdote no se dignó preguntarle qué quería. Su rostro podría haber sido el de una estatua de laca. Sólo resaltaba el blanco de los ojos, que miraban airadamente a Musashi.

—Por favor, señor... —Musashi, ajeno a todo salvo al ardiente impulso que le hacía avanzar, se arrodilló e inclinó la cabeza—. Una palabra de sabiduría. Sólo una palabra...

Esperó durante tan largo rato que le parecieron horas. Cuando no pudo retenerse más, empezó a renovar su súplica.

—He oído todo eso —le interrumpió Gudō—. Matahachi habla de ti cada noche. Sé todo cuanto hay que saber, incluso acerca de la mujer.

Sus palabras eran como esquirlas de hielo. Musashi no habría podido levantar la cabeza aunque lo hubiese querido.

—¡Matahachi, dame un palo!

Musashi cerró los ojos con fuerza, preparándose para recibir el golpe, pero en vez de golpearle, Gudō trazó un círculo a su alrededor. Sin decir otra palabra, arrojó el palo y dijo: «Vámonos, Matahachi». Los dos se alejaron rápidamente.

Musashi estaba enfurecido. Tras las semanas de cruel mortificación que había soportado, en un sincero esfuerzo por recibir una enseñanza, la negativa de Gudō era mucho más que una falta de compasión. Era un hombre brutal, sin corazón. Estaba jugando con la vida de un hombre.

—¡Puerco sacerdote!

Contempló ferozmente a la pareja que se alejaba, apretando con fuerza los labios, el ceño fruncido.

«Ni una sola cosa.» Reflexionó en estas palabras de Gudō y llegó a la conclusión de que eran engañosas. Sugerían que el hombre tenía algo que ofrecer cuando, en realidad, no había «una sola cosa» en su estúpida cabeza.

«Espera y verás —pensó Musashi—. ¡No te necesito!» No confiaría en nadie. En última instancia, no había nadie en quien pudiera confiar salvo en sí mismo. Era un hombre, de la misma manera que Gudō era un hombre y como lo habían sido todos los maestros anteriores.

Se levantó, impulsado a medias por su cólera. Contempló la luna durante varios minutos, pero cuando la cólera remitió, su mirada se posó en el círculo. Todavía dentro de él, recorrió su perímetro. Mientras lo hacía, recordó el palo que no le había golpeado.

«¿Un círculo? ¿Qué podría significar?» Dejó que sus pensamientos fluyeran.

Una línea perfectamente redonda, sin principio ni fin, sin ninguna desviación. Si se expandiera infinitamente, se convertiría en el universo. Si se contraía, sería igual al punto infinitesimal en el que residía su alma. Su alma era redonda. El universo era redondo. No eran dos, sino uno. Una entidad..., él mismo y el universo.

Desenvainó su espada, con un ruido metálico, y la sostuvo en diagonal. Su sombra parecía el símbolo del sonido «o» en el silabario katakana [オ]. El círculo universal seguía siendo el mismo. Y por idéntica razón, él mismo no había cambiado. Lo único que había cambiado era la sombra.

«Sólo una sombra —pensó—. La sombra no es mi yo real.» El muro contra el que había estado golpeándose la cabeza era una mera sombra, la sombra de su mente confusa.

Alzó la cabeza y un grito tremendo salió de sus labios.

Desenvainó la espada corta con la mano izquierda. La sombra cambió de nuevo, pero la imagen del universo no varió ni una pizca. Las dos espadas eran una sola, y formaban parte del círculo.

Exhaló un hondo suspiro. Sus ojos se habían abierto. Miró de nuevo la luna y vio que podía considerar su gran círculo idéntico a la espada o el alma de alguien que pisa la tierra.

—Sensei! —exclamó, echando a correr en pos de Gudō.

No quería nada más del sacerdote, pero le debía una disculpa por haberle detestado con tanta vehemencia.

Tras una docena de pasos, se detuvo. «Son sólo hojas y ramas», pensó.

El azul de Shikama

—¿Está Otsū aquí?

—Sí, aquí estoy.

Un rostro apareció por encima del seto.

—Eres el comerciante de cáñamo Mambei, ¿no es cierto? —le preguntó Otsū.

—Así es. Siento molestarte cuando estás tan ocupada, pero he oído ciertas noticias que podrían interesarte.

—Entra —le dijo ella, haciendo un gesto hacia la puerta de madera en la valla.

Como era evidente por los paños colgados de ramas y palos, la casa pertenecía a uno de los tintoreros que fabricaban el recio tejido conocido en todo el país como «azul de Shikama». El procedimiento consistía en sumergir el paño en tinte añil varias veces y golpearlo en un gran mortero después de cada inmersión. El hilo se saturaba de tinte hasta tal punto que la tela se desgastaba antes de que el color se hubiera desvaído.

Otsū aún no estaba acostumbrada a manejar el mazo, pero trabajaba con ahínco y tenía los dedos manchados de azul. En Edo, tras enterarse de que Musashi se había ido, visitó las residencias de Hōjō y Yagyū, y luego partió de inmediato nuevamente en su busca. El verano anterior, en Sakai, había subido a bordo de uno de los barcos de Kobayashi Tarōzaemon y llegó hasta Shikama, un pueblo de pescadores situado en el estuario triangular donde el río Shikama desemboca en el Mar Interior.

Otsū recordó que su nodriza se había casado con un tintorero de Shikama, la buscó y ahora vivía con ella. Como la familia era pobre, Otsū se sintió obligada a echarles una mano en los trabajos de tinte, que eran el cometido de las jóvenes solteras. Éstas solían cantar mientras trabajaban, y los aldeanos decían que, por el sonido de la voz de una chica, podían saber si estaba enamorada de uno de los jóvenes pescadores.

Tras lavarse las manos y enjugarse el sudor de la frente, Otsū invitó a Mambei a sentarse y descansar en la terraza.

Él declinó el ofrecimiento con un gesto de la mano y le preguntó:

—Eres del pueblo de Miyamoto, ¿verdad?

—Sí.

—Suelo ir por allá por negocios, para comprar cáñamo, y el otro día oí un rumor...

—¿Sí?

—Acerca de ti.

—¿De mí?

—También oí algo sobre un hombre llamado Musashi.

—¿Musashi? —Otsū sintió que el corazón le daba un vuelco y se sonrojó.

Mambei soltó una risita. Aunque ya era otoño, el calor del sol seguía siendo intenso. El hombre dobló una toalla de mano, se la puso sobre la cabeza y se acuclilló.

Other books

The Cuckoo Clock Scam by Roger Silverwood
Now or Never by Elizabeth Adler
Hold My Hand by Paloma Beck
Children Of Fiends by C. Chase Harwood
Perfectly Flawed by Shirley Marks