Musashi (89 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Entonces todo terminó. Se hizo el silencio.

Sosteniendo la espada desmayadamente, Matahachi recuperó poco a poco el sentido, y su semblante palideció. Se miró las manos y las vio cubiertas de sangre, se palpó la cara y también allí había sangre, al igual que en sus ropas. Sintió que la cabeza le daba vueltas, angustiado al pensar que cada gota de sangre era de Otsū.

—¡Espléndido, hijo! Por fin lo has hecho. —Osugi, jadeando más por el júbilo que a causa de la fatiga, se puso detrás de él y, apoyándose en su hombro, contempló el follaje destrozado—. Qué feliz me siento al ver esto —dijo, exultante—. Lo hemos hecho, hijo mío. He sido aliviada de la mitad de mi carga y ahora puedo llevar de nuevo la cabeza alta en el pueblo. ¿Qué te ocurre? ¡Rápido! ¡Córtale la cabeza!

Al observar los escrúpulos de su hijo, se echó a reír.

—No tienes redaños. Si eres incapaz de cortarle la cabeza, yo lo haré por ti. Apártate.

Matahachi permaneció inmóvil hasta que la anciana echó a andar hacia los arbustos, y entonces alzó la espada y la golpeó con la empuñadura en el hombro.

—¡Cuidado con lo que haces! —gritó Osugi mientras se tambaleaba hacia adelante—. ¿Es que has perdido el juicio?

—¡Madre!

—¿Qué?

Unos sonidos extraños brotaron de la garganta de Matahachi. Se enjugó los ojos con las manos ensangrentadas.

—La..., la he matado. ¡He asesinado a Otsū!

—Y ha sido una hazaña digna de alabanza. Pero ¿qué haces? ¿Por qué lloras?

—No puedo evitarlo. ¡Estúpida, loca, vieja fanática!

—¿Es que lo lamentas?

—Sí... ¡Sí! De no haber sido por ti...; deberías haber muerto. De alguna manera habría podido recuperar a Otsū. ¡Tú y el honor de la familia!

—Deja ya esa cháchara. Si tanto significaba para ti, ¿por qué no me mataste y la protegiste?

—Si hubiera sido capaz de hacerlo... ¿Puede haber algo peor que tener por madre a una maníaca testaruda?

—Basta de comportarte así. ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—A partir de ahora viviré como me parezca. Si echo mi vida a perder, será un asunto exclusivamente mío.

—Siempre has tenido ese defecto, Matahachi. Te excitas y haces escenas sólo para causar disgustos a tu madre.

—Sí, vieja cerda, te causaré disgustos. Eres una bruja, ¡te odio!

—¡Vaya, vaya! Qué enfadado está... Apártate. Cogeré la cabeza de Otsū y luego te enseñaré algunas cosas.

—¿Más charla? No te escucho.

—Quiero que mires bien la cabeza de esa chica. Así verás lo bonita que es. Quiero que veas con tus propios ojos cómo es una mujer cuando muere. Nada más que huesos. Quiero que conozcas la locura de la pasión.

—¡Calla! —Matahachi sacudió la cabeza violentamente—. Cuando pienso en ello, comprendo que Otsū es todo lo que he deseado en mi vida. Cuando me dije que no podía seguir viviendo como lo hacía, traté de encontrar la manera de triunfar, de empezar de nuevo por el camino recto...; fue porque quería casarme con ella, no por el honor de la familia ni por satisfacer a una vieja horrible.

—¿Hasta cuándo vas a seguir hablando de algo que ya ha terminado? Te haría más bien recitar los sutras. ¡Salve Amida Buda!

Osugi se abrió paso entre las ramas rotas y la hierba seca, que estaban generosamente rociadas de sangre, y entonces dobló unas hierbas y se arrodilló en ellas.

—No me odies, Otsū —dijo—. Ahora que estás muerta, ya no tengo nada contra ti. Tu muerte ha sido una necesidad. Descansa en paz.

Palpó a su alrededor con la mano izquierda y cogió una masa de cabello negro.

La voz de Takuan vibraba.

—¡Otsū!

Transportada hasta la oscura hondonada por el viento, parecía como si tuviera su origen en los árboles y las estrellas.

—¿Todavía no la has encontrado? —preguntó en voz tensa.

—No, no está por estos alrededores.

El dueño de la posada donde Osugi y Otsū se habían alojado se limpió el sudor de la frente con un gesto de fatiga.

—¿Estás seguro de que has oído bien?

—Totalmente seguro. Después de que el sacerdote llegara por la noche hasta el Kiyomizudera, la anciana se marchó de repente, diciendo que iba a la sala del dios de la montaña. La muchacha fue con ella.

Los dos hombres reflexionaron, cruzados de brazos.

—Tal vez han seguido montaña arriba o han ido a algún sitio apartado del camino principal —sugirió Takuan.

—¿Por qué estás tan preocupado?

—Me temo que han tendido una trampa a Otsū.

—¿Tan malvada es esa anciana?

—No —respondió Takuan en tono enigmático—. Es una mujer muy buena.

—No lo es a juzgar por lo que me dijiste. Ah, acabo de recordar algo.

—¿Qué es ello?

—Hoy he visto a la muchacha llorando en su habitación.

—Puede que eso no signifique gran cosa.

—La anciana nos dijo que era la novia de su hijo.

—Sí, es comprensible que dijera eso.

—Por lo que dijiste, parece como si un odio terrible llevara a esa anciana a atormentar a la muchacha.

—De todos modos, ésa es una cosa y llevarla a la montaña en una noche oscura otra muy distinta. Me temo que Osugi haya planeado asesinarla.

—¡Asesinarla! ¿Cómo puedes decir entonces que es una buena mujer?

—Porque es sin ninguna duda la clase de persona a la que el mundo considera buena. Acude con frecuencia al Kiyomizudera para rezar, ¿no es cierto? Y cuando está sentada ante Kannon con su rosario en la mano, su espíritu debe de estar muy cercano a la diosa.

—Tengo entendido que también le reza al Buda Amida.

—Hay muchos budistas así en este mundo, a los que llaman fieles. Hacen algo que no deberían, van al templo y rezan a Amida. Parecen idear hechos diabólicos para que Amida les perdone. Pueden matar alegremente a un hombre, con la absoluta confianza en que si luego visitan a Amida sus pecados les serán perdonados y cuando mueran irán al Paraíso Occidental. Esas buenas gentes constituyen un problema.

Matahachi miró temeroso a su alrededor, preguntándose de dónde procedía la voz.

—¿Has oído eso, madre? —preguntó, inquieto—. ¿Reconoces la voz?

Osugi alzó la cabeza, pero la interrupción no la turbó demasiado. Su mano todavía sujetaba el cabello del cadáver, mientras en la otra mano blandía la espada, preparada para golpear.

—¡Escucha! Ahí está de nuevo.

—Es extraño. Si alguien viniera en busca de Otsū, sería ese chiquillo llamado Jōtarō.

—Ésa es una voz de hombre.

—Sí, lo sé, y creo haberla oído antes.

—Esto tiene mala pinta. Olvídate de la cabeza, madre, y trae el farol. ¡Alguien se acerca!

—¿En esta dirección?

—Sí, son dos hombres. Vámonos de aquí en seguida.

El peligro unió a la madre y el hijo con la celeridad de un parpadeo, pero Osugi no podía renunciar a su sangrienta tarea.

—Espera un momento —le dijo—. Después de haber llegado hasta aquí, no voy a regresar sin la cabeza. Si no la tengo, ¿cómo voy a demostrar que me he vengado de Otsū? En seguida termino.

—Oh —gimió él, lleno de repulsión.

Un grito horrorizado brotó de los labios de Osugi. Dejó caer la cabeza, se levantó a medias, dio unos tumbos y cayó al suelo.

—¡No es ella! —exclamó. Agitó los brazos e intentó levantarse, pero volvió a caerse.

Matahachi dio un salto adelante.

—¿Qu... qu... qué? —tartamudeó.

—¡Mira! ¡No es Otsū! Es un hombre..., un mendigo..., un inválido...

—No es posible —dijo Matahachi—. Conozco a este hombre.

—¿Cómo? ¿Era algún amigo tuyo?

—¡Oh, no! —replicó bruscamente—. Este hombre era un estafador que me dejó sin blanca. ¿Qué hacía aquí, tan cerca de un templo, un sucio estafador como Akakabe Yasoma?

—¿Quién está ahí? —gritó Takuan—. ¿Eres tú, Otsū?

De repente el monje estaba detrás de ellos.

Matahachi era mucho más rápido corriendo que su madre. Mientras se perdía de vista, Takuan dio alcance a la mujer y la agarró con firmeza por el cuello del kimono.

—Tal como pensaba, y supongo que tu querido hijo es el que ha huido. ¡Matahachi! ¿Qué es eso de echar a correr y dejar a tu madre detrás? ¡Patán ingrato! ¡Vuelve aquí!

Aunque Osugi se debatía lastimosamente junto a las rodillas del monje, no había perdido sus agallas.

—¿Quién eres? —le preguntó, airada—. ¿Qué quieres?

Takuan la soltó.

—¿No te acuerdas de mí, abuela? Después de todo, debes de estar volviéndote senil.

—¿Eres Takuan?

—¿Te sorprende?

—No sé por qué habría de sorprenderme. Un mendigo como tú va adonde le place. Más tarde o más temprano tenías que dejarte caer por Kyoto.

—Tienes razón —convino él, sonriente—. Es exactamente como dices. Estaba vagabundeando por el valle de Koyagyū y la provincia de Izumi, pero llegué a la capital y anoche, en casa de un amigo, me enteré de la turbadora noticia. Decidí que era demasiado importante para no actuar.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Pensé que Otsū estaría contigo, y estoy buscándola.

—Humm.

—Abuela...

—¿Qué?

—¿Dónde está Otsū?

—No lo sé.

—No te creo.

—Señor —terció el posadero—. Aquí ha sido derramada sangre, todavía está fresca. —Acercó el farol al cadáver.

Takuan frunció el ceño. Osugi aprovechó aquel momento para levantarse de un salto y echar a correr.

—¡Espera! —le grito Takuan sin moverse—. Te marchaste de casa para limpiar tu nombre, ¿no es cierto? ¿Vas a volver ahora con tu nombre más sucio que nunca? Dijiste que amabas a tu hijo. ¿Te propones abandonarle ahora que le has hecho desgraciado?

La fuerza de su voz resonante envolvió a Osugi, haciendo que se detuviera bruscamente.

Con el rostro distorsionado por arrugas de desafío, gritó:

—Manchar el nombre de mi familia, hacer desgraciado a mi hijo... ¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que he dicho.

—¡Estúpido! —La anciana soltó una breve risa desdeñosa—. ¿Quién eres tú? Vas por ahí comiendo el alimento del prójimo, viviendo en templos ajenos, aliviando tus entrañas en el campo. ¿Qué sabes tú del honor familiar? ¿Qué sabes del amor de una madre por su hijo? ¿Has pasado una sola vez las penalidades que sufre la gente ordinaria? Antes de decirle a nadie cómo debe actuar, deberías trabajar y ganarte la vida como todo el mundo.

—Has puesto el dedo en la llaga, ciertamente. Hay sacerdotes en este mundo a los que me gustaría decir lo mismo. Siempre he dicho que no estoy a tu altura en un combate verbal, y veo que sigues teniendo la lengua aguda.

—Y todavía tengo cosas importantes que hacer en este mundo. No creas que lo único que puedo hacer es hablar.

—Eso no importa. Quiero discutir de otros asuntos contigo.

—¿Qué asuntos son ésos?

—Has incitado a Matahachi para que esta noche matara a Otsū, ¿no es cierto? Sospecho que entre los dos la habéis asesinado.

Osugi estiró su cuello arrugado y se rió despectivamente.

—Mira, Takuan, puedes llevar un farol a través de esta vida, pero no te servirá de nada a menos que abras los ojos. ¿Qué son éstos de todos modos? ¿Tan sólo agujeros en tu cabeza, adornos curiosos?

Takuan, sintiéndose un tanto inquieto, dirigió por fin su atención a la escena del crimen.

Cuando alzó la vista, aliviado, la anciana le dijo con cierto rencor:

—Supongo que te alegras de que no sea Otsū, pero no creas que he olvidado que eres el impío casamentero que la unió a Musashi y causó todos estos problemas en primer lugar.

—Si eso es lo que sientes, no tengo nada que decir, pero sé que eres una mujer con fe religiosa, y digo que no deberías marcharte y dejar este cadáver aquí tendido.

—De todos modos estaba aquí tendido, al borde de la muerte. Matahachi le ha matado, pero no ha sido culpa suya.

—Este rōnin era un tanto raro —dijo el posadero—, no estaba muy bien de la cabeza. Llevaba varios días dando tumbos alrededor del pueblo, babeando. Tenía un bulto enorme en la cabeza.

Mostrando una falta absoluta de interés, Osugi se volvió para marcharse. Takuan pidió al posadero que se encargara del cadáver y la siguió, cosa que irritó sobremanera a la anciana, Pero cuando ésta se volvió para desatar de nuevo su lengua venenosa, Matahachi la llamó en voz baja.

—Madre.

Se encaminó alegremente hacia la voz. Después de todo, era un buen hijo, se había quedado allí para asegurarse de que su madre estaba a salvo. Intercambiaron algunas palabras y, al parecer, llegaron a la conclusión de que no estarían completamente libres de peligro en presencia del sacerdote. Entonces echaron a correr tan rápido como podían hacia el pie de la colina.

—Es inútil —murmuró Takuan—. A juzgar por su manera de actuar, no harían caso de nada que pueda decirles. Si el mundo pudiera estar libre de tales malentendidos estúpidos, cuánto menos padecería la gente...

Pero de momento tenía que encontrar a Otsū, la cual había encontrado alguna manera de huir. Se sentía un poco aliviado, pero no podría relajarse de veras hasta que tuviera la seguridad de que la muchacha estaba a salvo. Así pues, decidió proseguir su búsqueda a pesar de la oscuridad.

El posadero había ido colina arriba poco antes, y regresó acompañado de siete u ocho hombres provistos de faroles. Los vigilantes nocturnos del templo, que habían aceptado echar una mano para enterrar el cadáver, traían palas y azadones. Al cabo de un rato Takuan oyó el desagradable sonido que se produce al cavar una fosa.

Más o menos cuando el agujero era lo bastante hondo, alguien gritó:

—Mirad ahí, hay otro cuerpo. Es una hermosa muchacha.

El hombre que la había descubierto estaba a unas diez varas de la tumba, en el borde de una ciénaga.

—¿Está muerta?

—No, sólo inconsciente.

El artesano cortés

Hasta el día de su muerte, el padre de Musashi nunca dejó de recordarle a sus antepasados.

—Puede que sólo sea un samurai rural —le decía—, pero no olvides nunca que el clan Akamatsu fue en otro tiempo famoso y poderoso. Eso debería ser una fuente de fuerza y orgullo para ti.

Puesto que se encontraba en Kyoto, Musashi decidió visitar un templo llamado Rakanji, cerca del cual los Akamatsu tuvieron antiguamente una casa. La caída del clan ocurrió mucho tiempo atrás, pero Musashi pensaba que tal vez encontraría en el templo algún documento o recuerdo de sus antepasados. Aunque no fuera así, quemaría incienso en su memoria.

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