Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Agua hirviendo? —Sahei se estremeció ante la sugerencia.
—Sí, pero si quieres dejar que se marche, también puedes hacerlo perfectamente.
Sahei y sus hombres intercambiaron miradas de incertidumbre.
—No podemos permitir que semejante comportamiento quede impune.
—Siempre ha hecho trastadas.
—Ha tenido suerte de haber salido con vida.
—Traed una soga.
Cuando empezaron a atarle, Iori zafó las manos.
—¿Qué estáis haciendo? —gritó. Sentándose en el suelo, añadió—: Os he dicho que no huiría. Aceptaré mi castigo. Tenía una razón para hacer lo que he hecho. Un mercader puede pedir disculpas, yo no. El hijo de un samurai no va a llorar porque le echen encima un poco de agua hirviendo.
—De acuerdo —dijo Sahei—. Tú mismo lo has pedido.
El administrador se arremangó, llenó un cazo de agua hirviendo y se dirigió lentamente hacia Iori.
—Cierra los ojos, Iori. Si no lo haces, te quedarás ciego.
La voz que había dicho estas últimas palabras, procedía de la calle.
Iori, sin atreverse a mirar quién le había aconsejado así, cerró los ojos con fuerza. Recordó una anécdota que Musashi le contó una vez en la llanura de Musashino. Era sobre Kaisen, un sacerdote Zen muy reverenciado por los guerreros de la provincia de Kai. Cuando Nobunaga e Ieyasu atacaron el templo de Kaisen y lo incendiaron, el sacerdote se sentó calmosamente en el piso superior del portal y, mientras las llamas le consumían, pronunció las palabras: «Si tus sentimientos han sido borrados por la iluminación, el fuego es frío».
«No es más que un cazo de agua hirviendo —se dijo Iori—. No debo pensar así.» Intentó desesperadamente convertirse en un vacío sin yo, libre de engaños, sin penas. Tal vez si hubiera sido más joven, o mucho mayor..., pero a su edad formaba parte del mundo en que vivía en un grado superlativo.
¿Cuándo ocurriría? Por un instante, presa de vértigo, pensó que el sudor que se deslizaba por su frente era agua hirviente. Un minuto le parecía un siglo.
—Vaya, si es Sado —dijo Kojirō.
Sahei y todos los demás se volvieron y miraron al viejo samurai.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Sado, mientras cruzaba la calle con Nuinosuke a su lado.
Kojirō se echó a reír y dijo en tono ligero:
—Nos has sorprendido en un momento singular. Están castigando a este muchacho.
Sado miró fijamente a Iori.
—¿Le están castigando? Bien, si ha hecho algo malo debe ser castigado. Adelante. Seré testigo del castigo.
Sahei miró por el rabillo del ojo a Kojirō, el cual comprendio la situación de inmediato y supo que él era el único responsable de la severidad del castigo.
—Es suficiente —dijo.
Iori abrió los ojos. Al principio le costó un poco centrar la mirada, pero al reconocer a Sado, sintió un acceso de alegría.
—Te conozco —le dijo—. Eres el samurai que visitó el Tokuganji en Hōtengahara.
—¿Me recuerdas?
—Sí, señor.
—¿Qué ha sido de tu maestro, Musashi?
Iori sorbió aire por la nariz y se cubrió los ojos con las manos.
El hecho de que Sado conociera al muchacho fue un golpe para Kojirō. Reflexionó un momento y decidió que era preciso hacer algo con respecto a la búsqueda de Musashi por parte de Sado. Pero, desde luego, no quería que el nombre de Musashi saliera a relucir en una conversación entre él y un servidor de alto rango de su señor. Sabía que uno de aquellos días tendría que enfrentarse a Musashi, pero eso ya no era un asunto estrictamente privado.
En realidad, se había abierto una brecha entre la línea principal y las ramas de la Casa de Hosokawa, una facción de la cual tenía a Musashi en gran estima, mientras que la otra se decantaba por el ex rōnin que ahora era el instructor de esgrima del jefe del clan. Algunos decían que la verdadera razón de que el enfrentamiento fuese inevitable era la rivalidad entre bastidores de Sado y Kakubei.
Para alivio de Kojirō, el contramaestre del Tatsumimaru llegó en aquel preciso momento y les dijo que la nave estaba preparada.
Sado no se movió de donde estaba e inquirió:
—El barco no zarpará hasta la puesta del sol, ¿no es cierto?
—Así es —respondió Sahei, que recorría la oficina de un lado a otro, preocupado por las consecuencias que tendría lo sucedido.
—Entonces ¿dispongo de algún tiempo para descansar?
—Mucho tiempo. Por favor, toma un poco de té.
Otsuru apareció en la puerta interior e hizo señas al administrador. Éste, tras escucharla durante un par de minutos, volvió al lado de Sado y le dijo:
—La oficina no es el lugar más apropiado para recibirte. Sólo hay un paso a través del jardín a la casa. ¿Serías tan amable de ir ahí?
—Eso es muy amable —replicó Sado—. ¿Con quién estoy en deuda? ¿Con la señora de la casa?
—Sí. Ha dicho que quisiera expresarte su agradecimiento.
—¿Por qué?
Sahei se rascó la cabeza.
—Pues... imagino que por evitar con tu intervención que Iori saliera lastimado. Como el dueño de la casa no está...
—Ya que has mencionado a Iori, quisiera hablar con él. ¿Te importaría llamarle?
El jardín era exactamente como Sado habría esperado que lo fuese en la casa de un rico mercader de Sakai. Aunque unido por un lado a un almacén, era un mundo diferente al de la oficina calurosa y ruidosa. Piedras y plantas acababan de ser regadas, y corría un arroyuelo.
Osei y Otsuru estaban arrodilladas en una pequeña y elegante habitación ante el jardín. Sobre el tatami había una estera de lana, con bandejas de dulces y tabaco. Sado reparó en la intensa fragancia de una mezcla de incienso.
El anciano se sentó ante la puerta de la estancia.
—No voy a entrar —dijo—. Tengo los pies sucios.
Mientras le servía té, Osei le pidió disculpas por el comportamiento de sus empleados y le dio las gracias por haber salvado a Iori.
—Hace algún tiempo tuve ocasión de conocer a ese chico —dijo Sado—. Me alegro de haberle encontrado de nuevo. ¿Cómo es que está en vuestra casa?
Tras escuchar la explicación de la mujer, Sado le habló de su larga búsqueda de Musashi. Charlaron amigablemente un rato, y finalmente Sado le dijo:
—He observado a Iori desde el otro lado de la calle durante varios minutos, y he admirado su capacidad de conservar la calma. Se ha comportado muy bien. De hecho, considero un error criar a un muchacho tan valeroso en un establecimiento de mercaderes. ¿Qué te parecería si yo me hiciera cargo de él? En Kokura podría ser educado como un samurai.
Osei aceptó sin titubear.
—Eso sería sin duda alguna lo mejor que podría ocurrirle a ese muchacho —respondió.
Otsuru se levantó para ir en busca de Iori, pero en aquel mismo momento el chico salió de detrás de un árbol, desde donde había oído toda la conversación.
—¿Tienes algo que objetar a venirte conmigo? —le preguntó Sado.
Rebosante de felicidad, Iori rogó al anciano que le llevara a Kokura.
Mientras Sado tomaba su té, Otsuru preparó a Iori para el viaje: kimono, hakama, polainas, sombrero de juncos..., todas las prendas nuevas. Era la primera vez en su vida que el chico se ponía un hakama.
Aquella noche, cuando el Tatsumimaru extendió sus negras velas y zarpó bajo las nubes doradas por el sol poniente, Iori volvió la vista hacia el mar de rostros: los de Otsuru, su madre, Sahei y un nutrido grupo de personas que le despedían, el rostro colectivo de la ciudad de Sakai.
Con una ancha sonrisa en el rostro, Iori se quitó el sombrero de juncos y lo agitó, devolviéndoles el saludo.
El letrero en la entrada de un estrecho callejón en el distrito de los pescaderos de Okazaki decía: «Iluminación para los jóvenes. Lecciones de lectura y escritura», y ostentaba el nombre Muka, el cual, según todas las apariencias, era uno de los muchos rōnin empobrecidos pero honestos que se ganaban la vida compartiendo su educación de la clase guerrera con los hijos del pueblo llano.
La caligrafía era curiosa, como de aficionado, y hacía que aflorase una sonrisa a los labios de los transeúntes, pero Muka aseguraba que eso no le avergonzaba. Cada vez que se lo mencionaban, siempre contestaba lo mismo:
—En el fondo todavía soy un niño, así que estoy practicando con los niños.
El callejón desembocaba en un bosquecillo de bambúes, más allá del cual se hallaba el terreno de equitación de la Casa de Honda. Cuando hacía buen tiempo, aquel paraje siempre estaba cubierto por una nube de polvo, pues los caballeros a menudo practicaban desde el alba hasta que oscurecía. El linaje militar del que estaban tan orgullosos era el de los famosos guerreros Mikawa, la tradición de la que habían salido los Tokugawa.
Muka se desperezó tras la siesta del mediodía, fue al pozo y sacó agua. Su kimono gris sin forro y su capucha del mismo color muy bien podrían haber sido el atuendo de un hombre de cuarenta años, aunque en realidad aún no había cumplido los treinta. Tras lavarse la cara, entró en el bosquecillo y, de un solo tajo de espada, cortó una gruesa caña de bambú.
Después de lavar el bambú en el pozo, entró en la casa. Las persianas que colgaban a un lado mantenían a raya el polvo del terreno de equitación, pero como aquélla era la dirección por la que llegaba la luz, la única pieza parecía más pequeña y oscura de lo que realmente era. En un rincón había una tabla, sobre la cual colgaba un retrato anónimo de un sacerdote Zen. Muka colocó el trozo de bambú sobre la tabla y puso en el interior hueco una flor de correhuela.
«No está mal», se dijo, mientras retrocedía para examinar su obra.
Tomó asiento ante su mesa, empuñó el pincel y empezó a practicar, utilizando como modelo un manual de formales caracteres de tipo cuadrado, del que era autor Ch'u Sui-liang y un calco de la caligrafía del sacerdote Kōbō Daishi. Era evidente que había progresado sin cesar durante el año que llevaba viviendo allí, pues los caracteres que escribía ahora eran muy superiores a los que figuraban en el letrero de la entrada.
—Perdona que te moleste —le dijo la mujer que vivía al lado, esposa de un vendedor de pinceles para escritura.
—Entra, por favor —respondió Muka.
—Es sólo un momento. Me estaba preguntando... Hace un rato he oído un fuerte ruido, como si algo se rompiera. ¿No lo has oído?
Muka se echó a reír.
—No te preocupes. He sido yo al cortar un trozo de bambú.
—Ah, estaba inquieta. Pensé que quizá te había ocurrido algo. Mi marido dice que los samurais que merodean por aquí tienen intención de matarte.
—Si lo hacen, poco importará. De todos modos, mi vida no vale tres monedas de cobre.
—No deberías ser tan despreocupado. A mucha gente la matan por cosas que ni siquiera recordaban haber hecho. Piensa en lo tristes que estarían todas las muchachas si sufrieras algún daño.
La mujer se marchó, sin preguntarle esta vez, como solía hacer: «¿Por qué no te casas? ¿Acaso no te gustan las mujeres?». Muka nunca le daba una respuesta clara, aunque él mismo había sido el causante de aquel interés al revelar lo suficiente para sugerir que sería un buen partido. Sus vecinos sabían que era un rōnin de Mimasaka, aficionado al estudio, y que había vivido durante algún tiempo en Kyoto y en los alrededores de Edo. Aseguraba que quería establecerse en Okazaki y dirigir una buena escuela. Como su juventud, diligencia y honestidad estaban fuera de toda duda, no era sorprendente que varias muchachas se mostraran interesadas por él como pretendiente, así como varios padres con hijas casaderas.
Aquel pequeño sector de la sociedad sentía una cierta fascinación por Muka. El vendedor de pinceles y su esposa le trataban amablemente, la mujer le había enseñado a cocinar y, en ocasiones, le lavaba la ropa y cosía sus prendas. En conjunto, el joven disfrutaba viviendo en aquella vecindad, donde todo el mundo se conocía y todos buscaban nuevas maneras de aportar interés a sus vidas. Siempre había algo en marcha, si no un festival o danzas callejeras o una celebración religiosa, un funeral o un enfermo del que cuidar.
Aquella noche pasó ante la casa del vendedor de pinceles y su esposa cuando éstos estaban cenando. La mujer chasqueó la lengua y comentó:
—¿Adonde irá? Por la mañana enseña a los niños, después de comer echa la siesta o estudia y por la noche sale. Es como un murciélago.
Su marido se rió entre dientes.
—¿Y eso qué tiene de malo? No deberías envidiarle sus excursiones nocturnas.
En las calles de Okazaki, los sonidos de una flauta de bambú se mezclaban con los zumbidos de los insectos cautivos en jaulitas de madera, el lamento rítmico de los cantantes callejeros ciegos, los gritos de vendedores de melones y sushi. No había nada allí que recordara el frenético ajetreo que caracterizaba a Edo. Las llamas de los faroles oscilaban, la gente paseaba enfundada en sus kimonos veraniegos. En el calor persistente de la jornada de verano, todo parecía relajado y en su sitio.
Cuando Muka pasó, las muchachas susurraron.
—Ahí va de nuevo.
—Humm..., no presta atención a nadie, como de costumbre.
Algunas jóvenes le saludaban con una inclinación de cabeza y luego se volvían hacia sus amigas y especulaban sobre el destino de Muka.
Éste caminó en línea recta, pasó de largo ante las callejas donde podría haber comprado los favores de las prostitutas de Okazaki, consideradas por muchos como una de las principales atracciones locales a lo largo de la carretera Tōkaidō. En el límite occidental de la ciudad, se detuvo y se estiró, dejando que el calor abandonara sus holgadas mangas. Delante de él corrían las rápidas aguas del río Yahagi y estaba el puente del mismo nombre, con sus 208 tramos, el más largo de la ruta Tōkaidō. Caminó hacia el delgado personaje que le aguardaba junto al primer poste.
—¿Musashi?
Musashi sonrió a Matahachi, el cual vestía su túnica de sacerdote.
—¿Ha regresado el maestro? —le preguntó.
—No.
Cruzaron el puente hombro contra hombro. En una colina cubierta de pinos que se alzaba en la orilla opuesta había un antiguo templo Zen. Como la colina se llamaba Hachijō, el templo había recibido el nombre de Hachijōji. Subieron por la oscura cuesta ante el portal.
—¿Cómo te van las cosas? —le preguntó Musashi—. Practicar el Zen debe de ser difícil.
—Lo es —replicó Matahachi, inclinando con desaliento su cabeza rapada que, desprovista de cabello, tenía un tono azulado—. A menudo he pensado en huir. Si he de pasar por la tortura mental para convertirme en un ser humano decente, preferiría echarme un lazo corredizo alrededor del cuello y olvidarme de ello.