Authors: Eiji Yoshikawa
La respuesta fue otro disparo. Por supuesto, Musashi ya no estaba allí. Mientras la bala todavía volaba, él saltó nueve pies más cerca del extremo del puente.
Se precipitó en medio de ellos. Los hombres se separaron ligeramente, enfrentándose a él desde tres direcciones, pero totalmente faltos de coordinación. Musashi golpeó hacia abajo al hombre del centro con su espada larga, al tiempo que daba un tajo lateral con la espada corta al hombre situado a su izquierda. El tercer hombre huyó a través del puente, corrió, tropezó y saltó por encima del pretil.
Musashi siguió caminando, manteniéndose a un lado y deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Al ver que no sucedía nada más, regresó a casa y se acostó.
A la mañana siguiente dos samurais se presentaron en su casa. La entrada estaba llena de sandalias infantiles, por lo que dieron la vuelta hasta la puerta trasera.
—¿Eres el sensei Muka? —le preguntó uno de ellos—. Pertenecemos a la Casa de Honda.
Musashi alzó la vista de lo que estaba escribiendo y respondió:
—Sí, soy Muka.
—¿Es tu verdadero nombre Miyamoto Musashi? En caso afirmativo, no intentes ocultarlo.
—Soy Musashi.
—Creo que conoces a Watari Shima.
—Me temo que no.
—Dice que ha asistido a dos o tres certámenes de poemas haiku en los que estabas presente.
—Ahora que lo mencionas, sí, en efecto, le recuerdo. Nos conocimos en casa de un amigo mutuo.
—Shima quisiera saber si te placería ir a pasar una velada con él.
—Si busca a alguien con quien componer haikus, no soy la persona adecuada. Si bien es cierto que he sido invitado a tales certámenes, soy un hombre sencillo con muy poca experiencia en ese arte.
—Creo que está interesado en hablar contigo de artes marciales.
Los discípulos de Musashi miraban preocupados a los dos samurais. Durante unos instantes, Musashi también los miró fijamente, y finalmente respondió:
—En ese caso, será un placer visitarle. ¿Cuándo he de ir?
—¿Podría ser esta noche?
—De acuerdo.
—Enviará un palanquín para que te lleve a su casa.
—Es muy amable por su parte. Estaré esperando.
Una vez los samurais se hubieron marchado, el maestro se volvió hacia sus alumnos.
—Bueno, muchachos, no debéis ceder a la tentación de distraeros. Volved al trabajo. Miradme. También yo estoy practicando. Tenéis que concentraros tan completamente que ni siquiera oigáis hablar a la gente o el chirrido de las cigarras. Si sois perezosos de jóvenes, os volveréis como yo y tendréis que practicar cuando seáis adultos.
Se echó a reír y miró a su alrededor las caras y manos manchadas de tinta de los chiquillos.
Cuando llegó el crepúsculo, se puso un hakama y se preparó para partir. En el momento en que estaba tranquilizando a la esposa del vendedor de pinceles, asegurándole que no le ocurriría nada, llegó el palanquín, no el sencillo, un simple cesto, que abundaba en la ciudad, sino una silla de manos lacada, a la que acompañaban dos samurais y tres servidores.
Los vecinos, asombrados ante aquella escena, se apiñaron alrededor y susurraron entre ellos. Los niños llamaron a sus amigos y charlaron excitados.
—Sólo los grandes personajes viajan en palanquines como ése.
—Nuestro maestro debe de ser alguien.
—¿Adonde va?
—¿Crees que volverá?
Los samurais cerraron la portezuela del palanquín, apartaron a la gente del camino y se pusieron en marcha.
Aunque no sabía qué le esperaba, Musashi sospechaba que existía una relación entre la invitación y el incidente en el puente de Yahagi. Tal vez Shima iba a reconvenirle por haber matado a dos samurais de Honda. También era posible que Shima fuese la persona que estuvo detrás del espionaje y el ataque por sorpresa y que ahora estuviera dispuesto a enfrentarse abiertamente a Musashi. Como no creía que nada bueno pudiera salir de la reunión de aquella noche, Musashi se resignó a encararse a una situación difícil. Las especulaciones no le llevarían muy lejos. El Arte de la Guerra exigía que descubriera cuál era su posición y actuara en consonancia.
El palanquín oscilaba suavemente, como un barco en el mar. Musashi oyó el sonido del viento entre los pinos y pensó que debían de encontrarse en el bosque, cerca del muro norte del castillo. No parecía un hombre preparado para un ataque impredecible. Con los ojos semicerrados, aparentaba dormitar.
Cuando se abrió la puerta enrejada del castillo, los porteadores avanzaron más despacio y los samurais hablaron en tonos más bajos. Pasaron junto a faroles de llamas oscilantes y llegaron a las dependencias del castillo. Cuando Musashi bajó del palanquín, los sirvientes le acompañaron en silencio pero cortésmente a un pabellón abierto. Dado que las persianas estaban enrolladas en los cuatro costados, la brisa penetraba en agradables oleadas. Las llamas de los faroles se empequeñecían y agrandaban al capricho del viento. La noche veraniega era muy calurosa, pero allí no se tenía la menor sensación de bochorno.
—Soy Watari Shima —le dijo su anfitrión, un típico samurai Mikawa, robusto, viril, alerta pero no de un modo ostensible, sin revelar el menor signo de debilidad.
—Yo soy Miyamoto Musashi. —Una inclinación de cabeza acompañó a la respuesta igualmente sencilla.
Shima devolvió la reverencia y dijo:
—Acomódate, por favor. —Entonces, sin la menor formalidad, fue directamente al grano—: Me han dicho que anoche mataste a dos de nuestros samurais. ¿Es eso cierto?
—Sí, lo es. —Musashi miró directamente a los ojos de Shima.
—Te debo una disculpa —dijo Shima seriamente—. Hoy me he enterado del incidente, cuando me han informado de las muertes. Ha habido una investigación, por supuesto. Aunque conocía tu nombre desde hace largo tiempo, ignoraba que vivieras en Okazaki.
—En cuanto al ataque, me han dicho que te disparó un grupo de hombres, uno de los cuales es discípulo de Miyake Gumbei, experto en artes marciales del estilo Tōgun.
Musashi no percibió subterfugio alguno, aceptó las palabras de Shima en su sentido literal y el relato fue desgranándose gradualmente. El discípulo de Gumbei era uno de varios samurais de Honda que habían estudiado en la escuela Yoshioka. Los agitadores que había entre ellos se reunieron y decidieron matar al hombre que había puesto fin a la gloria de la escuela Yoshioka.
Musashi sabía que el nombre de Yoshioka Kempō era todavía reverenciado en todo el país. En el oeste de Japón, sobre todo, habría sido difícil encontrar un feudo donde no hubiera algún samurai que no hubiera estudiado en su escuela. Musashi le dijo a Shima que comprendía su odio hacia él, pero que lo consideraba como una animosidad personal más que una razón legítima para vengarse, de acuerdo con el Arte de la Guerra.
Shima pareció estar de acuerdo.
—He convocado a los supervivientes y les he amonestado. Confío en que nos perdones y olvides el incidente. También Gumbei está muy disgustado. Si no te importa, me gustaría presentártelo. Está deseoso de disculparse ante ti.
—Eso no es necesario. Lo sucedido ha sido un incidente normal para cualquier hombre entregado a las artes marciales.
—Aun así...
—Bien, dejemos de lado las excusas. Pero si desea que hablemos del Camino, será un placer para mí conocerle. Su nombre me resulta familiar.
Enviaron a un hombre en busca de Gumbei, y, una vez efectuadas las presentaciones, la conversación giró sobre las espadas y el arte de la esgrima.
—Me gustaría que me hablaras del estilo Tōgun —le dijo Musashi—. ¿Es una creación tuya?
—No —replicó Gumbei—. Lo aprendí de mi maestro, Kawasaki Kaginosuke, de la provincia de Echizen. Según el manual que me dio, lo desarrolló cuando vivía como un ermitaño en el monte Hakuun, en Kōzuke. Parece haber aprendido muchas de sus técnicas de un monje de la secta Tendai llamado Tōgumbo... Pero háblame de ti. He oído mencionar tu nombre infinidad de veces, y tenía la impresión de que eras mayor. Ya que estás aquí, me pregunto si me favorecerías con una lección. —El tono era amistoso. Sin embargo, aquello era una invitación a combatir.
—En alguna otra ocasión —replicó Musashi en tono ligero—. Ahora ya debo marcharme. La verdad es que no conozco el camino de regreso a casa.
—Cuando te marches, enviaré a alguien contigo —dijo Shima.
—Al enterarme de que habían derribado a dos hombres, fui allí a echar un vistazo —dijo Gumbei—. Observé que no podía relacionar las posiciones de los cuerpos con sus heridas, por lo que interrogué al hombre que escapó. La impresión de éste fue que habías usado dos espadas al mismo tiempo. ¿Es posible que eso sea cierto?
Musashi sonrió y dijo que nunca había hecho tal cosa de una manera consciente. Consideraba lo que hacía como luchar con un cuerpo y una espada.
—No deberías ser tan modesto —dijo Gumbei—. Háblanos de ello. ¿Cómo practicas? ¿Cuáles deben ser los pesos para que uses dos espadas libremente?
Musashi comprendió que no podría marcharse antes de que diera alguna clase de explicación, y miró a su alrededor. Sus ojos se posaron en dos mosquetes situados en el receso de la pared, y pidió que se los prestaran. Shima le dio permiso y Musashi se colocó en el centro de la sala sujetando las dos armas por los cañones, una en cada mano. Alzó una rodilla y dijo:
—Dos espadas son como una espada. Una espada es como dos espadas. Nuestros brazos están separados, pero ambos pertenecen al mismo cuerpo. En todas las cosas, el razonamiento fundamental no es dual sino singular. Todos los estilos y todas las facciones son iguales en este aspecto. Os lo mostraré.
Pronunció estas palabras espontáneamente, y cuando terminó alzó un brazo y dijo: «Con vuestro permiso». Entonces empezó a hacer girar los mosquetes. Las armas giraron como devanaderas, produciendo un pequeño torbellino. Los dos hombres que lo contemplaban palidecieron. Musashi se detuvo y se llevó los codos a los costados. Fue al receso de la pared y dejó allí los mosquetes. Se rió quedamente y dijo:
—Tal vez eso os ayudará a comprender.
Sin ofrecer más explicaciones, hizo una reverencia a su anfitrión y se despidió. Shima estaba tan pasmado que se olvidó de pedir a alguien que acompañara a Musashi a su casa.
Una vez fuera del portal, Musashi se volvió para echar un último vistazo, aliviado por haberse librado de Watari Shima. Aún desconocía las verdaderas intenciones de aquel hombre, pero una cosa estaba clara. No sólo conocía su identidad, sino que se había visto envuelto en un incidente. Lo más sensato sería abandonar Okazaki aquella misma noche.
Estaba pensando en la promesa que le había hecho a Matahachi de esperar el regreso de Gudō, cuando avistó las luces de Okazaki y una voz le llamó desde un pequeño santuario a un lado del camino.
—Musashi, soy yo, Matahachi. Estábamos preocupados por ti, así que hemos venido aquí a esperarte.
—¿Preocupados? —inquirió Musashi.
—Hemos ido a tu casa. Tu vecina nos ha dicho que ciertos hombres te han estado espiando recientemente.
—¿Por qué hablas en plural?
—El maestro ha regresado hoy.
Gudō estaba sentado en la terraza del santuario. Era un hombre de semblante fuera de lo corriente, su piel tan negra como la de una cigarra gigante, sus ojos hundidos brillantes bajo las altas cejas. Parecía tener entre cuarenta y cincuenta años, pero sería imposible adivinar con cierta precisión la edad de semejante hombre. Delgado pero membrudo, tenía una voz resonante.
Musashi fue a su encuentro, se arrodilló y aplicó la cabeza al suelo. Gudō le contempló en silencio durante uno o dos minutos.
—Ha pasado mucho tiempo —le dijo.
Musashi alzó la cabeza y dijo quedamente:
—Muchísimo tiempo.
Gudō o Takuan... Desde hacía mucho, Musashi estaba convencido de que sólo uno u otro de aquellos dos hombres podría sacarle del callejón sin salida en que se encontraba actualmente. Por fin, tras esperar todo un año, allí estaba Gudō. Contempló el rostro del sacerdote como podría contemplar la luna en una noche oscura.
—¡Sensei! —gritó de súbito vigorosamente.
—¿Qué es ello?
Gudō no tenía necesidad de preguntarlo. Sabía lo que Musashi deseaba, previéndolo como una madre adivina las necesidades de su hijo.
Musashi volvió a aplicar la cabeza en el suelo y dijo:
—Han pasado casi diez años desde que estudié contigo.
—¿Tanto tiempo ha pasado?
—Sí, pero incluso después de todos esos años, dudo de que mi avance por el Camino sea mensurable.
—Todavía hablas como un chiquillo, ¿eh? No podrías haber llegado muy lejos.
—Estoy lleno de remordimientos.
—¿De veras?
—Mi adiestramiento y mi autodisciplina han logrado muy poco.
—Siempre hablas de esas cosas. Mientras lo hagas, será fútil.
—¿Qué ocurriría si abandonara?
—Volverías a estar enmarañado. Serías una basura humana, peor incluso que antes, cuando no eras más que un necio ignorante.
—Si abandono el Camino, caeré en un abismo. Sin embargo, cuando intento avanzar hacia la cumbre, descubro que no estoy a la altura de la tarea. A medio camino oscilo con el viento, y no soy ni el espadachín ni el ser humano que quiero ser.
—Eso parece resumirlo todo.
—No puedes saber hasta qué punto me he sentido desesperado. ¿Qué debo hacer? ¡Dímelo! ¿Cómo puedo liberarme de la inacción y la confusión?
—¿Por qué me lo preguntas? Sólo puedes confiar en ti mismo.
—Permíteme que me siente de nuevo a tus pies y reciba tu reconvención. Yo y Matahachi. O dame un golpe con tu bastón para despertarme de este oscuro vacío. Te lo ruego, sensei, ayúdame. —Musashi no había alzado la cabeza. No vertía lágrimas, pero tenía la voz ahogada.
Gudō, sin conmoverse lo más mínimo, dijo:
—Ven, Matahachi.
Y juntos se alejaron del santuario.
Musashi corrió en pos del sacerdote, le agarró de la manga, le suplicó y rogó.
El sacerdote sacudió la cabeza en silencio. Al ver que Musashi insistía, le dijo:
—¡De ninguna manera! —Y entonces añadió, airado—: ¿Qué puedo decirte? ¿Qué más puedo darte? Solamente un puñetazo en la cabeza.
Agitó el puño en el aire, pero no lo descargó.
Musashi le soltó la manga y se dispuso a decir algo más, pero el sacerdote se alejó rápidamente, sin detenerse para mirar atrás.
Matahachi, al lado de Musashi, le dijo: