Authors: Eiji Yoshikawa
Todos estos amigos y discípulos tenían una sola cosa en común: tanto si conocían a Musashi como si no, éste era el enemigo. El odio más virulento hacia él era el de los samurais provinciales que en alguna ocasión habían estudiado los métodos de la escuela Yoshioka. La humillación de la derrota en Ichijōji roía sus mentes y corazones. Además, la perseverante determinación con la que Musashi había avanzado en su carrera era tal que se había creado muchos enemigos. Por supuesto, los discípulos de Kojirō le despreciaban.
Un joven samurai condujo a un recién llegado desde el vestíbulo hasta el salón atestado y anunció:
—Este hombre ha viajado desde Kōzuke.
El hombre se presentó.
—Me llamo Ichinomiya Gempachi —les dijo, y ocupó modestamente su lugar entre ellos.
Un murmullo de admiración recorrió la sala, pues Kōzuke se encontraba a mil millas al nordeste. Gempachi dijo que había depositado un talismán traído desde el monte Hakuun en el altar de la casa, y hubo más murmullos de admiración.
—El decimotercer día hará buen tiempo —observó el hombre, echando un vistazo bajo los aleros al rojo sol poniente—. Hoy es el undécimo, mañana el duodécimo, pasado mañana... —Uno de los invitados se dirigió a Gempachi.
—Creo que haber venido desde tan lejos para decir una oración por el éxito de Kojirō es muy notable. ¿Tienes alguna relación con él?
—Soy un servidor de la casa de Kusanagi en Shimonida. Mi difunto maestro, Kusanagi Tenki, era el sobrino de Kanemaki Jisai. Tenki conoció a Kojirō cuando éste era todavía un chiquillo.
—Tenía entendido que Kojirō estudió bajo la dirección de Jisai.
—Eso es cierto. Kojirō procedía de la misma escuela que Itō Ittōsai. He oído decir que Ittōsai dijo muchas veces que Kojirō era un luchador brillante.
Entonces les contó cómo Kojirō había preferido rechazar el certificado de Jisai y crear un estilo propio. También les habló de lo tenaz que había sido Kojirō, incluso de niño. Gempachi siguió hablando por los codos, respondiendo a las ansiosas preguntas que le hacían con detalladas respuestas.
—¿No está aquí el sensei Ganryū? —preguntó un joven ayudante, abriéndose paso entre la muchedumbre.
Al no verle allí, fue de una habitación a otra. Estaba rezongando para sus adentros cuando tropezó con Omitsu, la cual estaba limpiando la habitación de Kojirō.
—Si estás buscando al maestro, le encontrarás en la jaula del halcón —le informó.
Kojirō estaba dentro de la jaula, mirando atentamente los ojos de Amayumi. Había alimentado al ave, le había quitado las plumas sueltas y retenido algún tiempo sobre su puño, y ahora le acariciaba afectuosamente.
—Sensei.
—¿Sí?
—Hay una mujer que dice haber venido de Iwakuni para visitarte. Ha dicho que la conocerás en cuanto la veas.
—Humm. Podría ser la hermana más joven de mi madre.
—¿A qué habitación la llevo?
—No quiero verla. No quiero ver a nadie... En fin, supongo que debo hacerlo. Es mi tía. Llévala a mi habitación.
El hombre salió y Kojirō llamó desde la puerta:
—Tatsunosuke.
—Sí, señor.
Tatsunosuke entró en la jaula y se arrodilló sobre una sola rodilla detrás de Kojirō. Era un discípulo que vivía en la casa y nunca se alejaba demasiado de su maestro.
—No queda mucho que esperar, ¿verdad? —le dijo Kojirō.
—No, señor.
—Mañana iré al castillo y presentaré mis respetos al señor Tadatoshi, a quien no he visto recientemente. Luego, quiero pasar la noche tranquilo.
—Están todos esos invitados. ¿Por qué no te niegas a verlos a fin de que puedas descansar bien?
—Eso es lo que pienso hacer.
—Hay tanta gente aquí que podrías ser derrotado por los mismos que te apoyan.
—No pienses así. Han venido desde cerca y lejos... Que gane o pierda depende de lo que ocurra en la hora señalada. No es del todo una cuestión del destino, pero de todos modos... Así les sucede a los guerreros, una veces ganan y otras pierden. Si Ganryū muere, encontrarás dos testamentos en mi escritorio. Darás uno de ellos a Kakubei y el otro a Omitsu.
—¿Has hecho testamento?
—Sí. Es conveniente que un samurai tome esa precaución. Y una cosa más. El día de la pelea, estoy autorizado a tener un ayudante. Quiero que seas tú. ¿Vendrás conmigo?
—Es un honor que no merezco.
—Amayumi también —dijo, mirando al halcón—. Será un consuelo tenerle a mi lado durante la travesía en barco.
—Lo comprendo perfectamente.
—Muy bien. Ahora veré a mi tía.
Encontró a la mujer sentada en la sala de estar. En el exterior, las nubes nocturnas se habían ennegrecido, como acero recién forjado que acaba de ser enfriado. La blanca luz de una vela iluminaba la habitación.
—Gracias por venir —le dijo mientras tomaba asiento con una gran demostración de reverencia.
Tras la muerte de su madre, su tía le había criado. Al contrario que la madre, su tía no le había mimado lo más mínimo. Consciente del deber que tenía hacia su hermana mayor, se había esforzado resueltamente por convertirle en un digno sucesor del apellido Sasaki y un hombre sobresaliente por derecho propio. De todos sus familiares, ella era la única que prestaba la mayor atención a su carrera y su futuro.
—Kojirō —empezó a decirle en tono solemne—. Comprendo que estás a punto de enfrentarte a uno de los momentos decisivos de tu vida. En casa todo el mundo habla de ello, y pensé que debía verte, por lo menos una vez más. Soy feliz al ver que has llegado tan lejos. —Mientras le hablaba comparaba al digno y acomodado samurai que tenía ante ella con el joven que se marchó de casa sin nada más que una espada.
Con la cabeza todavía inclinada, Kojirō replicó:
—Han pasado diez años. Espero que me perdones por no haberme puesto en contacto contigo. No sé si la gente me considera un hombre de éxito o no, pero la verdad es que no he conseguido, ni mucho menos, todo cuanto estoy decidido a conseguir. Por eso no te he escrito.
—No importa. Continuamente han llegado a mis oídos noticias sobre ti.
—¿Incluso en Iwakuni?
—Sí, desde luego. Allí todo el mundo está de tu parte. Si Musashi te derrotara, toda la familia Sasaki, la provincia entera, se sentiría deshonrada. El señor Katayama Hisayasu de Hōki, que se aloja como huésped en el feudo de Kikkawa, se propone traer un grupo considerable de samurais de Iwakuni para presenciar el combate.
—¿De veras?
—Sí. Supongo que se llevará una terrible decepción, puesto que no se permitirá la navegación de ningún barco... Ah, se me olvidaba. Toma, te he traído esto.
Abrió un pequeño hatillo y sacó una túnica interior doblada. Era de algodón blanco con los nombres estampados del dios de la guerra y una diosa protectora a quien los guerreros rendían culto. Un amuleto de buena suerte en sánscrito había sido bordado en ambas mangas por un centenar de admiradoras de Kojirō.
Él le agradeció reverentemente la prenda, llevándosela a la altura de la frente. Entonces le dijo:
—Debes de estar muy cansada del viaje. Puedes quedarte en esta habitación y acostarte cuando lo desees. Ahora, te ruego que me disculpes.
Dejó allí a la mujer y fue a sentarse en otra habitación, a la que pronto llegaron invitados ofreciéndole una variedad de regalos: un amuleto sagrado del santuario de Hachiman en el monte Otoko, una cota de mallas, un pescado enorme, un barril de sake. No pasó mucho tiempo antes de que apenas quedara espacio para tomar asiento.
Si bien todas aquellas personas llenas de buenos deseos eran sinceras al orar por su victoria, no era menos cierto que ocho o nueve de ellas, aunque no dudaban de que vencería, buscaban servilmente favores, con la esperanza de progresar más tarde en la realización de sus propias ambiciones.
«¿Y si yo fuese un rōnin?», se preguntó Kojirō. Aunque el servilismo le deprimía, no dejaba de causarle satisfacción el hecho de que sus seguidores confiaran y creyeran en él.
«Debo vencer. He de superar a mi adversario.» Pensar en la victoria le ocasionaba una carga psicológica. Aunque se daba cuenta de ello, no podía evitarlo. «Vencer, vencer, vencer.» Como una ola impulsada por el viento, la palabra seguía repitiéndose sin cesar en algún lugar de su mente. Ni siquiera él podía comprender por qué el impulso primitivo de conquistar asaltaba su cerebro con semejante persistencia.
La noche fue extinguiéndose, pero un buen número de invitados se quedaron para beber y hablar. Era ya muy tarde cuando llegó la noticia.
—Musashi ha llegado hoy. Le han visto desembarcar en Moji y luego caminar por una calle de Kokura.
La reacción fue electrizante, aunque exteriorizada con discreción, en susurros excitados.
—Es razonable.
—¿No deberíamos ir algunos de nosotros allí y echar un vistazo?
Musashi había llegado a Shimonoseki varios días antes. Puesto que no conocía a nadie allí, como tampoco nadie le conocía a él, pasó el tiempo tranquilamente, sin que le molestaran los aduladores y los chismosos.
En la mañana del undécimo día, cruzó el estrecho de Kammon hasta Moji para visitar a Nagaoka Sado y confirmar su aceptación de la hora y el lugar del combate.
Un samurai le recibió en el vestíbulo, mirándole con descaro, como si pensara: «¡Así que éste es el famoso Miyamoto Musashi!». Pero el joven se limitó a decirle:
—Mi maestro se encuentra todavía en el castillo, pero no tardará en regresar. Por favor, pasa y espérale.
—No, gracias. No tengo nada más que tratar con él. Si fueras tan amable de darle mi mensaje...
—Pero vienes desde muy lejos. Se sentirá decepcionado si no te ve. Si realmente has de irte, te ruego que por lo menos me permitas decir a los demás dónde te encuentras.
Apenas había entrado en la casa, cuando Iori apareció corriendo y se arrojó en brazos de Musashi.
—¡Sensei!
Musashi le dio unas palmaditas en la cabeza.
—¿Has estudiado como un buen chico?
—Sí, señor.
—¡Cómo has crecido!
—¿Sabías que estaba aquí?
—Sí, Sado me lo dijo en una carta. También he oído hablar de ti en casa de Kobayashi Tarōzaemon, en Sakai. Me alegro de que estés aquí. Vivir en una casa como ésta será bueno para ti.
Iori no le respondió, pero la decepción se reflejaba en su semblante.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Musashi—. No debes olvidar que Sado ha sido muy bueno contigo.
—Sí, señor.
—Y no caigas en la trampa de sentir lástima de ti mismo. Muchos chicos como tú, que han perdido a su padre o su madre, hacen eso. No puedes corresponder al cariño de los demás a menos que seas a tu vez cariñoso y amable.
—Sí, señor.
—Eres un chico listo, Iori, pero debes tener cuidado. No dejes que se imponga la rudeza de tu educación. Domínate, sujeta bien las riendas para controlar tus impulsos. Todavía eres un niño y tienes una larga vida por delante. Protégela cuidadosamente, consérvala hasta que puedas entregarla por una causa realmente buena, por tu país, por tu honor, por el Camino del Samurai. Aférrate a tu vida y haz que sea honesta y valerosa.
Iori tuvo la abrumadora sensación de que aquellas palabras eran una despedida. Su intuición probablemente se lo habría dicho así aun cuando Musashi no hubiera hablado de cuestiones tan serias, pero la mención de la palabra «vida» no dejaba duda alguna. Apenas Musashi la había pronunciado cuando Iori apretó la cabeza contra su pecho. El chico sollozaba sin poder contenerse.
Musashi observó que Iori estaba muy acicalado: llevaba el cabello muy bien peinado y atado detrás de la cabeza y sus calcetines eran de un blanco inmaculado. Lamentó haberle sermoneado.
—No llores —le dijo.
—Pero y si tú...
—Deja de lloriquear. La gente va a verte.
—¿Irás..., irás a Funashima pasado mañana?
—Sí, debo hacerlo.
—Vence, por favor, vence. No puedo soportar la idea de no volver a verte.
—¡Ja, ja! ¿Lloras por eso?
—Algunos dicen que no puedes derrotar a Kojirō..., que no deberías haber accedido a batirte con él en primer lugar.
—No me sorprende. La gente siempre dice cosas así.
—Pero puedes vencerle, ¿no es cierto, sensei?
—La verdad es que no perdería mi tiempo pensando en eso.
—¿Quieres decir que estás seguro de que no vas a perder?
—Aunque pierda, te prometo que será luchando valientemente.
—Pero si crees que podrías perder, ¿por qué no te vas a alguna parte durante un tiempo?
—Siempre hay un germen de verdad en los peores chismorreos, Iori. Es posible que cometa un error, pero ahora que las cosas han llegado tan lejos, huir sería abandonar el Camino del Samurai, y eso no sólo me deshonraría a mí, sino también a muchos otros.
—Pero ¿no has dicho que debo aferrarme a mi vida y conservarla cuidadosamente?
—Sí, lo he dicho, pero si muero en Funashima, que eso te sirva de lección y evites meterte en peleas que puedan terminar con la pérdida de tu vida. —Al darse cuenta de que se estaba excediendo, cambió de tema—: Ya he pedido que transmitan mis saludos a Nagaoka Sado. Deseo que tú también lo hagas y le digas que le veré en Funashima.
Musashi apartó suavemente al muchacho, que seguía aferrado a él. Cuando se encaminaba al portal, Iori apretó con fuerza el sombrero de juncos que tenía en una mano.
—No..., espera... —fue todo lo que pudo decir.
Se llevó la otra mano a la cara. Los sollozos sacudían sus hombros.
Nuinosuke salió por una puertecilla al lado del portal y se presentó a Musashi.
—Iori parece reacio a dejarte marchar, y yo me inclino a simpatizar con él. Estoy seguro de que tienes otras cosas que hacer, pero ¿no podrías pasar aquí una sola noche?
Musashi le devolvió la reverencia.
—Te agradezco el ofrecimiento —le dijo—, pero creo que no debo aceptarlo. Dentro de un par de días es posible que esté durmiendo para siempre. No creo que sea correcto por mi parte agobiar a los demás en estos momentos. Más tarde podría resultar embarazoso para ellos.
—Eres muy considerado, pero me temo que el maestro se enfurecerá con nosotros por haber permitido que te marcharas.
—Le enviaré una nota explicándoselo todo. Hoy sólo he venido a presentarle mis respetos. Creo que ya debo marcharme.
Al salir del portal, se volvió para encaminarse a la playa, pero antes de que hubiera recorrido medio camino oyó voces a sus espaldas que le llamaban. Miró atrás y vio a un puñado de samurais de la Casa Hosokawa, por su aspecto ya bastante mayores, dos de los cuales tenían el cabello gris. Como no reconoció a ninguno de ellos, supuso que llamaban a otra persona y siguió andando.