Madre Noche (9 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Madre Noche
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—Yo estaba del lado de la gente de color. Con los japoneses.

—Aja.

—Los necesitábamos a ustedes y ustedes nos necesitaban a nosotros —se refería a la alianza entre Alemania y Japón, en la Segunda Guerra Mundial—. Sólo que había un montón de cosas en que no coincidíamos.

—Supongo que sí —dije.

—Una vez le oí decir a usted que no cree que la gente de color sirva para mucho.

—Bueno, bueno —dijo Jones, conciliadoramente—. ¿De qué nos sirve discutir entre nosotros? Lo que hay que hacer es trabajar juntos.

—Sólo quiero repetirle a él lo que le digo a usted. Esta mañana le he dicho lo mismo al reverendo: lo mismo que le estoy diciendo a usted ahora. Cuando le serví la avena caliente del desayuno, dije al reverendo: «La gente de color se levantará un día de éstos con sed de justa venganza y se apoderará del mundo entero. ¡La gente blanca acabará perdiendo!»

—De acuerdo, Robert —dijo Jones, paciente.

—La gente de color tendrá bombas de hidrógeno propias. Ya están trabajando en el asunto ahora mismo. Muy pronto los japoneses arrojarán una bomba. Y el resto de la gente de color les concederá el honor de que sean ellos los que larguen la primera.

—¿Dónde la arrojarán? —le pregunté.

—Sobre China, lo más probable.

—¿Sobre otra gente de color?

Me miró despectivamente:

—¿Y quién le ha dicho a usted que los chinos son gente de color?

18. El hermoso jarrón azul de Werner Noth

Helga y yo nos quedamos solos, por fin.

Nos sentimos tímidos.

Como ya era un hombre de cierta edad y había pasado bastantes años célibe, me sentía más que tímido. Temía poner a prueba mi fuerza amatoria. Y ese temor aumentaba por el sorprendente número de características juveniles que mi Helga había mantenido milagrosamente.

—Esto... esto es lo que se llama empezar a conocerse de nuevo.

Hablábamos en alemán.

—Sí.

Ahora estaba junto a la ventana del frente, mirando las patrióticas divisas que yo había dibujado sobre los vidrios cubiertos de polvo.

—¿Cuál de ellos es tu símbolo ahora, Howard?

—¿Cómo dices?

—La hoz y el martillo, la esvástica, la bandera yanqui... ¿Cuál te gusta más?

—Pregúntame sobre música —le dije.

—¿Qué?

—Que me preguntes qué clase de música me gusta ahora. Puedo opinar sobre música; pero no tengo opiniones políticas.

—Ya entiendo. Está bien... ¿Qué música te gusta ahora?


Navidades Blancas
—le dije—. Me gusta
Navidades Blancas
, cantada por Bing Crosby.

—No entiendo.

—Es mi pieza favorita. Me gusta tanto que tengo veintiséis versiones de ella.

Me miró sin comprender.

—Ah, ¿si?

—Es... Es un chiste personal —dije débilmente.

—OH.

—Personal... He vivido tanto tiempo solo que todo lo que me rodea es personal. Me sorprende que alguien pueda entender una palabra de lo que digo.

—Yo te entenderé —me dijo tiernamente—. Dame un poco de tiempo. No mucho: sólo un poco... y te prometo que entenderé todo lo que digas. Lo entenderé de nuevo.

Hizo un movimiento de cabeza.

—Yo también tengo mis chistes personales...

—En adelante —dije— construiremos otra vez un mundo personal para dos.

—Será hermoso.

—Una nación de dos, de nuevo.

—Sí, Howard. Quiero preguntarte algo.

—Lo que quieras.

—Sé cómo murió mi padre; pero no he podido averiguar nada sobre mamá y Resi. ¿Has tenido noticias?

—No.

—¿Cuándo las viste por última vez?

Recordé. Era capaz de recordar la fecha exacta en que había visto por última vez al padre de Helga, a la madre y a su preciosa, imaginativa hermanita Resi Noth.

—El 12 de febrero de 1945 —le dije.

Y le conté lo que había pasado ese 12 de febrero.

Aquel día hizo tanto frío que sentí hasta dolor en los huesos. Robé una moto y fui a visitar a mi familia política. La familia de Werner Noth, el jefe de policía de Berlín.

Werner Noth vivía en las afueras de la ciudad, lejos del área considerada objetivo de los bombardeos. Vivía con su esposa y su hija en una casa de blancos muros que tenía la monolítica, humana grandeza de una tumba de un noble romano. En cinco años de guerra, aquella casa no había sufrido ni siquiera la astilladura de un vidrio. Al sur, las altas ventanas embutidas enmarcaban un huerto cercado por muros; las ventanas del norte recordaban los monumentos mellados entre las ruinas de Berlín.

Me había puesto el uniforme. De mi cinturón colgaba una pequeña pistola y una enorme, fantasiosa daga ceremonial. Normalmente no vestía mi uniforme; pero tenía derecho a llevar el uniforme auriazul de comandante del Cuerpo Norteamericano Libre.

El Cuerpo Norteamericano Libre era una ilusión nazi; la quimera de una unidad de combatientes integrada principalmente por prisioneros de guerra estadounidenses. Era una organización de voluntarios. Se suponía que sólo pelearía en el frente ruso. Iba a ser una máquina combativa, de alta moral, motivada por el amor a la civilización occidental y por el pavor de las hordas mongólicas.

Cuando llamo a esta unidad «ilusión nazi», digámoslo claro, sufro un ataque de esquizofrenia. Porque la idea del Cuerpo Norteamericano Libre nació de mí. Fui yo quien sugirió su creación, diseñó sus uniformes e insignia y escribió su credo.

Esta profesión de fe empezaba así: «Yo, como mis honorables antepasados norteamericanos, creo en la verdadera libertad...»

El Cuerpo Norteamericano Libre no tuvo un éxito clamoroso. Únicamente se unieron a él tres empleados de Obras públicas. Sólo Dios sabe qué habrá sido de ellos. Supongo que ya estarían todos muertos aquel día en que visité a mi familia política y que yo era el único sobreviviente del Cuerpo.

Cuando hice aquella visita, los rusos se encontraban a sólo cuarenta kilómetros de Berlín. Había llegado a la conclusión de que la guerra estaba por terminar y de que ya era tiempo de poner fin a mi carrera de espía. Me puse el uniforme para deslumbrar a cualquier alemán que intentase detenerme e impedir mi salida de Berlín. Había atado un paquete con ropa de civil al guardabarros trasero de mi moto robada.

Mi visita a los Noth no tenía nada que ver con el plan de mi fuga. Quería despedirme de ellos y que ellos se despidieran de mí. Los estimaba, los compadecía... En cierto modo, los quería.

El portón de hierro de la enorme casa blanca estaba abierto. El propio Werner Noth se encontraba de pie junto a él, con las manos en las caderas. Observaba el trabajo de una cuadrilla de esclavas polacas y rusas. Las mujeres arrastraban baúles y muebles desde la casa hasta tres furgones tirados por caballos parados al frente.

Los conductores de los furgones eran mongoles bajos y dorados: trofeos obtenidos por los alemanes durante la campaña de Crimea.

El supervisor de las mujeres era un obeso holandés de mediana edad, embutido en un traje raído.

Vigilaba a las mujeres un alto anciano armado con un rifle de un solo tiro, de aquellos de la guerra franco-prusiana. De su pecho ruinoso pendía una Cruz de Hierro.

Una de las esclavas arrastraba los pies desde la casa cargada con un jarrón azul de hermosa luminiscencia. Calzaba zuecos de madera, articulados con tiras de lona. Parecía una andrajosa bolsa asexuada, innominada y sin edad. Sus ojos eran como ostras. Tenía la nariz agrietada por el frío, cubierta de manchas blancas y rojo cereza.

Parecía estar a punto de dejar caer el jarrón de un momento a otro, de desaparecer tan profundamente en el interior de sí misma que permitiría que el jarrón se le escurriera de entre los dedos.

Mi suegro vio el peligro y saltó como una alarma contra robos. Pidió a gritos a Dios que tuviese piedad de él sólo una vez más, que le mostrase sólo una vez más a otro ser humano inteligente y con energía.

Arrebató el jarrón de las manos de la aturdida mujer. A punto de llorar, sin asomo de pudor, nos pidió a todos que adoráramos aquel jarrón azul que había estado a un tris de irse de este mundo a causa de la haraganería y la estupidez.

El raído holandés, el jefe de paja, se acercó entonces a la mujer y le repitió, palabra por palabra y grito por grito, todo lo que mi suegro había gritado. El ruinoso soldado también se acercó como para representar la fuerza que se usaría contra la mujer, si fuese necesario.

Lo que hicieron al final fue curioso. Ni la tocaron.

Simplemente la privaron del honor de transportar más posesiones de Noth.

La obligaron a quedarse a un lado, mientras siguieron confiando a las demás tesoro tras tesoro. Su castigo fue hacerla aparecer como una imbécil. Se le había dado la oportunidad de participar en la civilización y ella la había dejado escapar.

—He venido a decirle adiós —le dije a Noth.

—Adiós.

—Me voy al frente.

—Justo por ahí, por esa carretera —me dijo, señalándome el este—. Un corto paseo, desde aquí. Lo puede hacer en un día; y recogiendo campánulas mientras camina.

—No creo que volvamos a vernos.

—¿Y? —dijo.

Me encogí de hombros:

—Y nada.

—Exactamente. Nada de nada de nada.

—¿Puedo preguntarle adonde se muda?

—Yo me quedo; son mi mujer y mi hija las que se van a casa de mi hermano, cerca de Colonia.

—¿Puedo hacer algo para ayudar?

—Sí. ¿Por qué no mata al perro de Resi? No puede viajar con ellas. Y a mí no me interesa, porque no podré prodigarle todo el cuidado y la compañía a que Resi lo tiene acostumbrado. Péguele un tiro, por favor.

—¿Dónde está?

—Me parece que lo encontrará en el cuarto de música, con Resi. Ella ya sabe que hay que matarlo. No se opondrá.

—Está bien.

—Es un hermoso uniforme el que lleva —me dijo.

—Gracias.

—¿Me consideraría muy mal educado si le pregunto qué significa?

Nunca lo había llevado en su presencia.

Le expliqué lo que significaba; le mostré el dibujo en la empuñadura de la daga. Era un emblema, plata sobre color nogal, que representaba a un águila estadounidense sosteniendo con su garra derecha una esvástica y devorando a una serpiente asida con la izquierda. La serpiente quería significar el comunismo judío internacional. Una diadema de trece estrellas rodeaba la cabeza del águila, representando las trece colonias norteamericanas originales. Yo había esbozado el diagrama inicial de la divisa; y como no dibujo muy bien, pinté estrellas de David, de seis puntas, en vez de las estrellas estadounidenses de cinco puntas. El platero, aunque mejorara pródigamente mi águila, había reproducido exactamente mis estrellas de seis puntas.

Fueron las estrellas las que llamaron la atención de mi suegro.

—Representan a los trece judíos en el gabinete ministerial de Franklin Roosevelt —dijo.

—Es una idea muy graciosa.

—Todo el mundo piensa que los alemanes no tenemos ningún sentido del humor.

—Alemania es el país más mal interpretado del mundo —dije.

—Usted es uno de los pocos extranjeros que nos entienden de veras.

—Espero que ése sea un cumplido merecido.

—No es un cumplido que se ganó con facilidad. Usted destrozó mi corazón cuando se casó con mi hija. Yo quería a un militar alemán por yerno.

—Lo siento —dije.

—Pero la hizo feliz.

—Espero que sí.

—Como lo odiaba tanto —dijo—, empecé a estudiarlo. Escuchaba todo lo que usted decía. No me perdí ni una de sus emisiones radiofónicas.

—No lo sabía.

—Nadie es tan sabio como para conocerlo todo. ¿Sabe que casi hasta este momento nada me habría deleitado tanto como probar que usted era un espía para poder contemplar su fusilamiento?

—La verdad es que no.

—¿Y sabe usted por qué no me importa ya nada que sea un espía o no? Fíjese: me podría decir ahora mismo que lo es y seguiríamos hablando tranquilamente, tal como lo hacemos ahora. Lo dejaría irse donde sea que se van los espías cuando terminan las guerras... ¿Y sabe por qué?

—No —contesté.

—Porque usted nunca podría haber servido al enemigo tanto como nos sirvió a nosotros. Me di cuenta de que casi todas las ideas que ahora tengo, esas ideas que impiden que me avergüence de lo que haya sentido o hecho como nazi, no provienen de Hitler ni de Goebbels ni de Himmler: vienen de usted.

Me tomó la mano:

—Sólo usted me impidió pensar que Alemania se había vuelto loca.

Se separó de mí abruptamente. Se acercó a la mujer de ojos como ostras, la que casi había dejado caer el jarrón azul. La mujer seguía de pie contra el muro, donde le habían ordenado que se quedara, representando entumecidamente su papel de burra en penitencia.

Werner Noth la sacudió un poco, intentando despertar en ella un átomo de inteligencia. Señaló a otra mujer que cargaba un horrible perro chino tallado en roble; lo cargaba con tanto cuidado que parecía tratarse de un niño de pecho.

—¿Ves? —le dijo Noth a la burra penitente.

No la había atormentado intencionalmente. Trataba de hacer de ella, a pesar de su estupidez, un producto más terminado, un ser humano más útil.

—¿Ves? —le dijo de nuevo con ardor y con el propósito de ayudarla, con tono de súplica—. Esa es la manera de manejar objetos preciosos.

19. La pequeña Resi Noth

Entré en el cuarto de música de la casa ya semivacía y encontré a la pequeña Resi y al perro.

La pequeña Resi tenía diez años entonces. Estaba acurrucada en un sillón, junto a la ventana. Desde allí no podía ver las ruinas de Berlín, sino el huerto entre los muros, el encaje nevado que tejían las copas de los árboles.

No había calefacción en la casa. Resi estaba embutida en un abrigo, bufanda y gruesas medias de lana. Tenía a su lado una maleta pequeña. Cuando la caravana de furgones se dispusiera a partir, Resi estaría preparada para unirse a ella.

Se había quitado los mitones, que descansaban alisados con todo cuidado sobre el brazo del sillón. Con las manos descubiertas acariciaba al perro en su regazo. Un salchicha sin pelo y casi inmovilizado por la gordura hidrópica, ambos fenómenos producto de la dieta obligada en tiempo de guerra.

El perro parecía uno de esos anfibios primarios hechos para chapotear en el limo. Mientras Resi lo acariciaba, sus saltones ojos castaños se cerraban con la ceguera del éxtasis. Cada molécula de su sensibilidad se ceñía como un dedal a la punta de los dedos que acariciaban su flanco.

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