Su trabajo dental era de alta calidad, así que la facultad esperaba que, eventualmente, desaparecieran aquellas interpretaciones políticas de las dentaduras. Pero no fue así. Su caso fue de mal en peor, hasta que sus exámenes se convirtieron en enardecidos panfletos que urgían a los protestantes anglosajones a unirse contra la dominación negro-judía.
Cuando Jones comenzó a detectar la misma prueba de degeneración en las dentaduras de los católicos y los unitarios, y cuando encontraron debajo de su colchón cinco pistolas cargadas y una bayoneta, Jones fue expulsado mediante el antiguo sistema de la patada en el trasero.
Los padres de Jones lo repudiaron: algo que mis padres nunca llegaron a hacer conmigo.
Sin un céntimo, Jones encontró trabajo como aprendiz de embalsamador en la funeraria de los Hermanos Scharff, en Pittsburgh. En dos años se convirtió en administrador de aquel establecimiento. Y un año después se casaba con la propietaria viuda, Hattie Scharff. Hattie contaba por entonces cincuenta y ocho primaveras; Jones, veinticuatro. Los muchos investigadores de la vida de Jones, poco amistosos, casi sin excepción, se han visto obligados a concluir que Jones realmente amaba a Hattie. El matrimonio, que duró hasta la muerte de Hattie, en 1928, fue un matrimonio feliz.
Fue, de hecho, tan feliz, tan unido, una nación de dos tan autosuficiente, que Jones apenas hizo nada durante todos esos años por alertar a los anglosajones. Parece que se contentó con limitar sus advertencias sobre problemas raciales a los chistes que hacía con ciertos cadáveres y que, al parecer, son normales y corrientes en la industria del embalsamamiento. Y aquellos años fueron dorados para él no sólo emocional y financieramente, sino también en el aspecto creativo. Trabajando en equipo con un químico, el doctor Lomar Horthy, Jones desarrolló la
Viverina
, un líquido para embalsamar, y la famosa
Autenti-Gingiva
, una sustancia para encías con dientes postizos que imitaba maravillosamente la vitalidad natural.
Cuando su esposa falleció, Jones sintió la necesidad de renacer. Y renació como lo que había sido, en estado latente, toda su vida: una especie de agitador racial de esos que el vulgo suele decir que han salido reptando de alguna cloaca. Jones reptó de su cloaca en 1928. Vendió la funeraria por 84.000 dólares, y fundó
El Miliciano Blanco Cristiano
.
A Jones lo barrió del mapa la caída del mercado de valores en 1929. Su periódico suspendió la publicación en el número 14. Los catorce números publicados se remitían gratuitamente a toda persona que apareciera en el «Quién es Quién». Las únicas ilustraciones que contenían las páginas del
Miliciano
consistían en fotografías y diagramas de dientes; y cada artículo era una explicación de algunos acontecimientos del momento relacionados con las teorías de Jones sobre dentición y raza.
En el penúltimo número, Jones se auto-anunciaba en el colofón: «Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental.»
De nuevo sin un céntimo, y ya con cuarenta años encima, Jones contestó al aviso de una revista interna del comercio funerario. La escuela de embalsamamiento de Little Rock, Arkansas, necesitaba un director. El anuncio aparecía firmado por la viuda del director y anterior propietario.
Jones consiguió el puesto y a la viuda. La viuda se llamaba Mary Alice Shoup. Tenía sesenta y ocho años cuando Jones se casó con ella.
Y Jones se transformó otra vez en un amante esposo, en un hombre completamente realizado, feliz y tranquilo.
La escuela que dirigía tenía el nombre, bastante directo, de «Escuela de Embalsamamiento de Little Rock». Perdía 8.000 dólares anuales. Jones se apartó del noble ámbito de la educación embalsamatriz, vendió los terrenos pertenecientes a la escuela y la rebautizó como Universidad Bíblica del Hemisferio Occidental. La Universidad no ofrecía clases ni enseñaba nada; lo hacía todo por correspondencia. Y el negocio consistía en otorgar doctorados en el ámbito de la Teología —títulos enmarcados y con vidrio incluido— a ochenta dólares la unidad.
Y Jones se otorgó un título de la nueva U.B.H.O. Cuando su segunda esposa murió y
El Miliciano Blanco Cristiano
empezó a publicarse de nuevo, apareció en el colofón del periódico como «Reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología».
Y escribió y publicó de su propio pecunio un libro que combinaba no sólo la odontología y la teología, sino también las bellas artes. El libro se titulaba
Cristo no era judío
. Probaba su tesis reproduciendo cincuenta famosos cuadros de Jesús. Según Jones, en ninguno se le representaba con mandíbulas o dentadura judías.
La lectura de los primeros números de esa segunda época del
Miliciano Blanco Cristiano
resultaba tan intragable como la de la primera. Pero, por entonces, ocurrió un milagro. El
Miliciano
creció de cuatro páginas a ocho. La diagramación, tipografía y papel se transformaron en algo mordaz y elegante. Los diagramas dentales se reemplazaron por fotos de actualidad y sus páginas hervían de noticias y comentarios mundiales de último momento.
La razón era sencilla... y obvia. Jones había sido reclutado como agente de propaganda por el Tercer Reich de Hitler, por entonces en su primer cuarto de hora. Las noticias de Jones, las fotos, los chistes y los editoriales provenían directamente de los molinos de propaganda nazi instalados en Erfurt, Alemania.
Es muy posible, entre paréntesis, que parte del material más escandalosamente difamatorio lo hubiese escrito yo mismo.
Jones continuó en su puesto de agente de propaganda alemán aun después de que Estados Unidos entraran en la Segunda Guerra Mundial. No lo arrestaron hasta el mes de julio de 1942, año en que fue condenado junto con otros setenta y siete por:
«Conspirar para destruir la moral, la fe y la confianza de los miembros de las fuerzas militares y navales de Estados Unidos y de su pueblo en sus oficiales públicos y en la forma republicana de gobierno; otrosí, por conspirar hasta el grado de aprovechamiento, uso y abuso del derecho de libertad de palabra y libertad de prensa, a fin de extender sus doctrinas desleales, con el intento y la creencia de que cualquier nación que permita a su pueblo el derecho de libertad de palabra no tiene poder para defenderse a sí misma contra sus enemigos disfrazados de patriotas; otrosí, por buscar la obstrucción, el impedimento, el resquebrajamiento y la destrucción del funcionamiento específico de la forma republicana de gobierno, bajo la apariencia de crítica honesta; otrosí, por conspirar para privar al Gobierno de Estados Unidos de Norteamérica de la fe y la confianza de los miembros de sus fuerzas militares y navales y de su pueblo todo, a fin de dejar, de esa manera, al Gobierno sin fuerzas para defender la nación o al pueblo contra el ataque armado proveniente del exterior o la traición proveniente del interior.»
Se le declaró culpable. Lo condenaron a catorce años, de los cuales cumplió ocho. Cuando salió en libertad —de la prisión de Atlanta—, en 1950, Jones era un hombre rico. La
Viverina
, su fluido embalsamador, y la
Autenti-Gingiva
, su sustancia imitativa de vigor de encías para dientes postizos, dominaban sus respectivos mercados.
En 1955 reanudó la publicación de
El Miliciano Blanco Cristiano
.
Cinco años después, un vivaz anciano estadista de setenta y un años, un hombre de edad avanzada y sin remordimientos, el reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología, me hizo una visita.
¿Por qué lo he honrado aquí con una biografía tan minuciosa?
A fin de contraponer a mi propia personalidad la de un racista ignorante y loco. Yo no soy ignorante ni loco.
De todos aquellos cuyas órdenes obedecí en Alemania puede decirse lo mismo. Eran tan ignorantes y locos como el doctor Jones. Y yo lo sabía.
Pero que Dios me ayude: de todos modos, obedecí sus instrucciones.
Jones me visitó una semana después de que descubrí el inquietante contenido de mi buzón. Traté de visitarlo yo primero. Como las oficinas de su detestable periódico estaban sólo a unas pocas manzanas de mi buhardilla, fui a verle con la intención de que desmintiera lo publicado sobre mí.
No estaba en su oficina.
Cuando volví a mi casa, hallé una abundante correspondencia en mi buzón. Casi toda proveniente de suscriptores de
El Miliciano Blanco Cristiano
. El tema común era que yo no estaba solo; que no carecía de amigos. Una mujer de Mount Vernon, Nueva York, me aseguraba que en el cielo había un trono especial para mí. Un sujeto de Norfolk decía que yo era un nuevo Patrick Henry. Otra mujer, ésta desde Saint Paul, me enviaba dos dólares para que continuase mi buena obra. Se excusaba porque esas dos dólares eran todo el dinero que tenía. Otro individuo de Bartlesville, en Oklahoma, me preguntaba por qué no huía de la Judía York y me iba a vivir al país de Dios: Oklahoma.
No tenía la menor idea de cómo Jones había dado conmigo.
Kraft también se hacía el sorprendido. Claro que en realidad no estaba sorprendido en lo más mínimo. El era quien había escrito a Jones fingiéndose un anónimo compañero patriota, y le había anunciado la buena nueva de que yo seguía vivo. También había pedido a Jones que enviase un ejemplar gratuito de su excelente periódico al señor Bernard B. O'Hare, presidente de la Base «Francis X. Donovan» de la Legión Norteamericana.
Kraft ya había trazado sus planes respecto a mí persona.
Y al mismo tiempo pintaba mí retrato; un retrato que sin duda revelaba mayor compenetración con mi persona, más afecto intuitivo que el que se haya exhibido nunca en el intento de engañar a un bobo. Posaba para aquel retrato cuando llegó Jones. Kraft había derramado un litro de trementina por el piso. Abrí la puerta con la intención de que se disipara el olor.
Salí al rellano de la escalera, frente a la puerta de entrada, y miré por el hueco de la escalera: aquel caracol de roble y cemento que formaba la escalera. Todo lo que pude distinguir fueron las manos de cuatro personas: manos que subían deslizándose por el pasamanos.
Era un grupo compuesto por Jones y tres de sus amigos.
Juntamente con las manos subía también un curioso sonsonete. Las manos avanzaban un metro sobre el pasamanos, se detenían y entonces empezaba el canturreo.
El canturreo consistía en una agitada cuenta hasta veinte. Dos de los miembros del grupo de Jones, su guardaespaldas y su secretario, tenían el corazón muy delicado. Á fin de evitar que reventaran sus pobres corazones desvencijados, todos se paraban cada tanto y acompasaban el descanso contando hasta veinte.
El guardaespaldas de Jones era August Krapptauer, ex
Vice-Bundesführer
del
Bund
germano-estadounidense. Krapptauer tenía sesenta y tres años; once de ellos vividos en la cárcel de Atlanta. Y estaba a punto de morirse de un momento a otro. Pero todavía lucía un deslumbrante aspecto juvenil, como si acudiera regularmente a un cosmetólogo de cadáveres. Su logro más grande en la vida había consistido en concertar una reunión conjunta del
Bund
y del Ku Klux Klan en 1940, en Nueva Jersey. En aquella memorable reunión, Krapptauer declaró que el Papa era judío y que los judíos tenían una hipoteca sobre el Vaticano por valor de quince millones de dólares. El cambio de Papas y los once años en la lavandería de la prisión de Atlanta no le habían hecho cambiar de opinión.
El secretario de Jones era un ex sacerdote: un tal Patrick Keeley. El «padre Keeley», como todavía le llamaba su jefe, tenía setenta y tres años. Era un borracho empedernido. Antes de la Segunda Guerra Mundial había sido capellán de un club de tiro en Detroit. El club, como luego se supo, había sido reorganizado por agentes de la Alemania nazi. El sueño del club, al parecer, era matar judíos. Un periodista tomó una de las oraciones del padre Keeley en cierta reunión del club y al día siguiente la reprodujo totalmente en su diario. La oración se dirigía a un Dios tan rencoroso y fanático que atrajo la atónita atención del Papa Pío XI.
A Keeley lo privaron de ejercer el sacerdocio y el Papa envió una larga pastoral a la Jerarquía estadounidense en la cual, entre otras cosas, decía textualmente: «Ningún verdadero católico podrá participar en la persecución de sus compatriotas judíos. Un ataque contra los judíos es un ataque contra nuestra común humanidad.»
Keeley nunca estuvo en prisión, aunque sí lo estuvieron muchos de sus amigos más íntimos. Mientras esos amigos disfrutaban de calefacción, camas limpias y comidas a horarios regulares a expensas del Gobierno, Keeley se moría de frío, devorado por las pulgas y desfallecido de hambre, y se emborrachaba como una esponja en tugurios de los arrabales, a través de todo el país. Aún estaría en los barrios bajos o en una fosa común, si Jones y Krapptauer no lo hubiesen encontrado y rescatado.
La famosa plegaria de Keeley, digámoslo de paso, era una paráfrasis de cierto poema satírico que yo había compuesto y que recité inclusive por onda corta años atrás. Y ya que quiero poner los puntos sobre las íes en este asunto de mis contribuciones a la literatura, me veo obligado a reconocer que tanto la acusación del
Vice-Bundesführer
Krapptauer acerca del Papa judío como la hipoteca sobre el Vaticano también fueron invenciones mías.
De modo que esta gente subía la escalera hasta mi casa, canturreando: «Uno, dos, tres, cuatro...»
Y, a pesar de su lento progreso, el cuarto miembro del grupo se quedaba atrás.
El cuarto miembro era una mujer. Todo lo que podía distinguir desde allí arriba era su pálida mano sin anillos ni adornos.
La mano de Jones iba al frente resplandeciente de anillos como la de un príncipe bizantino. Un somero inventario de las joyas en aquella mano habría contabilizado: dos anillos de esponsales; uno con un zafiro estrellado, regalo de las Madres Auxiliadoras de la Asociación Paul Revere de Militantes Blancos en 1940; otro consistente en una esvástica tallada sobre diamante contra un fondo de ónice, regalada en 1939 por el barón Manfred Freiherr von Killinger, cónsul general alemán en San Francisco, por aquella época; y, por fin, un águila estadounidense, tallada sobre jade y montada sobre plata, obra de artesanía japonesa, regalo de Robert Sterling Wilson. Wilson era el «Führer Negro de Harlem», un hombre de color que fuera a prisión en 1942 por haber sido espía de los japoneses.