El cielo de la ciudad estaba limpio, duro, brillante a la mañana siguiente, semejante a una cúpula encantada que amenazaba romperse si alguien la tocaba o sonar como una especie de campana de cristal.
Mi Helga y yo salimos del hotel y pisamos la acera vivamente. Me sentí pródigo en galanterías, y mi Helga tampoco se mostraba menos generosa en las pruebas de su respeto y su gratitud. Habíamos pasado una noche maravillosa.
Yo no vestía aquel día mis excedentes de guerra. Llevaba puesta la ropa que tenía cuando escapé de Berlín, una vez que me despojé de aquel uniforme del Cuerpo Norteamericano Libre. Llevaba la ropa —capa de empresario teatral con cuello de piel y traje azul de sarga— con la que me habían capturado. También llevaba, por capricho, un bastón. Hice milagros con aquel bastón: elaboradas presentaciones de armas al estilo militar, revoloteos tipo Charlie Chaplin, golpes de jugador de polo a los desperdicios esparcidos por la calzada.
Y todo el tiempo la mano pequeña de mi Helga descansaba sobre mi firme brazo izquierdo, reptando en una interminable y erótica exploración la zona propensa a las cosquillas: la parte interior de mi codo y la parte superior de mi bíceps endurecido.
Íbamos a comprar una cama; una cama como aquella que teníamos en Berlín.
Pero todos los comercios estaban cerrados. No era domingo ni tampoco un día de fiesta, que yo supiese. Cuando llegamos a la Quinta Avenida, vimos banderas nacionales que ondeaban al viento hasta donde la vista podía alcanzar.
—¡Santo Dios! —me sorprendí.
—¿Qué significa eso? —dijo Helga.
—Quizá han declarado alguna guerra durante la noche.
Helga apretó los dedos sobre mi brazo convulsivamente.
—No crees de veras eso que dices, ¿no es cierto?
Helga pensaba que era posible.
—Era un chiste. Debe de ser alguna festividad, sin duda.
—¿Cuál?
Pero yo aún no caía en la cuenta.
—Como anfitrión tuyo en esta maravillosa tierra nuestra, debería explicarte el profundo significado que encierra este gran día para nuestra vida nacional; pero la verdad es que no se me ocurre nada.
—¿Nada?
—Me siento tan desconcertado como tú. Como si fuera el príncipe de Camboya.
Un negro uniformado barría la acera delante de una casa. Un edificio de apartamentos. Su uniforme azul y dorado se parecía mucho al uniforme del Cuerpo Norteamericano Libre. Incluso hasta en aquel toque final de la raya color verde pálido, al costado del pantalón. El nombre del edificio figuraba en letras bordadas sobre su bolsillo, en el pecho: «Edificio de la Selva», decía; aunque el único árbol cercano era un arbolito vendado, blindado y mantenido enhiesto con alambres.
Pregunté al hombre qué día era.
Me contestó que el «Día de los Veteranos».
—¿Y qué fecha es hoy?
—Once de noviembre, señor.
—El once de noviembre es el «Día del Armisticio» y no el «Día de los Veteranos».
—Pero ¿dónde ha estado usted? Cambiaron todo eso hace ya años.
—Es el Día de los Veteranos —expliqué a Helga al reanudar nuestra caminata—. Antes era el Día del Armisticio; ahora es el Día de los Veteranos.
—¿Eso te molesta?
—Bueno, es algo de tan mal gusto, tan típico de esta mentalidad de mierda... Antes éste era un día en honor de los caídos en la Primera Guerra Mundial, pero los vivos no podían dejar de ponerle sus sucias manos encima, querían la gloria de los muertos para ellos. Típico, típico... Siempre que en este país aparece algo verdaderamente digno, lo hacen pedazos y lo arrojan a la muchedumbre.
—Odias Norteamérica, ¿no es cierto?
—Eso sería tan estúpido como amarla. Para mí es imposible sentirme emocionado por el país, porque la propiedad de la tierra no me interesa. Sin duda es una falla fundamental de mi personalidad, pero no puedo pensar en términos de fronteras. Esas líneas imaginarias me resultan tan irreales como los duendes y las hadas. Me resisto a creer que señalen el fin o el principio de nada que interesa realmente a un ser humano. Las virtudes y los vicios, los placeres y los dolores cruzan las fronteras a su antojo.
—Has cambiado mucho, Howard.
—La gente debería cambiar con las guerras mundiales. Si no, ¿para qué sirven las guerras?
—Quizá has cambiado tanto que ya no me quieres. Quizá sea yo la que he cambiado tanto que...
—¿Después de una noche como la de anoche? ¿Cómo puedes decir tal cosa?
—En realidad, no hemos hablado de nada... —dijo.
—¿Y de qué hay que hablar? Nada que puedas decir haría que te quisiera más ni menos. Nuestro amor es demasiado profundo para que las palabras lo toquen. Es amor de almas.
Ella suspiró:
—¡Qué hermoso es lo que dices... si es cierto!
Juntó las manos, pero sin que se tocaran:
—Nuestras almas se aman.
—Un amor que puede sortear cualquier obstáculo.
—Y tu alma... ¿ama en este momento a mi alma? —preguntó.
—Claro que sí.
—¿Y no podría engañarte ese sentimiento? ¿No podrías equivocarte?
—No.
—¿Y si te dijera algo que te decepcionara?
—Eso es imposible.
—Muy bien. Tengo que comunicarte algo que temí decirte antes. Ahora ya no tengo miedo de aclarártelo.
—¡Dime lo que sea! —dije alegremente.
—Yo no soy Helga. Soy su hermana Resi.
Después de saber la noticia, llevé a Resi a un bar cercano, a fin de que pudiéramos sentarnos. El techo era alto. Las luces, despiadadas. El ruido, infernal.
—¿Por qué me hiciste eso? —pregunté.
—Porque te quiero.
—¿Cómo puedes quererme?
—Siempre te he querido; desde que era niña.
Escondí la cabeza entre mis manos.
—Eso es terrible.
—Yo... Yo pensé que sería hermoso.
—Y ahora ¿qué?
—¿No puede continuar?
—¡Dios! ¡Qué confusión!
—Encontré las palabras que matarían el amor, ¿no? —dijo—. Ese amor que nada podría matar...
—No lo sé —dije, y sacudí la cabeza—. ¿Cuál es el extraño crimen que he cometido?
—Yo soy la única que ha cometido un crimen. Debí estar loca. Cuando escapé de Berlín occidental, cuando me dieron una hoja impresa para que la llenase con los datos necesarios y me preguntaron quién era, qué era, a quién conocía...
—Esa larga, larguísima historia que contaste sobre Rusia, sobre Dresde... ¿había algo de cierto en ella?
—Lo de la fábrica de cigarrillos en Dresde era cierto. Mi huida de Berlín era cierta. Pero no mucho más. La fábrica de cigarrillos fue lo más cierto de todo: diez horas por día, seis días a la semana, durante diez años...
—Lo siento.
—Yo soy la que lo siente —dijo—. La vida ha sido demasiado cruel conmigo como para que me pueda sentir demasiado culpable. Una conciencia de veras mala está tan fuera de mi alcance como un abrigo de visón. Fueron las ilusiones las que me mantuvieron pegada a aquella máquina, día tras día; y no tenía derecho a ellas.
—¿Por qué no?
—Me hacían soñar despierta que era alguien que no era.
—¿Y qué daño hacías con eso?
—Mira el daño, ahora. Mírate. Mírame. Mira nuestro amor. Soñé despierta que era mi hermana Helga. Helga, Helga, Helga: eso era yo. La hermosa actriz casada con un dramaturgo atractivo; eso era yo. Resi, la operadora de la máquina de hacer cigarrillos.., desapareció, sencillamente.
—Al menos no has elegido mal tu nueva personalidad.
Entonces se puso desafiante.
—Soy lo que soy. Eso es lo que soy. Soy Helga, Helga, Helga. Lo creíste. ¿A qué prueba más dura podía haberme sometido? ¿He sido Helga para ti, o no lo he sido?
—Esa es una pregunta infernal para un caballero.
—Tengo derecho a una respuesta.
—Tienes derecho a la respuesta afirmativa —dije—. Tengo que responderte que sí; pero también tengo que decirte que no soy muy perspicaz. Mis juicios, mis sentidos, mi intuición ya no son, evidentemente, lo que deberían ser.
—O tal vez sean todo lo que deberían ser. Quizá no te hayan engañado.
—Cuéntame lo que sepas de Helga.
—Murió —dijo.
—¿Estás segura?
—¿No ha muerto?
—No lo sé...
—Yo no he sabido nada —dijo—. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Los seres vivos fabrican palabras, ¿no es cierto? Especialmente si quieren a alguien tanto como Helga te quiso a ti.
—Así parece.
—Te quiero tanto como pudo quererte Helga.
—Gracias.
—Y, además, tuviste noticias mías —dijo—. Me costó trabajo, pero las tuviste.
—¿De veras?
—Cuando llegué a Berlín occidental y me entregaron aquellos impresos para detallar el nombre, la ocupación, los parientes vivos más cercanos, tuve la elección en mis manos. Podía ser Resi Noth, la operadora en la fábrica de cigarrillos, desprovista de familiares por completo. O podía ser Helga Noth, actriz esposa de un atractivo, adorable, brillante dramaturgo, por entonces en Estados Unidos de Norteamérica... —Se inclinó hacia adelante para continuar—: Dime: ¿cuál de las dos debía elegir ser?
Que Dios me perdone, pero acepté a Resi como a mi Helga, de nuevo.
Obtenida esa segunda aceptación, sin embargo, Resi comenzó a mostrar en pequeños detalles que su identificación con Helga no era tan total como había dicho. Se sintió liberada para ir habituándome a una personalidad que no era la de Helga, sino la suya propia.
Esta revelación gradual, este destete paulatino de mis recuerdos de Helga a que Resi me sometió, empezó apenas abandonamos el bar. Me hizo una pregunta dura y práctica:
—¿Quieres que siga tiñéndome el cabello de blanco, o dejo que vuelva a su estado natural?
—¿De qué color es?
—Color miel.
—Un color precioso. Era el de Helga.
—El mío tiene un matiz más rojizo.
—Me gustará verlo.
Caminamos por la Quinta Avenida; un poco después, me preguntó:
—¿Escribirás una obra de teatro para mí alguna vez?
—No creo que pueda volver a escribir.
—¿Helga no te inspiraba lo que escribías?
—No. No me inspiraba escribir, sino escribir como lo hacía.
—Escribías de una manera especial... para que ella encajase en el papel que le asignarías en la obra, ¿verdad?
—Así es —admití—. Escribía para Helga papeles que le permitieran ser la quintaesencia de Helga sobre el escenario.
—Quiero que alguna vez hagas lo mismo para mí.
—Tal vez lo intente.
—La quintaesencia de Resi. Resi Noth.
Miramos el desfile del Día de los Veteranos en la Quinta Avenida y oí la risa de Resi por primera vez. No se parecía en nada a la de Helga, que era una especie de susurro. La risa de Resi era brillante, melodiosa. Lo que le pareció más cómico fueron las
marjorettes
dando puntapiés al sol del mediodía, moviendo los traseros y haciendo girar aquellos falos cromados.
—Jamás había visto antes una cosa igual —me dijo—. La guerra debió parecerles algo muy sexual a los norteamericanos.
Continuó riéndose. Y sacaba el pecho para comprobar si no podría ser también ella una buena
marjorette
en un desfile.
Se volvía más joven a cada instante; más alegre, más estrepitosamente irreverente. Su pelo blanco, que me había hecho pensar en un envejecimiento prematuro, se había modernizado de pronto y hablaba a gritos de agua oxigenada y chicas que escapan de Hollywood.
Cuando abandonamos el desfile, miramos una vidriera que exhibía una enorme cama dorada, muy parecida a la que una vez poseímos Helga y yo.
Y aquella vidriera no me ofreció tan sólo la visión de la cama wagneriana. Sobre el vidrio también nuestro reflejo fantasmagórico, acompañado por un desfile fantasmagórico a nuestras espaldas. Los pálidos espectros y la cama material formaban una indecisa composición. Parecía una alegoría victoriana, un cuadro de taberna bastante aceptable, con aquellos estandartes que pasaban y la cama dorada y los fantasmas de un hombre y una mujer.
No sé qué significado tiene la alegoría. Pero puedo ofrecer algunas otras pistas. El fantasma masculino parecía terriblemente viejo, escuálido y apolillado. El fantasma femenino parecía tan joven que podría haber pasado por su hija; una hija elegante, movediza y llena de vida.
Resi y yo retrasamos el regreso a nuestra buhardilla ratonera, miramos muebles, nos detuvimos a beber aquí y allá.
Resi fue al baño en un bar y me dejó solo unos momentos. Un pesado empezó a hablarme:
—¿Sabe cuál es la respuesta al comunismo? —me preguntó.
—No.
—El Rearme Moral —dijo.
—¿Y qué demonios es eso?
—Un movimiento.
—¿En qué dirección? —pregunté.
—Ese movimiento del Rearme Moral cree en la honradez total, en la pureza total, en el desinterés total y en el amor total.
—Les deseo toda la suerte del mundo —dije.
En otro bar, Resi y yo encontramos a un hombre que aseguraba que podía dejar satisfechas en una misma noche a siete mujeres, siempre que las siete fueran distintas.
—Quiero decir de veras distintas —dijo.
OH, Dios. La vida que la gente intenta llevar.
OH, Dios. ¡Y en qué mundo intentan vivirla!
Resi y yo no llegamos a casa hasta después de cenar, ya de noche. Nuestro plan era pasar otra noche en un hotel. Volvimos a casa, porque Resi quiso imaginar cómo la reamueblaríamos; quiso jugar a las casitas.
—Por fin tengo una casa —dijo.
—Se emplean muchos años de vida en hacer de una casa un hogar.
Vi que el buzón de la correspondencia estaba otra vez repleto. Dejé todo el correo donde estaba.
—¿Quién puso eso? —preguntó Resi.
—¿Qué?
—Eso —dijo, señalando el nombre sobre mi buzón.
A alguien se le había ocurrido dibujar una esvástica con tinta azul, detrás de mi nombre.
—Deben de haberlo hecho hace muy poco —dije, incómodo—. Quizá sea mejor que no subamos. Quizá el que lo ha hecho todavía esté arriba.
—No entiendo.
—Elegiste unos días terribles para venir, Resi.
Tenía una cómoda madriguera donde tú y yo podríamos habernos sentido muy felices...
—¿Madriguera?
—Un agujero en la tierra, secreto y abrigado. Pero ¡Dios!... —dije con rabia—. Justo cuando estabas en camino ocurrió algo que puso al descubierto mi escondrijo.