Yo no conocía bien a Resi. En cierta ocasión, durante las primeros días de la guerra, me había helado la sangre llamándome —con su ceceo infantil— espía americano. Desde entonces había procurado permanecer el menor tiempo posible en presencia de su mirada de niña. Cuando entré en aquella habitación, me sorprendió comprobar cómo aumentaba su parecido con mi Helga.
—¿Resi?
No me miró.
—Ya sé —dijo—. Es hora de matar al perro.
—No creas que me gusta mucho hacerlo.
Se volvió para mirarme.
—Eres militar ahora.
—Sí.
—¿Te pusiste ese uniforme sólo para matar al perro?
—Me voy al frente. Me detuve aquí para despedirme.
—¿A qué frente vas?
—Al ruso.
—Te morirás.
—Así dicen. Pero quizá no me muera.
—Todos los que no están muertos morirán muy pronto.
Y no parecía importarle demasiado.
—No todos —dije.
—Todos, sí.
—Espero que no. Estoy seguro que te irá muy bien.
—No me dolerá nada cuando me maten —dijo—. Será cuestión de un segundo.
Echó al perro de su regazo. El perro cayó al suelo inerte como un
Knackwurst
.
—Llévatelo. Nunca me gustó, de todos modos. Sólo sentía lástima por él.
Levanté al perro.
—Muerto estará mejor —dijo.
—Creo que tienes razón.
—También yo estaré mejor muerta.
—Eso no puedo creerlo, Resi.
—¿Quieres que te diga una cosa?
—Bueno.
—Ya que nadie vivirá mucho más tiempo, te diré que te quiero.
—Muy amable por tu parte.
—Te quiero de veras. Cuando Helga vivía y tú y ella veníais a casa, envidiaba a mi hermana. Cuando Helga murió empecé a soñar contigo y a pensar que crecería y me casaría contigo y me convertiría en una actriz famosa y tú escribirías obras de teatro para mí.
—Me siento muy honrado.
—No significa nada. Vete ahora y mata al perro. La saludé y me llevé al salchicha. Lo conduje al huerto; lo puse sobre la nieve; tomé la pequeña pistola.
Tres personas componían mi público. Resi, que estaba tras la ventana del cuarto de música; el viejo soldado que, se suponía, debía vigilar a las polacas y rusas.
La tercera persona era mi suegra. Eva Noth. Eva Noth me observaba desde una ventana del segundo piso. Como el perro de Resi, Eva Noth había engordado hidrópicamente a causa de la comida bélica. La pobre mujer, convertida en una morcilla por la desconsideración del tiempo, se cuadraba militarmente; parecía pensar que la ejecución del perro era una ceremonia con cierta nobleza.
Disparé un tiro al perro en la parte posterior del cuello. El eco del disparo fue breve; un pobre pistoletacito, con ese escupitajo con sonido a lata que producen los fusiles de juguete. Murió sin un estertor. El viejo soldado se acercó y expresó su interés profesional por la clase de herida que podría producir una pistola como aquélla. Dio la vuelta al animal con la bota, halló la bala en la nieve, murmuró algo juiciosamente, como si yo hubiese ejecutado alguna acción interesante, instructiva. Y empezó a disertar sobre toda suerte de heridas: las que había visto personalmente o las que había oído contar; toda clase de agujeros en objetos que alguna vez tuvieron vida.
—¿Piensa enterrarlo? —me preguntó.
—Supongo que será mejor.
—Si no lo hace —dijo—, alguien se lo comerá.
Sólo hace muy poco, en 1958 o 1959, pude averiguar cómo murió mi suegro. Sabía que estaba muerto. La agencia de detectives que contraté para que descubriera el paradero de Helga por lo menos me había confirmado que Werner Noth había muerto.
Los detalles de su muerte los supe por casualidad en una peluquería de Greenwich Village. Echaba una mirada a las páginas de una revista masculina admirando las formas femeninas mientras esperaba mi turno para cortarme el pelo. El artículo anunciado en la tapa de la revista se titulaba «Verdugas para el verdugo de Berlín». No había motivo para que yo supiese que el artículo en cuestión tratara de mi suegro. Ahorcar gente no había sido su profesión. Empecé a leer aquel artículo.
Y durante algún tiempo me detuve a mirar una lóbrega foto de Werner Noth en el instante en que lo colgaban de un manzano, sin sospechar siquiera quién era el ahorcado. Observé las caras de las personas allí presentes. Casi todas mujeres harapientas e informes.
Y después me dediqué a jugar conmigo mismo al juego de enumerar todas las mentiras acumuladas en la tapa de la revista. En primer lugar, no eran las mujeres las que ahorcaban a Werner Noth. Tres escuálidos harapientos se ocupaban del asunto. En segundo lugar, las mujeres de la foto no eran hermosas, y las «verdugas» que aparecían en la tapa lo eran: tenían pechos como melones, caderas como ancas de potro y sus andrajos parecían restos patéticos de trajes de noche confeccionados por Schiaparelli. Las mujeres de la foto eran tan hermosas como bagres envueltos en fundas de colchón.
Después, justo antes de empezar a leer el relato de la ejecución, reconocí, casi con náuseas, el deteriorado edificio del fondo. Tras el verdugo, asomaba como una desdentada boca abierta todo lo que había quedado en pie de la casa de Werner Noth, de aquel hogar donde mi Helga se había educado como una buena ciudadana alemana, de aquel hogar donde yo había dado el último adiós a una nihilista de diez años llamada Resi.
Leía el texto. Era de un tal Ian Westlake y estaba muy bien escrito. Westlake, inglés, ex prisionero de guerra, había presenciado la ejecución poco antes que los rusos lo liberaran. Las fotografías también eran de él. Noth, decía, había sido ahorcado en un manzano en su huerto por los esclavos que trabajaban en la zona, casi todos polacos y rusos. Westlake no llamaba a mi suegro en ningún momento «El Verdugo de Berlín».
Westlake se había tomado el trabajo de investigar los crímenes cometidos por Noth y sacaba la conclusión de que Noth no había sido mejor ni peor que cualquier otro jefe de policía de una gran ciudad.
«El terror y la tortura estaban en manos de otras secciones de la policía alemana —decía Westlake—. Werner Noth tenía a su cargo lo que en toda gran ciudad se considera la ley y el orden. La división bajo su mando era enemiga jurada de los borrachos, los ladrones, los asesinos, los violadores, los que se dedicaban al saqueo, los soplones, las prostitutas y otros perturbadores de la paz; e hizo cuanto pudo para activar el tránsito urbano.
»El principal delito de Noth —seguía Westlake— consistió en haber entregado a los sospechosos de crímenes y delitos de menor cuantía a un sistema de juzgados e instituciones penales que era descabellado. Noth hizo lo que estuvo en su mano para distinguir entre culpables o inocentes, usando los métodos policiales más modernos; pero para aquellos a quienes entregaba sus prisioneros, esa distinción no tenía la menor importancia. El mero hecho de estar detenido, con o sin juicio, era un delito. A todos los prisioneros, de cualquier tipo que fuesen, había que humillarlos, agotarlos y matarlos.»
Westlake seguía diciendo que los obreros-esclavos que ahorcaron a Noth no tenían clara idea de quién era, salvo el hecho de que era un personaje importante. Lo ahorcaron por el placer de colgar a alguien importante.
Los rusos, decía Westlake, habían demolido la casa de Noth con sus disparos de artillería; pero Noth siguió ocupando una habitación trasera que no había sufrido daños. En el inventario de esa habitación, Westlake encontró en ella una cama, una mesa y una vela. Sobre la mesa, unas fotografías enmarcadas de Helga, Resi y la esposa de Noth.
Había un libro. La traducción al alemán de
Los pensamientos de Marco Aurelio
.
No lograba explicarme por qué una revista tan barata como aquélla había comprado los derechos de un artículo tan bueno. De lo que estaba seguro era de que sus lectores se deleitarían con los detalles de la ejecución.
A mi suegro lo obligaron a subir a un banquito de ocho o diez centímetros. Le pusieron la soga al cuello, la apretaron y tiraron de ella por encima de la rama de un manzano en flor. Luego dieron un puntapié al banquito. Noth pudo bailar sobre el suelo con la punta de los pies mientras se asfixiaba.
¿Suficiente?
No. Lo reanimaron ocho veces y lo ahorcaron nueve.
Sólo después del octavo tirón desaparecieron en Werner Noth los últimos vestigios de valor y dignidad.
Sólo después del octavo tirón se comportó como un niño torturado.
«Por esa actuación —decía Westlake— lo recompensaron con lo que más deseaba en este mundo. Lo recompensaron con la muerte. Murió con una erección y los pies descalzos.»
Volví la página de la revista por si había algo más. Había más, pero no del mismo tema. Se trataba de la foto, a toda página, de una linda mujer con los muslos bien separados que sacaba la lengua.
El peluquero me llamó. Sacudió el pelo de otro cliente de la tela que iba a ponerme en torno al cuello.
—El que sigue —dijo.
He dicho que robé la moto que usé para ir a saludar a Werner Noth por última vez. Debo explicarme.
En realidad no la robé. La tomé prestada para toda la eternidad a Heinz Schildknecht, mi pareja de ping-pong, mi amigo más íntimo en Alemania.
Solíamos beber juntos y charlar hasta altas horas de la noche, sobre todo después de que ambos perdimos a nuestras esposas.
—Creo que a ti puedo confesártelo todo... absolutamente todo —me dijo una noche, ya hacia el final de la guerra.
—A mí me pasa lo mismo contigo, Heinz.
—Todo lo que poseo es tuyo —dijo.
—Todo lo que poseo es tuyo —dije.
Lo que poseíamos entre los dos no era gran cosa. Ninguno de nosotros tenía hogar. Nuestras casas y nuestros muebles habían volado por el aire en pedacitos. Yo poseía un reloj de pulsera, una máquina de escribir y una bicicleta. Eso era todo. Y ya hacía tiempo que Heinz había cambiado por cigarrillos en el mercado negro su reloj, su máquina de escribir y hasta su anillo de casamiento. Todo lo que le quedaba en este valle de lágrimas —con la excepción de mi amistad y la ropa que llevaba puesta— era una motocicleta.
—Si alguna vez llega a ocurrirle algo a mi moto, quedaré en la miseria.
Miró a su alrededor para asegurarse de que no había fisgones:
—Te diré algo horrible.
—Si no quieres, no me lo digas.
—Quiero. Tú eres la única persona a quien se lo puedo contar, la única persona a la que puedo contar cosas terribles. Te diré algo simplemente espantoso.
El lugar donde bebíamos y hablábamos era un fortín cercano al dormitorio público donde ambos dormíamos, construido por los esclavos para la defensa de Berlín. El fortín no tenía armas ni soldados. Los rusos aún estaban lejos.
Heinz y yo nos hallábamos sentados uno frente al otro, separados por una botella y una vela, cuando me contó la cosa terrible. Estaba ebrio.
—Howard: quiero a mi motocicleta más que lo que quise a mi mujer.
—Quiero ser tu amigo y quiero creer todo lo que digas, Heinz. Por eso no puedo creerlo. Vamos a olvidarlo, porque no es verdad.
—No; éste es uno de esos momentos en que uno dice realmente la verdad; uno de esos raros momentos de la vida. La gente casi nunca dice la verdad, pero sí la estoy diciendo ahora. Si eres el amigo que creo, me harás el honor de creer al amigo que creo ser cuando digo la verdad...
—Está bien.
Le caían las lágrimas por las mejillas.
—Vendí todas sus joyas, sus muebles favoritos y hasta su ración de carne... Y todo por cigarrillos...
—Todos hemos hecho algo de lo que nos avergonzarnos —dije.
—Pero yo nunca dejé de fumar por ella.
—Todos tenemos malos hábitos.
—¿Sabes? Cuando cayó la bomba sobre nuestro apartamento, aquella noche, y la mató y me dejó solo con la motocicleta... el hombre del mercado negro me ofreció cuatro mil cigarrillos a cambio de la moto...
—Lo sé —dije.
Porque Heinz me contaba la misma historia siempre que se embriagaba.
—Y dejé de fumar de golpe, porque quería tanto a mi moto...
—Todos nos aferramos a algo.
—Sí; a cosas equivocadas... Y empezamos a aferrarnos a ellas demasiado tarde. Te diré lo único en que creo de veras, de entre todas las cosas que hay que creer.
—Bueno.
—Todo el mundo está loco. Todos harían cualquier cosa en cualquier momento, y que Dios ayude al que quiera buscar las razones.
Respecto a la clase de mujer que fue la esposa de Heinz: la conocí superficialmente, aunque la vi bastantes veces. Era una charlatana insoportable, lo cual no ayudaba a conocerla. Y siempre hablaba del mismo tema: los triunfadores, la gente que había visto la oportunidad y había sabido aprovecharla, la gente que, a diferencia de su esposo, era importante y rica.
—El joven Kurt Ehrens... —solía decir— sólo tiene veintiséis años ¡y ya es todo un coronel en la S. S.! Y su hermano Heinrich... no pasará de los treinta y cuatro, pero ya tiene dieciocho mil trabajadores extranjeros a sus órdenes, construyendo trampas anti-tanques. Dicen que Heinrich sabe más que nadie sobre trampas antitanques. Y yo solía bailar con él...
Y seguía y seguía dándole a la lengua de esta manera, con el pobre Heinz en segundo plano fumando hasta el cansancio. Lo que consiguió es que yo me haya vuelto sordo para las historias de triunfadores. Los hombres que para ella eran triunfadores en el mundo feliz del futuro eran, después de todo, especialistas en la esclavitud, en la destrucción, en la muerte. No considero triunfadores a las personas que trabajan en esos ámbitos.
Al aproximarse el fin de la guerra, Heinz y yo no pudimos ya seguir bebiendo en nuestro fortín. Emplazaron en él una 88, a cargo de un destacamento de muchachos de quince a dieciséis años. Unos triunfadores para la difunta esposa de Heinz: muchachos tan jóvenes y, sin embargo, ya con uniformes de hombre y una trampa mortal en sus manos.
Heinz y yo tuvimos que beber y charlar en nuestro dormitorio comunal, un salón de equitación lleno de empleados del Estado, privados de sus casas por los bombardeos, que dormían sobre colchones de paja. Escondíamos nuestra botella, ya que no deseábamos compartirla con otros.
—Heinz —le dije una noche—: me pregunto hasta qué punto eres un buen amigo.
Se sintió herido:
—¿Por qué me lo preguntas?