—Porque quiero pedirte un favor... un gran favor.., Y no sé si debería hacerlo.
—¡Te exijo que me lo pidas!
—Préstame tu moto para ir a visitar a la familia de mi esposa.
No dudó un segundo. No vaciló.
—¡Llévatela!
Así es que al día siguiente me la llevé.
Salimos juntos por la mañana, Heinz en mi bicicleta, yo en su moto.
Pateé el arranque, puse el cambio y partí dejando a mi mejor amigo sonriendo en la nube azul del escapé.
Allá iba yo... ¡Vruuuuum, pum, pum...! ¡Vaaaaa-ruuuum!
Heinz nunca volvió a ver su motocicleta ni a su mejor amigo.
He pedido al Instituto de Documentación de Criminales de Guerra, en Haifa, que me envíe noticias de Heinz, aunque Heinz no era muy criminal de guerra que digamos. El Instituto me deleita con la información de que Heinz vive ahora en Irlanda y es cuidador jefe de los terrenos del barón Ulrich Werther von Schwefelbad. Von Schwefelbad compró una enorme finca en Irlanda, después de la guerra.
El Instituto me informa que Heinz es un experto en la muerte de Hitler, ya que entró, con las dificultades del caso, en el refugio donde yacía el cuerpo de Hitler, empapado de gasolina y ardiendo, pero todavía reconocible.
En caso de que leas esto: ¿Qué tal, Heinz? ¿Cómo te va?
Te estimaba mucho, en realidad; al menos hasta donde soy capaz de estimar a alguien.
Dale un beso de mi parte a la Piedra de Blarney.
Pero, dime: ¿qué estabas haciendo en el refugio de Hitler? ¿Buscando tu motocicleta y a tu mejor amigo?
—Mira —dije a mí Helga, después de contarle lo poco que sabía de su madre, su padre y su hermana—: esta buhardilla nunca servirá para un nido de amor, ni siquiera por una noche. Tomaremos un taxi y nos iremos a un hotel. Y mañana tiraremos a la basura todo este mobiliario y compraremos otro totalmente nuevo. Después buscaremos un lugar de veras bonito para vivir.
—Me siento feliz aquí.
—Mañana encontraremos una cama como nuestra antigua cama... Tres kilómetros de larga por tres de ancha; con aquella cabecera como una puesta de sol en Italia. ¿Te acuerdas...? OH, Dios, ¿te acuerdas?
—Sí —dijo.
—Esta noche en un hotel. Mañana por la noche, en una cama como aquélla.
—¿Nos vamos en seguida?
—Cuando tú digas.
—¿Puedo mostrarte primero mis regalos? —me dijo.
—¿Regalos?
—Para ti.
—Tú eres mi regalo. ¿Qué más podría desear?
—Quizá éstos también te gusten —dijo Helga mientras abría los cierres de una maleta—. Espero que te gusten.
Levantó la tapa y me mostró el contenido de la maleta. Estaba llena de manuscritos. Su regalo consistía en mis obras completas, mis obras completas serias, cada sentida palabra escrita por mí, por el finado Howard W. Campbell, Jr. Había poemas, narraciones, obras de teatro, cartas, un libro inédito... Las obras completas de un hombre que había sido alegre, libre; y joven, muy joven.
—¡Qué raro me hace sentir todo esto!
—No debí traértelo, quizá.
—No lo sé; estos papeles fueron yo mismo, alguna vez.
Tomé el manuscrito del libro: un grotesco experimento llamado
Memorias de un Casanova monógamo
.
—Este tendrías que haberlo quemado.
—Antes me quemaría el brazo derecho.
Dejé el libro a un lado y tomé un fajo de poemas.
—¿Qué podrá decir de la vida este joven? —exclamé, y me puse a leer un poema en voz alta, un poema en alemán:
«Kühl und hell der Sonnenaufgang,
leis und süss der Glocke Klang.
Ein Magdlein hold, Krug in der Hand,
sitzt an des tiefen Brunnens Rand.»
Traducción aproximativa:
«Fresca, alegre alborada...
lejana, dulce campana.
Doncella con un cántaro
junto a un fresco, hondo pozo.»
Leí el poema en voz alta, y luego leí otro. Fui y soy muy mal poeta. No incluyo aquí estos ejemplos para que se me admire. El segundo poema que leí fue, creo, el penúltimo que escribí. Estaba fechado en 1937 y se titulaba
«Gedanken über unseren Abstand vom Zietgeschehen»
; es decir, aproximadamente «Reflexiones sobre por qué no participar en los sucesos de actualidad».
Decía así:
«Eine machtige Dampfwalze naht
und Schwartz der Sonne Pfad,
rollt über geduckte Menschen dahin,
will keiner ihr entfliehn.
Mein Lieb und ich schaun starren Blickes
das Ratsel diese Blutgeschickes.
"Kommt mith herab", die Menschheit schreit,
"Die Walze ist die Geschichte der Zeit!"
Mein Lieb und ich gehn auf die Flucht,
wo keine Dampfwalze uns sucht,
und leber auf der Bergeshöhen,
getrennt vom schwarzen Zeitgeschehen.
Sollen wir bleiben mit den andern su sterben!
Doch nein, wir zwei wollen nicht verderben!
Nun ist's vorbei! —Wir sehn mit Erbleichen
die Opfer der Walze, verfaulte Leichen.»
¿Traducción?
«Vi una gigantesca apisonadora;
ocultaba el sol por completo.
Toda la gente permanecía tendida, tendida,
nadie se animaba a correr.
Mi amor y yo miramos asombrados
el misterio sangriento.
"¡Al suelo! ¡Al suelo", nos gritaba la gente.
"¡Esa gran máquina, es la historia!"
Mi amor y yo escapamos;
la máquina no nos encontró.
Corrimos hasta la cumbre de una montaña,
dejamos la historia a nuestras espaldas.
Tal vez debimos quedarnos a morir;
pero, por alguna razón, pensamos que hicimos bien en irnos.
Nos acercamos para ver el lugar donde había estado la historia
y, ¡Santo Dios, olían tan mal los muertos!»
—¿Cómo conseguiste todo esto? —le pregunté a Helga.
—Cuando llegué a Berlín occidental fui al teatro para ver si quedaba algo de él... Si quedaba alguna persona, algún conocido nuestro... Alguien que supiese algo de ti.
No necesitaba explicarme a qué teatro se refería. Era aquel teatrito berlinés donde se ponían en escena mis obras, donde Helga había sido estrella tantas veces.
—Sé que se mantuvo en pie durante la mayor parte de la guerra. ¿Existe todavía?
—Sí. Y cuando pregunté por ti, nadie sabía nada. Pero cuando les dije lo que tú significaste en otro tiempo para ese teatro, alguien recordó que en el desván había un viejo baúl con tu nombre, que contendría cosas tuyas.
Acaricié los manuscritos:
—Y en ese baúl estaba todo esto, ¿verdad?
Recordé entonces aquel baúl; recordé el momento en que lo había cerrado, al comienzo de la guerra; recordé que había pensado que ese baúl era un ataúd: el ataúd del joven que yo nunca volvería a ser.
Helga me preguntó:
—¿Tenías copias de estas cosas?
—No; ni una línea.
—¿Ya no escribes?
—No ha ocurrido nada que quiera decir.
—¿Después de todo lo que has visto, de todo lo que has pasado, querido?
—Es precisamente todo lo que he visto, todo lo que he pasado, lo que casi me hace imposible decir nada. He perdido el don de escribir con sentido. Hablo una jerga incomprensible para el mundo civilizado, y parece ser que el mundo me responde de la misma manera.
—Había otro poema, Howard; el último que escribiste... Lo escribiste con lápiz de las cejas en el interior de la tapa de aquel baúl de Berlín.
—¡OH! —exclamé.
Me lo recitó:
«Heir liegt Howard Campbell Geist geborgen,
frei von des Körpers quälenden Sorgen.
Sein leerer Leib durchstreift die Welt,
und kargen Lohn dafür erhält.
Triffst du die beiden getrennt allerwarts
verbrenn den Leib, doch schone dies, sein Herz.»
¿Traducción?
«Aquí yace el espíritu de Howard Campbell,
liberado del penoso martirio de su cuerpo.
Su cuerpo, vacío, deambula por la Tierra
recibiendo lo que un cuerpo se merece.
Si su cuerpo y su espíritu permanecen separados,
pueden quemar su cuerpo, pero no esto, que es su corazón.»
Alguien golpeó la puerta.
Era George Kraft. Lo dejé pasar. Estaba muy disgustado porque su pipa había desaparecido. Por primera vez lo veía sin su pipa; por primera vez me mostró cuánto dependía de aquella pipa para sentirse tranquilo. Estaba tan afligido que casi lloraba al hablar.
—Alguien la tomó o alguien la hizo caer detrás de algo o... no puedo imaginarme para qué querrían mi pipa —se quejaba.
Esperaba que Helga y yo compartiéramos su angustia, que pensáramos que la desaparición de la pipa era el acontecimiento más importante del día.
Se había puesto inaguantable.
—¿Y a quién podría ocurrírsele tocar su pipa? —dije—. ¿Para qué puede servirle a nadie?
Kraft abría y cerraba las manos; parpadeaba continuamente, nasalizaba las palabras, actuaba con toda la sintomatología de un drogadicto privado de su droga, aunque nunca en su vida había fumado nada en aquella pipa perdida.
—Dime sólo esto: ¿para qué se habrán llevado mi pipa?
—No lo sé, George —contesté, irritado—. Si la encontramos, te lo haremos saber.
—¿Puedo echar una mirada yo mismo?
—Adelante.
Y revolvió la habitación de arriba abajo, sacudiendo ollas y cacerolas, golpeando puertas de armarios, hurgando con el atizador detrás de los radiadores, aturdiéndonos con el estrépito.
Esa actuación nos unió fuertemente a Helga y a mí, entabló entre los dos una relación íntima y fácil que, de otro modo, quizá nos hubiera llevado más tiempo alcanzar.
Permanecimos el uno junto al otro, molestos por aquella invasión de nuestra nación de dos.
—No era una pipa muy valiosa, ¿verdad? —le dije.
—Sí, lo era... para mí.
—Cómprate otra.
—Quiero
ésa
. Me he acostumbrado a ella. Esa es la pipa que quiero.
Abrió la panera: miró dentro.
—A lo mejor se la llevaron los enfermeros de la ambulancia —sugerí.
—¿Y para qué iban a llevársela?
—Quizá pensaron que pertenecía al muerto. Tal vez la hayan puesto en alguno de los bolsillos del muerto.
—¡Eso es lo que pasó! —gritó Kraft.
Y salió disparado por la puerta.
Uno de los objetos que Helga traía en su maleta, como ya he dicho, era un libro escrito por mí: un manuscrito. Jamás había pensado en publicarlo. Me parecía impublicable... excepto por pornógrafos.
Se titulaba
Memorias de un Casanova monógamo
. En él narraba las conquistas de todos los cientos de mujeres que mi esposa, mi Helga, había sido para mí. Un libro clínico, obsesivo... demente, dirían algunos. El diario en que anoté día a día, durante los dos primeros años de la guerra, nuestra vida erótica, con exclusión de cualquier otro detalle. No existe en sus páginas una sola palabra que pueda indicar el siglo ni el país de origen.
En él aparecen un hombre y una mujer de estados de ánimo variadísimos. En algunas de las anotaciones iniciales, se indican brevemente los lugares de la acción. Pero de ahí en adelante ni siquiera aparecen esas someras referencias a lugares.
Helga sabía que yo llevaba este peculiar diario. Lo hacía por considerarlo uno de los muchos recursos para mantener aguzado nuestro placer sexual. El libro no es sólo el informe de un experimento; es, además, parte del experimento sobre el que informa: un experimento hecho a conciencia por un hombre y una mujer para sentirse sexualmente fascinados el uno por el otro a perpetuidad...
Y para algo más que eso.
Para ser uno para el otro, en cuerpo y alma, la razón suficiente de vivir, aunque ninguno de ellos pudiera obtener de la vida otra satisfacción.
El epígrafe del libro creo que lo puntualiza bien:
Es un poema de William Biake que se llama «Pregunta respondida»:
«¿Qué es lo que el hombre busca, en la mujer?
Los rasgos del Deseo Satisfecho.
¿Qué es lo que la mujer busca en el hombre?
Los rasgos del Deseo Satisfecho.»
Aquí podría añadir un último capítulo a las
Memorias
, el capítulo 643, describiendo en él la noche que pasé con Helga en un hotel de Nueva York, después de estar privado de ella durante tantos años.
Dejo al criterio de un editor que posea tacto y buen gusto la tarea de suprimir con puntos suspensivos lo que pudiera parecer ofensivo.
Memorias de un Casanova monógamo
Capítulo 643
Habíamos estado separados dieciséis años. Las primicias de mi lujuria estaban en la punta de mis dedos, aquella noche. Otras partes de mi cuerpo (...) que luego también se complacerían, se saciaron en forma ritual, a conciencia, hasta (...) la perfección clínica. Ni una sola parte de mí pudo quejarse esa noche, y tampoco, espero, ninguna parte de mi esposa pudo quejarse de ser esclava de un trabajo acelerado, apremiado por el tiempo (...) o chapucero. Pero mis dedos se dieron el gran festín aquella noche (...)
Lo cual no quiere decir que me sintiera un (...) envejecido, que para dar placer a una mujer dependiese de (...) escaramuzas previas y nada más. Por el contrario, me sentí tan (...) apto para hacer el amor, como un muchacho de diecisiete años (...) con su (...) amiga (...)
Y tan maravillado como él.
Era como si el asombro viviese en mis dedos. Tranquilos, expeditivos, considerados, estos (...) exploradores, estos (...) estrategas, estos (...) conocedores del terreno, estos (...) guerrilleros, se desplegaron sobre el (...) campo de batalla.
Y los informes que obtuvieron fueron excelentes (...)
Mi esposa fue aquella noche una (...) esclava blanca acostada con un (...) emperador. Una esclava que se había quedado muda, al parecer, que no sabía pronunciar una sola palabra en mi idioma. Y, sin embargo, qué elocuente estuvo, al permitir a sus ojos, a su respiración (...) expresarse como debían, incapaz de impedirles que expresaran lo que debían (...)
¡Y qué simple, qué sublimemente familiar era la historia que su (...) cuerpo me contó! (...) como la historia de lo que es la brisa contada por la brisa misma, como la historia de lo que es la rosa contada por la rosa (...)
Después, mis sutiles, pensativos y agradecidos dedos se transformaron en algo más voraz, en instrumentos de placer sin recuerdos, sin educación, sin paciencia. Mi joven esclava fue a su encuentro con la misma gula (...) hasta que la propia madre naturaleza (...) puso fin a nuestro juego (...) Nos separamos (...)
Nos hablamos coherentemente el uno al otro por vez primera desde que nos metimos en la cama.
—Hola —me dijo.
—Hola —le dije.
—Bien venido a casa —dijo»
Fin del capítulo 643.