Madre Noche (18 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Madre Noche
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Lo siento, pero no.

Confieso abiertamente una horrible carencia mía: todo lo que veo, oigo, siento, gusto o huelo es real para mí. Soy un juguete tan crédulo de mis sentidos que nada me resulta irreal. Esta férrea credulidad mía me ha acompañado siempre. Inclusive en ocasiones en que he recibido un golpe en la cabeza o me he embriagado o hasta —una extravagancia pasajera, que no concierne a esta narración— bajo la influencia de la cocaína.

Allí, en el sótano de Jones, Kraft me mostró la foto de Von Braun en la cubierta de
Life
y me preguntó si lo conocía.

—¿Von Braun? —dije—. ¿El Thomas Jefferson de la Era Espacial? Seguro... El barón Von Braun bailó con mi esposa una vez, en la fiesta de cumpleaños del general Walter Dornberger, en Hamburgo.

—¿Bailaba bien? —preguntó Kraft.

—Una especie de ratón Mickey moviendo los pies... Así bailaban todos los nazis importantes, cuando lo hacían.

—¿Crees que te reconocería ahora? —preguntó Kraft.

—Ya lo creo que sí. Hace más o menos un mes me topé con él en la Calle Cincuenta y Dos y me llamó por mi nombre. Se dolió mucho de verme en una situación modesta. Dijo que conocía a mucha gente en la rama de las relaciones públicas y me ofreció hablarles para que me dieran trabajo.

—Tendrías mucho éxito trabajando en relaciones públicas.

—No tengo la poderosa convicción necesaria para interferir en el mensaje a un cliente.

«La Vieja» terminó con la derrota del padre Keeley, ese pobre viejo virgen, patéticamente atascado hasta el final con su reina de espadas.

—Bueno —dijo—. No siempre se gana.

El y el Führer Negro subieron la escalera, deteniéndose cada dos o tres escalones hasta contar veinte.

Y entonces Resi, Kraft-Potapov y yo nos quedamos solos.

Resi se me acercó; me rodeó la cintura con el brazo, pegó la mejilla contra mi pecho y dijo:

—¿Te das cuenta, querido...?

—¿Humm?

—Mañana estaremos en México.

—Humm.

—Pareces preocupado.

—¿Preocupado?

—Afligido.

—¿Te parezco afligido? —me dirigía a Kraft.

Kraft estudiaba atentamente el dibujo de la ciénaga.

—No —contestó.

—Mi personalidad normal de siempre —dije.

Kraft señaló un pterodáctilo que extendía sus enormes alas sobre la ciénaga:

—¿Quién pensaría que una cosa así podía volar?

—¿Quién podría pensar que un tipo viejo como yo se ganaría el corazón de una muchacha tan hermosa y tendría, además, un amigo tan brillante y leal? —dije.

—Me es muy fácil quererte —aseguró Resi—. Siempre te quise.

—Estaba pensando...

—Dime en qué pensabas.

—Quizá México no sea el mejor sitio para nosotros.

—Siempre podremos irnos desde allí a otro lugar —dijo Kraft.

—Quizá... Allí mismo, en el aeropuerto de Ciudad de México... quizá podríamos subir en seguida a un
jet...

Kraft soltó la revista:

—¿Para ir adonde?

—No sé. A alguna parte, bien rápido —dije—. Supongo que es la idea del movimiento lo que me entusiasma. He permanecido quieto por tanto tiempo que...

—Ah... —respiró Kraft.

—Tal vez a Moscú —dije-.

—¿Qué? —preguntó Kraft, incrédulo.

—Moscú. Me gustaría mucho conocerlo.

—Esa es una idea nueva...

—¿No te gusta, George?

—Yo... Tendré que pensarlo...

Resi inició un movimiento para apartarse de mí; pero la sujeté con fuerza.

—Piénsalo también tú, Resi.

—Si quieres... —dijo con voz sofocada.

—¡Cielos! —y la sacudí para hacerla reaccionar—. Cuanto más lo pienso, tanto más atractiva se me hace la idea. Si nos quedáramos en Ciudad de México sólo dos minutos entre un avión y otro, ya me parecería tiempo suficiente.

Kraft se incorporó, flexionando sus dedos elaboradamente:

—¿Es una broma?

—¿Te parece? —dije—. Un buen amigo como tú debería saber si estoy bromeando o no.

—Tienes ganas de hacer chistes. ¿Qué hay en Moscú que pueda interesarte?

—Trataré de localizar a un viejo amigo —dije.

—No sabía que tuvieras amigos en Moscú —dijo.

—No sé si estará en Moscú. Sólo sé que está en alguna parte de Rusia. Tendré que averiguarlo allí.

—¿Cómo se llama? —me preguntó Kraft.

—Stepan Bodovskov, el escritor.

—¡OH!

Kraft se sentó de nuevo. Y volvió a tomar la revista.

—¿Oíste hablar de él? —le pregunté.

—No.

—¿Y del coronel lona Potapov?

Resi se desprendió de mí y apoyó la espalda contra la pared más alejada.

—¿Conoces a Potapov; Resi?

—No.

Me dirigí a Kraft:

—¿Y tú, George?

—No. ¿Por qué no me cuentas algo de él?

—Es un agente comunista —dije—. Trata de llevarme a México para que allí me rapten y me metan en un avión hasta Moscú y me juzguen.

—¡No! —gritó Resi.

—¡Cállate! —le dijo Kraft.

Se puso de pie; arrojó la revista a un lado. Intentó sacar de su bolsillo una pequeña pistola, pero yo le apuntaba ya con la «Luger».

Lo obligué a arrojar su pistola al piso.

—Mírennos: jugando a indios y
cow-boys
—y al decirlo demostraba tanto asombro como si hubiese sido un observador inocente.

—Howard... —empezó a decir Resi.

—No digas una sola palabra —le avisó Kraft.

—Querido —Resi lloraba—. El sueño de México... ¡Yo pensé que se hacía realidad, de veras! ¡Íbamos a escapar
todos
! —Abrió los brazos—: Mañana.., —dijo Resi, sin fuerzas.

Y luego se acercó a Kraft, como para destrozarlo con sus garras. Pero no le quedaban fuerzas en las manos. Se aferró débilmente a Kraft.

—Íbamos a renacer —le dijo, entrecortadamente—. Tú también... Tú también... ¿No querías... no es cierto que querías eso para ti mismo? ¿Cómo pudiste hablar con tanto ardor de nuestras vidas, si no las deseabas?

Kraft no dijo nada.

Resi se volvió hacia mí:

—Soy agente comunista. Sí. Y también él.
Es
el coronel lona Potapov. Y nuestra misión
era
llevarte a Moscú. Pero yo no iba a hacerlo... porque te amo, porque el amor que me diste ha sido el único que he tenido en mi vida, el único amor que tendré. Te dije que no iba a hacerlo, ¿no es verdad? —dijo a Kraft.

—Me lo comunicó —contestó Kraft.

—Y él estuvo de acuerdo conmigo. Y entonces planeó este sueño de México, donde
todos
podríamos salir de la trampa... vivir felices para siempre.

—¿Cómo lo supiste, Howard? —me preguntó Kraft.

—Espías norteamericanos siguieron todo el plan paso a paso —dije—. La casa está rodeada en estos momentos. Todos vosotros estáis fritos.

38. Ah, el dulce misterio de la vida...

Sobre aquel allanamiento...

Sobre Resi Noth...

Sobre cómo murió...

Sobre cómo murió en mis brazos, allí, en el sótano del reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología...

Fue totalmente inesperado.

Resi parecía tan ansiosa de vivir, tan apta para la vida, que la posibilidad de que prefiriera la muerte jamás pasó por mi mente.

Fue tan mundano, o tan poco imaginativo —elijan lo que prefieran— como para pensar que una muchacha tan joven, linda e inteligente como ella podía pasarlo bien en cualquier parte, no importa adonde la empujaran el destino y la política. Y como indiqué, sólo le esperaba la deportación.

—¿Sólo la deportación? —me preguntó.

—Eso será todo. Y dudo que tengas que pagar siquiera tu pasaje de vuelta.

—¿No te apena que me vaya?

—Desde luego que sí. Pero nada puedo hacer por conservarte a mi lado. En cualquier momento esta casa comenzará a llenarse de gente y te arrastrarán. Supongo que no esperarás que luche contra ellos, ¿verdad?

—¿No lucharás contra ellos? —preguntó Resi.

—Por supuesto que no. ¿Qué posibilidad de ganar tendría?

—¿Y eso importa mucho?

—¿Quieres decir que por qué no muero por amor, como un caballero de las piezas teatrales de Howard W. Campbell, Jr.?

—Eso es lo que quiero decir. ¿Por qué no morimos juntos aquí y ahora?

Me reí:

—Resi, querida... Tienes toda una vida por delante.

—Tengo toda una vida detrás de mí: toda concentrada en esas pocas dulces horas pasadas junto a ti.

—Eso suena a las frases que yo podría haber escrito cuando era joven. Es una frase que escribiste cuando eras joven —dijo Resi.

—Joven estúpido.

—Adoro a aquel joven —dijo Resi.

—¿Cuándo te enamoraste de él? ¿De niña?

—De niña... y después, ya cuando fui mujer. Cuando me dieron todo lo que habías escrito y me ordenaron estudiarlo. Entonces me enamoré como mujer.

—Lo siento, Resi... No puedo felicitarte por tu gusto literario.

—¿Y ya no crees que el amor es lo único por lo que vale la pena vivir?

—No —contesté.

—Entonces, dime por qué hay que vivir... —me lo imploraba—. No tiene por qué ser el amor... ¡Cualquier otra cosa!

Señaló los objetos en el mísero cuarto, dramatizando exquisitamente mi propia idea de que el mundo es una tienda de trastos viejos:

—¡Viviré por esa silla, por ese cuadro, por esa cañería de la calefacción, por ese diván, por esa rajadura en la pared! ¡ Dime que viva por eso, y viviré! —me rogó.

Entonces fui yo el objeto al que se aferraron sus manos sin fuerzas. Cerró los ojos; sollozaba.

—No tiene por qué ser el amor —me susurró— Sólo dime qué debe ser...

—Resi —le dije con ternura.


¡Dímelo!

Y la fuerza volvió a sus manos; lo noté en la suave violencia sobre mi ropa.

—Soy un viejo —dije, desamparado.

Fue la mentira de un cobarde. No soy un viejo.

—Está bien, anciano... Dime por qué cosas hay que vivir... Dime por qué cosas vives tú para que yo también viva por eso... ¡Aquí o a diez mil kilómetros de aquí! ¡Dime por qué quieres seguir vivo, para que también yo pueda mantenerme viva!

En ese instante empezó el allanamiento.

Las fuerzas de la ley y el orden se precipitaron al sótano a través de todas las puertas, blandiendo sus armas, haciendo sonar los silbatos, dirigiendo luces enceguecedoras adonde había ya abundante luz.

Era un pequeño ejército. Y lanzaban exclamaciones ante todos los objetos melodramáticamente ruinosos del sótano. Exclamaciones como las de un niño ante un árbol de navidad.

Una docena de hombres, todos jóvenes y de mejillas color manzana y virtuosos, nos rodearon a Resi, a Potapov y a mí, me arrebataron la «Luger», nos convirtieron en muñecos de trapo mientras nos registraban para encontrar más armas.

Unos cuantos más bajaron la escalera empujando a punta de revólver al reverendo doctor Lionel J. D. Jones, al Führer Negro y al padre Keeley.

El doctor Jones se detuvo en mitad de la escalera; encaró a sus atormentadores y les dijo majestuosamente:

—Todo lo que he hecho es cumplir con el deber que ustedes deberían cumplir ahora.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó uno de los oficiales. Obviamente era el jefe.

—Proteger la república —dijo Jones—. ¿Por qué tiene que molestarnos a nosotros? ¡Todo lo que hacemos es fortalecer al país! ¡Únanse a nosotros y ataquemos juntos a los que intentan debilitarlo!

—¿Y quiénes son ésos? —preguntó el oficial.

—¿Tengo que explicárselo? ¿No se ha dado cuenta siquiera de quiénes son en el curso de sus investigaciones? ¡Los judíos! ¡Los católicos! ¡Los orientales! ¡Los unitarios! ¡Los extranjeros que no entienden la democracia, que les hacen el juego a los socialistas, a los comunistas, a los anarquistas, a los anticristos y a los judíos!

—Para que lo sepa —informó el investigador federal con arrogante frialdad—, yo soy judío.

—¡Eso prueba lo que acabo de decir!

—¿De qué manera? —preguntó el federal.

—Los judíos se han infiltrado en todas partes. —Jones tenía en su rostro la sonrisa de un lógico al que jamás podrían hacer callar.

—Tanto hablar contra los católicos y los negros, y sin embargo, usted tiene entre sus mejores amigos a un católico y a un negro...

—¿Y qué hay de misterioso en eso? —preguntó Jones.

—¿No los odia?

—Por supuesto que no. Todos creemos en la misma idea, básicamente.

—¿Cuál?

—Que este país, tan orgulloso en otros tiempos, está cayendo en manos de la gente indeseable —dijo Jones.

Sacudió afirmativamente la cabeza; y lo mismo hicieron el padre Keeley y el Führer Negro. Jones añadió:

—Y antes de que el país vuelva al buen camino, habrá que cortar algunas cabezas.

Nunca he presenciado una demostración más sublime de la mentalidad totalitaria; una mentalidad que podría compararse a un sistema de engranajes al que le han cortado algunos dientes al azar. Y esa maquinaria de pensar, desdentada y conducida por una libido de intensidad media o inferior a la media, gira con la insubstancialidad espasmódica, nerviosa, ruidosa, de un reloj de cuco en el infierno.

El jefe de los federales sacó la conclusión errónea de que no había engranajes en la mente de Jones.

—Está usted completamente loco.

Jones no estaba completamente loco. Lo aterrador de la clásica mentalidad totalitaria es que cualquier tipo de engranaje, aunque esté mutilado, siempre conserva en su circunferencia secuencias enteras de dientes, a los que mantiene inmaculadamente y a los que da movimiento con exquisitez.

De ahí lo que digo del reloj de cuco en el infierno: marca la hora perfectamente durante ocho minutos y veintitrés segundos; se adelanta de golpe catorce minutos y se mantiene en perfecta marcha durante seis segundos; luego salta dos segundos y funciona bien durante dos horas y un segundo; después, salta todo un año.

Los dientes perdidos, desde luego, son simples, obvias verdades; verdades asequibles y comprensibles inclusive para los niños de diez años.

El obstinado girar de los dientes del engranaje, la obstinada actividad despojada de ciertas informaciones obvias...

Fue así como un hogar tan contradictorio como el que componían Jones, el padre Keeley, el
Vice-Bundesführer
Krapptauer y el Führer Negro pudo mantenerse en relativa armonía.

Fue así como mi suegro pudo contener dentro de una misma cabeza su indiferencia hacia las obreras esclavas y su amor por un jarrón azul...

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