—Mi esposa murió hace dos años —dijo; y se las arregló para mostrarme los ojos un poco humedecidos.
Tenía esposa, sí; pero no bajo tierra, en Indianápolis. Tenía una esposa vivita y coleando, Tania de nombre, residente en Borisoglebsk. No la había visto en veinte años.
—Cuando, murió, mi espíritu sólo deseaba elegir entre dos opciones: el suicidio o los sueños que había acariciado en mi juventud. Soy un viejo imbécil que pidió prestados los sueños a un joven imbécil. Me compré algunas telas y óleos y me vine a Greenwich Village.
—¿No tiene hijos? —le pregunté.
—No —contestó tristemente.
En realidad tenía tres hijos y nueve nietos. Su hijo mayor, Ilya, es un famoso experto en cohetes espaciales.
—El único pariente que me queda en este mundo es el arte. Y yo soy el pariente más pobre que haya tenido el arte.
Con esas palabras no quería decir que estuviese en la indigencia; quería decir que era un mal pintor. La verdad es que poseía mucho dinero, me dijo: había vendido su comercio en Indianápolis a muy buen precio.
—Ajedrez... ¿Me dijo usted algo acerca del ajedrez?
Guardaba las piezas talladas en una caja de zapatos y se las mostré.
—Acabo de hacerlas —dije—. Y ahora tengo ganas de jugar una partida.
—Está orgulloso de su juego, ¿verdad?
—No he jugado en muchos años —contesté.
Casi todas mis partidas de ajedrez habían sido contra Werner Noth, mi suegro, el jefe de policía de Berlín. Solía ganarle con facilidad todos los domingos por la tarde, cuando Helga y yo íbamos a visitarlo. El único torneo de ajedrez en que participé fue uno interno en el Ministerio de Cultura Popular y Propaganda de Alemania. Ocupé el decimoprimer puesto entre sesenta y cinco participantes.
El ping-pong me había ido bastante mejor. Fui campeón del Ministerio durante cuatro años seguidos, en individuales y en dobles. Mi compañero en dobles era Heinz Sehildknecht, experto en propaganda para Australia y Nueva Zelanda. En una ocasión Heinz y yo formamos pareja contra el
Reichleiter
Goebbels y el
Oherdienstleiter
Karl Hederich. Les ganamos por 21 a 2, 21 a 1 y 21 a 0.
La historia va, a menudo, de la mano de los deportes.
Kraft tenía un tablero de ajedrez. Dispusimos mis piezas recién hechas sobre él y empezamos a jugar. Y el grueso capullo erizado y verde aceituna que me había construido para encerrarme en él se agrietó poco a poco; se debilitó lo suficiente como para dejar penetrar un débil rayo de luz.
Disfruté de aquella partida de ajedrez; pude hacer algunas jugadas intuitivas lo bastante interesantes como para entretener a mi amigo antes de que venciera.
Después de aquella vez, Kraft y yo jugamos por lo menos tres partidas diarias durante un año. Y así construimos entre los dos una especie de patética vida doméstica de la que tanto necesitábamos ambos. Empezamos a sentirle otra vez gusto a la comida, a hacer en los almacenes pequeños descubrimientos que llevábamos a casa para compartirlos. Cuando llegó la temporada de las frutillas, recuerdo que Kraft y yo la celebramos como si Jesús hubiese vuelto al mundo.
Algo particularmente conmovedor entre nosotros era la elección de vinos. Kraft sabía mucho más que yo acerca de ellos, y a menudo se presentaba con tesoros especiales cubiertos de telarañas para acompañar determinado tipo de comida. Pero, aun cuando Kraft siempre colocaba un vaso lleno delante de sí, una vez que nos sentábamos a comer todo el vino era para mí. Kraft era un alcohólico. Si tomaba un solo sorbo, pescaba una curda que le duraba un mes.
Al menos eso que me dijo acerca de sí mismo era absolutamente cierto. Hacía dieciséis años que era miembro de los Alcohólicos Anónimos. A pesar de que usaba las reuniones de los A. A. como lugar de contacto para su labor de espionaje, era real la necesidad que sentía por lo que aquellas reuniones le ofrecían espiritualmente. Una vez me dijo, con toda sinceridad, que la contribución más grande que Norteamérica había hecho al mundo —una contribución que sería recordada por miles de años— era la invención de los Alcohólicos Anónimos.
Era típico de su esquizofrenia de espía el hecho de usar una institución que tanto admiraba con propósitos de espionaje.
Y era típico de su esquizofrenia de espía que se hiciese de verdad amigo mío y que, eventualmente, pensase utilizarme con crueldad en pro del avance de la causa soviética.
Durante cierto tiempo mentí a Kraft sobre mí y sobre mis actividades pasadas. Pero la amistad se ahondó tanto y tan rápidamente que pronto se lo confesé todo.
—¡Es injusto! —dijo—. ¡Me hace sentir avergonzado de ser norteamericano! Por qué no puede el Gobierno dar un paso adelante y decir: «¡Miren! ¡Este hombre a quien han estado escupiendo es un héroe!»
Se mostraba indignado, y creo que era sincero en su indignación.
—Pero nadie repara en mí. Nadie sabe siquiera que estoy vivo.
Se moría por leer mis obras de teatro. Cuando le informé que no tenía copia de ninguna de ellas, me obligó a contárselas todas, escena por escena, como si actuase para él.
Dijo que las creía maravillosas. Quizá fuese sincero. No sé. A mí entonces me parecían insípidas; pero es posible que a él le gustasen.
Lo que más le entusiasmaba, creo, era la idea del arte y no mi producción artística en particular.
—El arte, el arte, el arte... —me dijo una noche—. No sé por qué tardé tanto tiempo en captar su importancia. De joven, realmente sentía un desprecio supremo por el arte. Y ahora, siempre que pienso en el arte me arrodillaría y lloraría.
Finalizaba otoño. Volvía la estación de las ostras, estábamos dándonos un banquete con una docena por cabeza. Ya hacía casi un año que conocía a Kraft.
—Howard: las futuras civilizaciones, civilizaciones mejores que la nuestra, juzgarán a todos los hombres en la medida en que hayan sido artistas. Si un futuro arqueólogo encontrase nuestras obras milagrosamente preservadas en alguna ciudad enterrada, a ti y a mí nos juzgarían por la calidad de nuestras creaciones. Nada más importaría de nosotros.
—Hum —dije.
—Tienes que volver a escribir. Así como las margaritas florecen como margaritas y las rosas como rosas, tú debes florecer como escritor y yo como pintor. Todo lo demás carece de importancia.
—Por lo general, los muertos no escriben muy bien —le respondí.
—Tú no estás muerto, Howard. Estás Heno de ideas. Puedes hablar durante horas sin parar.
—Charlatanería.
—¡No, no es sólo charlatanería! —replicó con calor—. Todo lo que necesitas para escribir otra vez, para escribir mejor que antes, es una mujer.
—¿Una qué?
—Una mujer.
—¿Y de dónde sacas esa idea tan extraña? ¿De comer ostras? Si tú te consigues una mujer, yo me conseguiré otra. ¿Qué te parece?
—Estoy demasiado viejo para que una mujer me siente bien; pero tú no lo estás.
Una vez más, en mi intento de separar lo real de lo falso, debo declarar mi convicción de que lo que decía en ese momento era verdad. Realmente deseaba que yo escribiese de nuevo; estaba convencido de que una mujer podría obrar el milagro.
—Casi pasaría por la humillación de intentar comportarme como un hombre ante una mujer, sí tú te buscases una también.
—Ya tengo una —le dije.
—Tuviste
una, en otro tiempo. Hay una diferencia enorme.
—No quiero tocar el tema.
—Pero yo voy a tocar el tema, de todos modos —replicó.
—Entonces, sigue hablando —le dije, levantándome de la mesa—. Vuélvete casamentero, si eso alegra tu corazón. Yo bajaré para ver qué trajo hoy el correo.
Estaba molesto y bajé para echar un vistazo a mi buzón de correspondencia simplemente por escapar de la situación. La correspondencia no me preocupaba. A veces pasaba una semana entera o más sin ver si había llegado algo. Lo único que solía encontrar en mi buzón eran los cheques de dividendos de mis acciones, avisos de reuniones de accionistas, y hojarasca dirigida al «Sr. Propietario de este buzón», junto a panfletos de propaganda de libros y material que aseguraba ser útil en el campo de la pedagogía.
¿Por qué me remitían propaganda sobre material educativo? Una vez me presenté como candidato para un puesto de profesor de alemán en un colegio privado de Nueva York. Fue allá por el 1950.
No conseguí el puesto; tampoco lo quería. Me presenté, creo, sólo para demostrarme a mí mismo que existía.
El formulario que llené estaba, desde luego, repleto de mentiras; una fábrica de falsedades tales que el colegio aquel ni siquiera se molestó en contestar diciendo que no aceptaba. Sea como fuere, mí nombre se abrió camino en la lista de aquellos que se suponían dedicados a la enseñanza. De ahí en adelante, me llovió una propaganda interminable.
Abrí el buzón. Se había acumulado en él el material de tres o cuatro días.
Había un cheque de la Coca-Cola, un aviso para la reunión de accionistas de la General Motors, un pedido de la Standard Oil de Nueva Jersey para que aprobase el nuevo plan de opción ideado por los ejecutivos para la compra de acciones y por fin un anuncio sobre un plomizo tomo de cuatro kilos disfrazado de texto escolar.
El objetivo de ese peso era proveer a los escolares con algo para ejercitarse entre clase y clase. La propaganda recalcaba que el estado físico de los niños norteamericanos se encontraba muy por debajo de los niños de cualquier otra parte del mundo.
Pero a pesar de su plomiza rareza, aquella propaganda no era lo más extraño en mi correo. Habla dos cosas mucho más extrañas.
Una de ellas era una carta de la Base «Francis X. Donovan» de la Legión Norteamericana situada en Brookline, Massachusetts, que venía en sobre oficial.
La otra era un diminuto periódico enrollado y con franqueo en la Estación Central de trenes.
Abrí primero el periódico. Y descubrí que se trataba de
El Miliciano Blanco Cristiano
. Una escabrosa, analfabeta, antisemita, antinegra, anticatólica publicación dirigida por el reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental. «¡La Corte Suprema —decía su encabezamiento más grande—, ordena que nuestro país sea mestizo!»
El segundo encabezamiento en importancia decía: «¡La Cruz Roja inyecta a los blancos sangre negra!»
Aquellos titulares apenas me sorprendieron. Era, después de todo, la clase de cosas que yo había dicho para vivir en Alemania. Pero aún más cercano al espíritu del viejo Howard W. Campbell, Jr., se encontraba el encabezamiento de un breve artículo situado en un ángulo de la primera página: «El judaísmo internacional, único ganador de la Segunda Guerra Mundial.»
Después abrí la carta de la Legión Norteamericana. Decía lo siguiente:
«Querido Howard: Me sorprendió y me descorazonó mucho saber que no te habías muerto aún. Cuando recuerdo a toda la buena gente que murió en la Segunda Guerra y pienso que tú aún estás vivo y en el país que traicionaste, siento ganas de vomitar. Te quedarás encantado al saber que nuestra Base anoche resolvió por unanimidad exigir que seas colgado del cuello hasta que mueras, o que seas deportado a Alemania, que es el país de tus amores. Ahora sé dónde estás, y muy pronto te haré una visita. Será agradable hablar otra vez de los viejos tiempos. Cuando te vayas a la cama, rata nauseabunda, espero que sueñes con el campo de concentración de Ohrdruf. Debí haberte empujado al pozo de cal cuando se me presentó aquella oportunidad.
»Muy, pero muy afectuosamente tuyo,
Bernard B. O'Hare
Presidente de las Bases
Pro Norteamericanismo.»
«P.D. Se envía copia a: J. Edgar Hoover, FBI, Washington.
Director de la Agencia Central de Inteligencia.
Sr. Editor de la revista
Time
, Nueva York.
Sr. Editor de la
Revista de Infantería
, Washington.
Sr. Editor de
The Legion Magazine
, Indianápolis, Indiana.
Sr. Jefe de Investigaciones del Comité Parlamentario de Actividades Antinorteamericanas, Washington.
Sr. Editor de
El Miliciano Blanco Cristiano
, Bleecker 395, Nueva York.»
Bernard B. O'Hare era, por supuesto, el joven que me había capturado al final de la guerra; el que me había arrastrado a través del campo de exterminio de Ohrdruf; el que aparecía junto a mí en aquella memorable foto en la cubierta de
Life
.
Cuando encontré la carta en mi buzón de Greenwich Village, me pregunté cómo habría averiguado mi paradero.
Eché una mirada a
El Miliciano Blanco Cristiano y
averigüé que O'Hare no era la única persona que había redescubierto a Howard W. Campbell, Jr. En la página tres del
Miliciano
, bajo un encabezamiento que decía simplemente «Tragedia norteamericana», encontré esta breve historia:
«Howard W. Campbell, Jr., gran escritor y uno de los más valientes patriotas de toda la historia norteamericana, vive ahora pobre y solitario en la buhardilla de un edificio de la calle Bethune, 27. Tal es el destino de los pensadores lo bastante valientes como para decir la verdad sobre la conspiración internacional de banqueros judíos y la de los comunistas judíos que no descansarán hasta que la corriente sanguínea de todos los norteamericanos esté contaminada sin remedio de sangre negra y/o oriental.»
Tengo una deuda de gratitud para con el Instituto de Documentación de Criminales de Guerra, en Haifa, por todo el material inédito que me ha permitido incluir en este informe la biografía del doctor Jones, director del periódico
El Miliciano Blanco Cristiano
.
Jones, aunque nunca ha sido perseguido como Criminal de Guerra, tiene un bonito expediente. He aquí un resumen de lo que he averiguado:
El reverendo Lionel Jason David Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología, nació en Haverhill, Massachusetts, en 1889, y fue educado en la religión metodista.
Hijo menor de un dentista, nieto de dos dentistas, hermano de dos dentistas y cuñado de tres dentistas, Jones también empezó a estudiar odontología; pero fue expulsado de la Escuela Dental de la Universidad de Pittsburgh en 1910, por lo que ahora se diagnosticaría como paranoia. En 1910 fue expulsado por simple ineficiencia.
El síndrome de fracaso de Jones fue cualquier cosa menos simple. Sus exámenes escritos constituyen los exámenes más extensos en la historia de la odontología y quizá los más irrelevantes. Normalmente iniciaba con bastante cordura el tema propuesto por los examinadores; pero luego, sin tenerlo en cuenta para nada, Jones se las arreglaba para pasar inmediatamente a su propia teoría: los dientes de los judíos y de los negros probaban, fuera de toda duda, la degeneración de ambos grupos.