Mi padre era electricista, trabajaba en la construcción. Mi madre era secretaria comercial en unos grandes almacenes. Yo era su único hijo, por lo que no es que fuéramos pobres, pero tendrían que haberse metido en otra hipoteca para poder hacer frente al pago, cargándose con quince o veinte años más de deudas. Las dos tasas de supervivencia no eran tan distintas y oí cómo la doctora Maitland les advertía de que las cifras no se podían comparar, porque el tratamiento vírico era muy nuevo. Habría estado más que justificado si hubieran aceptado su consejo y se hubieran ceñido al régimen tradicional.
Tal vez mi santidad, provocada por la encefalina, les espoleó un poco. Puede que no hubiesen hecho un sacrificio tan grande si hubiese seguido siendo el mismo niño difícil y taciturno, o incluso si me hubiese sentido claramente aterrorizado en vez de preternaturalmente dispuesto. Nunca llegué a saberlo de veras y, de todos modos, no me haría pensar peor de ellos. Pero sólo porque la molécula no estuviera saturando sus cráneos no era motivo para esperar que fueran inmunes a su influencia.
En el vuelo hacia el norte cogí la mano de mi padre durante todo el trayecto. Siempre habíamos estado algo distanciados, un poco decepcionados el uno con el otro. Yo sabía que él hubiera preferido un hijo más fuerte, más atlético, más extrovertido, mientras que a mí él siempre me había parecido un conformista perezoso, con una visión del mundo construida con tópicos y eslóganes nunca analizados. Pero en ese viaje, sin apenas intercambiar palabra, pude sentir cómo su decepción se transformaba en una especie de amor protector, intenso y desafiante, y me avergoncé de mi propia falta de respeto hacia él. Dejé que la leu-encefalina me convenciera de que, cuando esto hubiera terminado, todo cambiaría a mejor entre nosotros.
Desde la calle el Palacio de la Salud de la Costa Dorada podría haber pasado por un hotel elevado más en la línea de playa, e incluso una vez en el interior no era muy distinto de los hoteles que había visto en la ficción de vídeo. Tenía mi propia habitación, con un televisor más ancho que la cama, ordenador en red y módem de cable incluidos. Si el objetivo era distraerme, funcionó. Tras una semana de pruebas me engancharon un goteo en el derivador ventricular. Primero me inyectaron el virus y tres días más tarde, el fármaco.
El tumor empezó a encogerse casi de inmediato; me enseñaron los escáneres. Mis padres parecían contentos pero desconcertados, como si nunca hubieran confiado en un sitio al que venían promotores inmobiliarios millonarios a hacerse repliegues en el escroto, salvo para despojarles de su dinero y ofrecerles palabras vanas de primera clase mientras yo continuaba empeorando. Pero el tumor siguió encogiéndose y cuando titubeó durante dos días seguidos el oncólogo repitió rápidamente todo el proceso, y entonces las manchas y los zarcillos de la pantalla de la IRM se encogieron y atenuaron aún más rápido que antes.
Ahora tenía todos los motivos del mundo para estar completamente feliz, pero cuando en cambio sufrí una creciente sensación de malestar, asumí que se trataba de la falta de leu-encefalina. Era incluso posible que el tumor hubiera segregado una dosis tan alta de la sustancia que literalmente nada podía hacer que me sintiera mejor: si había sido elevado al pináculo de la felicidad, el único sitio al que podría ir era hacia abajo. Pero en tal caso, cualquier atisbo de oscuridad en mi alegre disposición sólo podía confirmar las buenas noticias de los escáneres.
Una mañana me desperté de una pesadilla, la primera en meses, con visiones del tumor como un parásito con pinzas debatiéndose dentro de mi cráneo. Seguía oyendo el golpe seco del caparazón sobre el hueso, como el golpeteo de un escorpión atrapado en un tarro de mermelada. Estaba aterrorizado, empapado en sudor... liberado. El miedo pronto dio paso a una rabia candente: la cosa me había drogado hasta la sumisión, pero ahora era libre de ponerme a su altura, de soltarle obscenidades dentro de mi cabeza, de exorcizar el demonio con una ira farisaica.
Me sentí algo engañado por la sensación de anticlímax resultante de perseguir a mi némesis en plena huida y cuesta abajo, y no podía ignorar por completo el hecho de que imaginarme que la rabia estaba expulsando al cáncer era una completa inversión de la verdadera causa y efecto: un poco como ver una carretilla elevadora quitándome una roca del pecho, y luego pretender que yo mismo la había movido gracias a una potente aspiración. Pero hice lo que pude por darle sentido a mis tardías emociones, y lo dejé estar.
Seis semanas después de que me ingresaran todos los escáneres estaban limpios, y mi sangre, fluido cerebroespinal y fluido linfático no tenían las proteínas que indicaban la presencia de células metastásicas. Pero seguía existiendo el riesgo de que quedaran unas cuantas células resistentes del tumor, por lo que me pusieron un tratamiento corto e intenso de fármacos completamente distintos que ya no estaban ligados a la infección del herpes. Primero me hicieron una biopsia testicular —con anestesia local, más embarazosa que dolorosa— y un análisis de médula ósea extraída de la cadera, de forma que mi capacidad para producir esperma y el suministro de nuevas células sanguíneas pudieran restaurarse si los fármacos acababan con ellos en su origen. Perdí el pelo y el recubrimiento del estómago, temporalmente, y vomitaba más a menudo y mucho peor que cuando me diagnosticaron la primera vez. Pero cuando empecé a emitir ruidos autocompasivos, una de las enfermeras, inflexible, me explicó que niños a los que doblaba en edad aguantaban el mismo tratamiento durante meses.
Estos fármacos nunca podrían haberme curado por sí solos, pero como operación de limpieza redujeron enormemente la posibilidad de recaída. Descubrí una bonita palabra: apoptosis —suicidio celular, muerte programada—, y me la repetía constantemente. Casi llegué a disfrutar de las náuseas y del cansancio; cuanto más desgraciado me sentía, más fácil me resultaba imaginarme el destino de las células cancerígenas, membranas que reventaban y se consumían como globos a medida que los fármacos les ordenaban que tomaran sus propias vidas. «¡Sufre y muere, basura zombi!» Tal vez escribiera un juego sobre el tema, o incluso toda una serie que culminaría con el espectacular
Quimioterapia III: La batalla por el cerebro.
Me haría rico y famoso, podría devolverles el dinero a mis padres y la vida sería tan perfecta en la realidad como el tumor sólo la había hecho parecer.
Me dieron de alta a principios de diciembre, sin rastro alguno de la enfermedad. Mis padres se mostraban a ratos cautelosos, a ratos exultantes, como si se desprendieran lentamente del miedo a que cualquier optimismo prematuro fuera a ser castigado. Los efectos secundarios de la quimioterapia desaparecieron; el pelo me volvió a crecer, salvo por una pequeña calva en el sitio en que había estado el derivador, y no tenía problemas para asimilar la comida. La vuelta al colegio no tenía ningún sentido a esas alturas, dos semanas antes del final del curso, con lo que las vacaciones de verano empezaron inmediatamente. La clase al completo me mandó un correo electrónico dándome ánimos; orquestado por el profesor, era cursi y poco sincero, pero mis amigos me visitaron en casa, algo avergonzados e intimidados por darme la bienvenida a mi regreso de los confines de la muerte.
Entonces, ¿por qué me sentía tan mal? ¿Por qué la visión del cielo azul y despejado a través de la ventana cuando abría los ojos todas las mañanas, con la libertad de seguir durmiendo tanto como quisiera, con mi madre o mi padre todo el día en casa tratándome como a la realeza, pero manteniéndose a distancia y dejando que me pasara dieciséis horas sentado delante de la pantalla del ordenador sin importunarme, por qué ese primer destello de luz me hacía querer enterrar la cara en la almohada, apretar los dientes y susurrar: «Debería haber muerto, debería haber muerto»?
Nada conseguía agradarme lo más mínimo. Nada, ni mis revistas electrónicas o webs favoritas, ni la música de
njari
que tanto me deleitaba, ni la comida basura más suculenta, dulce o salada, que ahora tenía a mi alcance con sólo pedirla. No era capaz de leer una sola página de ningún libro, no podía escribir diez líneas de código, no podía mirar a mis amigos a la cara, o enfrentarme a la idea de conectarme a la red.
Todo lo que hacía, todo lo que imaginaba, estaba contaminado por una sensación de miedo y vergüenza. La única imagen que podía utilizar como comparación era de un documental sobre Auschwitz que vi en la escuela. Empezaba con un largo plano secuencia, la cámara avanzaba directamente hacia las puertas del campo. Había visto esa escena con el alma en un puño, sabiendo muy bien lo que había ocurrido en el interior. No me engañaba a mí mismo; no creí ni por un momento que hubiera una fuente de maldad innombrable al acecho bajo todas las superficies brillantes a mi alrededor. Pero cuando me despertaba y veía el cielo, sentía el tipo de augurio enfermizo que sólo habría tenido sentido si hubiera estado mirando fijamente las puertas de Auschwitz.
Tal vez tuviese miedo de que el tumor volviera a crecer, pero no tanto miedo. La rápida victoria del virus en el primer asalto tendría que haber pesado más, y por una parte pensaba en mí mismo como alguien afortunado y adecuadamente agradecido. Pero al igual que antes no había podido sentirme desgraciado en la cumbre de la felicidad provocada por la encefalina, ahora era incapaz de regocijarme en la escapada.
Mis padres empezaron a preocuparse y a regañadientes me llevaron a un psicólogo para que me ofreciera su «asistencia postoperatoria». La idea tenía el mismo aire viciado que todo lo demás, pero no me quedaban fuerzas para resistirme. El doctor Bright y yo «exploramos la posibilidad» de que subconscientemente estuviera eligiendo sentirme triste porque había aprendido a asociar la felicidad con el peligro de muerte, y secretamente temía que recreando el principal síntoma del tumor podría acabar resucitándolo. Una parte de mí descartó esta explicación pueril, pero otra parte se aferró a ella con la esperanza de que si confesaba tales ejercicios mentales subterráneos, conseguiría sacar todo el proceso a la luz, donde su imperfecta lógica se volvería insostenible. Pero la tristeza y el disgusto que todo me provocaba —el canto de un pájaro, el dibujo del alicatado del cuarto de baño, el olor de las tostadas, la forma de mis propias manos— sólo aumentaban.
Me preguntaba si los altos niveles de leu-encefalina producidos por el tumor podrían haber hecho que mis neuronas redujeran la población de sus respectivos receptores, o si me había convertido en una persona que toleraba la leu-encefalina del mismo modo que un adicto a la heroína tolera los opiáceos, mediante la producción de una molécula reguladora natural que bloquea los receptores. Cuando le mencioné estas ideas a mi padre, insistió en que las hablara con el doctor Bright, quien fingió un interés especial pero no hizo nada por demostrar que me tomaba en serio. Siguió contándoles a mis padres que todo lo que sentía era una reacción perfectamente normal al trauma por el que había pasado, y que todo lo que en realidad necesitaba era tiempo, paciencia y comprensión.
Me despacharon al instituto a principios del nuevo año, pero cuando me limité a sentarme y fijar la mirada en el pupitre durante una semana, se hicieron los arreglos oportunos para que estudiara por la red. En casa, me las apañé para avanzar lentamente en el programa, en los periodos de embotamiento cuasi zombi que tenían lugar entre los ataques de pura y paralizante tristeza. En esos mismos periodos de relativa claridad, seguía pensando en las posibles causas de mi aflicción. Busqué en la literatura biomédica y encontré un estudio acerca de los efectos de altas dosis de leu-encefalina en gatos, pero parecía demostrar que cualquier tolerancia tendría una duración corta.
Entonces, una tarde de marzo, mirando el micrográfico de electrones de la célula de un tumor infectada con un virus de herpes, cuando se suponía que tenía que haber estado estudiando exploradores muertos, finalmente di con una teoría que tenía sentido. El virus precisaba de proteínas especiales para poder acoplarse a las células que infectaba, permitiéndole pegarse a ellas el tiempo suficiente para poder utilizar otras herramientas y penetrar así en la membrana celular. Pero si había obtenido una copia del gen de la leu-encefalina de las abundantes transcripciones de ARN del propio tumor, podría haber adquirido la habilidad para adherirse no sólo a las células tumorales en división, sino a todas las neuronas de mi cerebro con un receptor de leu-encefalina.
Y luego habría llegado el fármaco citotóxico, activado únicamente en las células infectadas, y habría acabado con todas ellas.
Desprovistos de cualquier estímulo, los canales estimulados normalmente por esas neuronas muertas se estaban marchitando. Las partes de mi cerebro capaces de sentir placer se estaban muriendo. Y aunque en ocasiones todavía podía sentir sencillamente nada, mi ánimo era un equilibrio de fuerzas cambiante. Ahora, sin nada que lo contrarrestara, el más insignificante amago de depresión podía ganar cada tira y afloja sin encontrar resistencia.
No les dije ni una palabra a mis padres; no podía soportar decirles que la batalla que habían luchado para darme la mejor oportunidad de supervivencia podría estar lisiándome. Intenté ponerme en contacto con el oncólogo que me había tratado en la Costa Dorada, pero mis llamadas se toparon con la fosa de hilo musical de la protección automática e ignoraron mi correo electrónico. Conseguí ver a la doctora Ash a solas y escuchó educadamente mi teoría, pero declinó enviarme a un neurólogo cuando mis únicos síntomas eran psicológicos: los análisis de sangre y orina no presentaban ninguno de los marcadores estándar de la depresión clínica.
Las ventanas de claridad se fueron haciendo más pequeñas. Me vi pasando cada día más tiempo en la cama, la mirada perdida en la penumbra vacía de la habitación. Mi desesperación era tan monótona, y estaba tan sumamente desconectada de cualquier cosa real, que hasta cierto punto su propio carácter absurdo la embotaba: ninguna persona querida había sido brutalmente asesinada, con casi toda probabilidad el cáncer había sido vencido y todavía podía ver la diferencia entre lo que sentía y la lógica indiscutible del auténtico sufrimiento, o del auténtico miedo.
Pero no tenía forma de deshacerme del pesimismo y sentir lo que quería sentir. La única libertad que me quedaba se reducía a elegir entre buscar motivos que justificaran mi tristeza, engañándome con que se trataba de mi propia respuesta perfectamente natural a una letanía efectista de desgracias, o rechazarla como algo extraño, impuesto desde fuera, que me aprisionaba dentro de una cáscara emocional tan inútil e insensible como un cuerpo paralizado.