A pesar de los edificios prefabricados, la distribución no daba la sensación de campamento militar; los edificios se concentraban en torno a una plaza central siguiendo algún tipo de simetría que se me escapaba, pero era evidente que no estaban dispuestos en hileras como tiendas del ejército. Al entrar en la plaza pude ver que estaban jugando un partido de baloncesto en una cancha adyacente. Los adolescentes jugaban y los niños más pequeños miraban. Era el único indicio de vida evidente. Me acerqué sintiéndome un poco como una intrusa, aunque se trataba de un espacio público como la calle principal de cualquier ciudad normal. Me puse al lado de los otros espectadores y vi el partido un rato. Ningún niño me dirigió la palabra, pero tampoco tuve la impresión de que me rechazaran abiertamente. Los equipos estaban formados por chicos y chicas, y el juego era intenso pero amistoso. Los chavales eran de ascendencia inglesa, africana y china. Había oído rumores de que algunos poblados estaban «segregados en la práctica» —ni idea de lo que implicaba tal cosa—, pero bien podría haber sido sólo propaganda.
El movimiento de los micropoblados había despertado cierta polémica en sus inicios, pero el estilo de vida no era precisamente radical. En torno a unas cien personas (que de todas formas habrían estado trabajando desde sus casas en pueblos y ciudades) juntaban sus recursos y compraban algo de tierra barata en el campo, compensando la falta de servicios con unos cuantos cachivaches tecnológicos de vanguardia. Los residentes podían ser tanto agentes de bolsa como artistas o músicos; y aunque a la postre cualquier tipo de clasificación siempre resultaba injusta, la mayoría de los poblados se parecían más a santuarios de yupis que a comunas anarquistas.
Yo no podría haber soportado el aislamiento físico —por mucho ancho de banda que tuviera—, pero si la gente era feliz aquí, tanto mejor para ellos. Estaba dispuesta a admitir que en cincuenta años vivir en Queens se consideraría infinitamente más retorcido e inexplicable que vivir en un sitio como Heródoto.
Una niña de unos seis o siete años me dio unos golpecitos en el brazo.
—Hola —dije, dedicándole una sonrisa.
—¿Está recorriendo el sendero de la alegría? —me dijo.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, alguien gritó:
—¡Hola! ¿Qué hay?
Me giré. Era una mujer (calculé que de unos veintitantos años) que se tapaba los ojos para protegerse del sol. Se acercó sonriendo y me tendió la mano.
—Soy Sally Grant.
—Claire Booth.
—Llega un poco pronto para el Acontecimiento. No empieza hasta las 9:30.
—Yo...
—Si quiere comer en mi casa, es bienvenida.
Dudé un segundo.
—Es muy amable.
—¿Diez dólares le parece bien? Es lo que le costaría si abriera la cafetería; sólo que esta noche no ha habido reservas, así que no abriré.
Asentí.
—Bueno, pásese a eso de las siete. Estoy en el número 23.
—Gracias. Muchas gracias.
Me senté en un banco de la plaza, a la sombra del pabellón que tenía enfrente, escuchando los gritos que venían de la cancha de baloncesto. Sabía que tenía que haberle contado a la señora Grant lo que había venido a hacer aquí sin rodeos; haberle enseñado la documentación, haberle hecho las preguntas que me dejara hacerle y haberme marchado. ¿Pero no averiguaría más quedándome para ver el Acontecimiento? ¿De manera informal? Incluso unas cuantas impresiones directas de primera mano del tipo de gente que acudiría de las poblaciones cercanas a un encuentro espontáneo con los habitantes del poblado podría serme útil. Aunque estaba claro que el portador se había ido hace tiempo, seguía siendo una oportunidad de conseguir un perfil aproximado del tipo de persona que estaba buscando.
No sin dificultad, tomé una decisión. No había ninguna razón para no quedarme a la fiesta, ni ninguna necesidad de alterar y poner a la defensiva a los habitantes del poblado contándoles lo que me traía entre manos.
Por dentro la casa de los Grant era más parecida a un apartamento moderno y espacioso que a una caja prefabricada que les habían enviado al quinto pino en el tráiler de un camión. De forma inconsciente me había esperado el desorden típico de una caravana, demasiados artilugios de confort por metro cúbico que no dejarían espacio para respirar, pero había calculado la escala francamente mal.
El marido de Sally, Oliver, era arquitecto. Ella corregía guías de viajes durante el día; lo de la cafetería era una actividad adicional. Eran residentes fundadores, originarios de Raleigh; todavía no había muchos inquilinos nuevos. Heródoto, me explicaron, era autosuficiente en alimentos (vegetarianos) de primera necesidad, pero recibían entregas periódicas de todos los productos de los que depende cualquier ciudad pequeña. Los dos iban de vez en cuando a Greensboro, o salían del estado, pero su rutina laboral era cien por cien teletrabajo.
—¿Y cuando no está de vacaciones, Claire?
—Trabajo en la administración de la universidad de Columbia.
—Tiene que ser fascinante.
Resultó ser una elección excelente; mis anfitriones cambiaron de tema hacia sí mismos inmediatamente.
—¿Qué le hizo decidirse para mudarse aquí? —le pregunté a Sally—. Raleigh no es precisamente la capital del crimen del país.
También me costaba creer que los precios de la vivienda hubiesen sido la causa.
—Criterios espirituales, Claire —respondió sin vacilar.
Entorné los ojos.
Oliver se rió con simpatía.
—¡No se preocupe, no se ha equivocado de sitio al venir aquí! —Se dio la vuelta hacia su mujer—. ¿Has visto su cara? ¡Cualquiera diría que había ido a parar a un enclave de mormones o baptistas!
—Utilizo la palabra en el sentido más amplio, obviamente —explicó Sally disculpándose—: Ser conscientes de que tenemos que resensibilizarnos con respecto a la dimensión moral del mundo que nos rodea.
Esto me dejó igual de descolocada, pero era evidente que ella esperaba una respuesta considerada de mi parte.
—¿Y usted cree —dije tímidamente— que vivir en una pequeña comunidad como esta hace que sus responsabilidades cívicas sean más claras, más evidentes?
—Bueno... sí, supongo que sí. —Ahora Sally estaba confusa—. Pero eso es sólo política, ¿verdad? No tiene nada que ver con la espiritualidad. Quería decir... —Levantó las manos y me lanzó una mirada de complicidad—. Sólo quería decir, ¡la razón por la que usted misma está aquí! ¡Vinimos a Heródoto con la intención de encontrar, para toda la vida, lo que usted ha venido a buscar por unas horas!
Mientras tomaba café con Sally en la sala de estar oí cómo empezaban a llegar los primeros coches. Oliver se había retirado con la excusa de una reunión urgente con un jefe de obra en Tokio. Me dediqué a hablar de Alex y de Laura y conté algunas de mis historias de terror tituladas «Las peores experiencias sobre Nueva York jamás contadas»; algunas de ellas eran ciertas. No era la falta de curiosidad lo que me impedía tantear a Sally sobre el Acontecimiento, simplemente quería evitar que supiera que no tenía ni idea de en qué me había metido. Cuando se excusó un minuto recorrí la habitación con la mirada —sin levantarme de la silla— buscando alguna señal de eso que ella había venido a buscar aquí para toda la vida. Sólo me dio tiempo a fijarme en unas cuantas carátulas de CDs, la media docena que estaba visible en una enorme estantería giratoria. La mayor parte parecían de música y de vídeos modernos de grupos que no conocía. Pero había un título que me resultó familiar:
Los cibersutras
de James Springer.
Cuando los tres cruzamos la plaza y nos dirigimos al salón de actos del poblado —una estructura tipo granero que parecía un contenedor muy grande—, yo ya estaba bastante tensa. Había unas cuarenta personas en la plaza, la mayoría, aunque no todas, eran adolescentes maduros o jóvenes de veintipocos años vestidos con las ropas de falso estilo informal que se podían ver a la puerta de cualquier club nocturno del país. ¿Qué era lo que me temía que iba a pasar? Sólo porque Ben Walker no se lo pudiera contar a su padre y Mike Clayton no se lo pudiera contar a su madre no significaba que hubiera acabado metida en una nueva versión sureña de
Twin Peaks.
Tal vez los chavales, aburridos, se escapaban a hurtadillas a los poblados para meterse alucinógenos en fiestas de baile: mi propia juventud resucitada ante mis ojos, con drogas más seguras y mejores espectáculos de luces.
Según nos acercábamos al salón un pequeño grupo de personas entraba por las puertas automáticas; pude atisbar la silueta de unos cuerpos recortados contra un remolino de luces y el estruendo de la música llegó a mis oídos. Mi ansiedad empezaba a parecer absurda. A Sally y a Oliver les gustaban los alucinógenos, eso era todo... y al parecer los fundadores de Heródoto habían decidido crear un ambiente agradable en el que usarlos. Pagué los 60 dólares de la entrada sonriendo aliviada.
Dentro, las paredes y el techo relucían con intrincados dibujos: fractales multicolores de bordes suavizados que oscilaban con la música, como simulaciones gigantes de fluidos turbulentos codificadas con colores que caían en cascada por unos trastes inmensos a una velocidad de Mach 5. La gente que estaba bailando no proyectaba ninguna sombra; se trataba de pantallas gigantes de gran potencia, no de proyecciones. Una resolución increíble y astronómicamente cara.
Sally me puso en la mano una cápsula de un rosa fluorescente. Harmony o halcyon, tal vez; yo ya no sabía lo que estaba de moda. Intenté darle las gracias y le di alguna excusa del tipo «me la guardo para luego»; pero no oyó ni una palabra, así que nos sonreímos como tontas. La insonorización del recinto era extraordinaria (lo que era una suerte para el resto de la gente que vivía en el poblado); desde fuera nunca hubiese anticipado que me iban a pulverizar el cerebro.
Sally y Oliver se perdieron entre la gente. Decidí quedarme una media hora y luego escabullirme y conducir hasta el motel. Me puse a mirar cómo bailaba la gente, intentando mantener la mente despejada a pesar de los increíbles visuales... aunque no esperaba descubrir mucho más de lo que ya sabía sobre el portador. Seguramente menor de veinticinco. Seguramente sin niños pequeños a su cargo. Sally me había dado todos los detalles que necesitaba para obtener información sobre los Acontecimientos de aquí a Memphis... pasados y futuros. La búsqueda iba a seguir siendo difícil, pero al menos estaba progresando.
De repente se oyó una potente ovación por encima la música y la sala se transformó ante mis ojos. Por momentos me quedé totalmente desorientada e incluso cuando el mundo volvió a ser visualmente coherente, tardé un rato en enterarme de lo que estaba pasando.
Las pantallas mostraban gente bailando en salas idénticas a la sala en la que me encontraba; la animación abstracta sólo seguía proyectándose en el techo. Todas estas salas idénticas tenían a su vez pantallas, que también mostraban salas idénticas llenas de gente bailando... un efecto muy similar a la regresión infinita entre un par de espejos.
Y al principio pensé que las «otras salas» no eran más que meras imágenes en tiempo real del salón de baile de Heródoto. Pero... el dibujo del remolino que daba vueltas en el techo encajaba perfectamente con la animación de los techos de las salas «adyacentes», formando una sola imagen compleja; no había repeticiones, reflejadas o de otro tipo. Y los grupos de gente bailando no eran idénticos... aunque sí lo bastante parecidos como para no estar segura al cien por cien desde lejos. Después de un rato me giré y examiné la pared que tenía más cerca, a unos cuatro o cinco metros. Un joven me saludó con la mano desde «detrás» de la pantalla y le devolví el saludo automáticamente. En realidad no podíamos tener contacto visual de verdad —y daba igual dónde estuvieran colocadas las cámaras, hubiese sido mucho pedir—, pero aun así se podía llegar a creer que sólo nos separaba una pared de cristal muy fina.
El hombre sonrió distraídamente y se alejó.
Tenía la carne de gallina. En principio esto no era nada nuevo, pero en este caso habían llevado la tecnología hasta el límite. La sensación de estar en una sala de fiestas infinita era totalmente creíble; no alcanzaba a ver la sala que estaba más lejos en ninguna de las direcciones (y cuando se les acabaran las de verdad, podrían reciclarlas fácilmente). La lisura de las imágenes, las proporciones erróneas cuando te movías, la falta de paralaje (aún peor cuando intenté mirar las «salas de las esquinas» entre las cuatro principales... lo que debería haber sido posible, pero no lo era) más que desbaratar el efecto lo que hacían era contribuir a que el espacio más allá de las paredes pareciera distorsionado de una manera exótica. De hecho el cerebro intentaba compensar, intentaba ocultar los defectos; y si me hubiese tomado la pastilla que me había pasado Sally no creo que hubiese sido tan tiquismiquis. Sin tomar nada sonreía de oreja a oreja como una niña en una atracción de feria.
Vi a gente bailando de cara a las paredes, formando libremente parejas o grupos a distancia. Estaba hipnotizada; me olvidé de que tenía que marcharme. Pasado un rato me topé con Oliver, quien se balanceaba solo alegremente.
—¿Todos éstos son otros poblados? —le grité al oído.
Asintió y me gritó a su vez:
—¡El este es el este y el oeste el oeste!
Lo que quería decir... ¿que la disposición virtual seguía la geografía real, sólo que eliminando las distancias intermedias? Me acordé de algo que James Springer había dicho en su entrevista del
Terminal Chat Show
: «Tenemos que inventar una nueva cartografía, rehacer el mapa del planeta según su nuevo y flamante estado proteico. Ya no hay separaciones. No hay fronteras».
Sí... y el mundo se había convertido en una macrofíesta gigante. Aunque por lo menos no hacían conexiones en directo con zonas de guerra. En los noventa ya había visto bastante «solidaridad» del tipo nosotros bailamos / vosotros esquiváis balas como para durarme toda la vida.
De pronto caí en la cuenta: si el portador iba de Acontecimiento en Acontecimiento... entonces él o ella estaban «aquí» conmigo en este preciso momento. Mi presa tenía que ser una de las personas que bailaban en esta enorme sala de fiestas imaginaria.
Y eso no me servía de mucho ni representaba ningún tipo de riesgo. Los portadores del fuego plateado no es que se iluminaran como luces fluorescentes en la oscuridad precisamente. Pero en cualquier caso me pareció el momento más extraño de una larga y extraña noche: darme cuenta de que los dos estábamos finalmente «conectados», darme cuenta de que había «encontrado» el objeto de mi búsqueda.