Me quedé hasta el final, y los sábados por la noche eso quería decir hasta las cinco de la mañana. Salí tambaleándome hacia la luz, desanimada, aunque en realidad tampoco sabía qué era lo que me esperaba. ¿Que alguien fuera por ahí repartiendo dosis de fuego plateado con un aerosol? Cuando llegué al aparcamiento me di cuenta de que muchos de los coches habían llegado después de que entrara, y era posible que algunos hubiesen llegado y se hubiesen ido sin que los viera. Tomé nota de las matrículas que me faltaban intentando pasar desapercibida, pero ya casi me daba igual; no había dormido nada en treinta y seis horas.
Al oeste de Plinio el Acontecimiento más próximo era el domingo por la noche, y se celebraba en algún lugar pasando el Mississippi, a medio camino de Arkansas; deduje que el portador lo aprovecharía para tomarse una noche libre.
El lunes por la noche conduje hasta Eudoxo (165 habitantes, fundado en 2002, aproximadamente a una hora de Nashville) dispuesta a pasarme toda la noche en el aparcamiento si hacía falta. O apuntaba todas las matrículas o no merecía la pena que me molestara en ir.
No le había contado a Brecht lo que me traía entre manos. Seguía sin tener ninguna prueba irrefutable y temía parecer una paranoica. Llamé a Alex antes de salir hacia Nashville, pero tampoco le conté gran cosa. Laura no quiso ponerse cuando la llamó y le dijo que estaba al teléfono, pero ya estaba acostumbrada. Ya les estaba echando de menos, más de lo que esperaba. Pero no tenía muy claro cómo me las iba a apañar cuando por fin volviera a casa, con una hija que daba la espalda a la razón y un marido que daba por hecho que cualquier adolescente espabilado era capaz de recapitular cinco mil años de progreso intelectual en seis meses.
Entre las diez y las once llegaron treinta y cinco vehículos —ninguno que hubiese visto antes— y de repente empezaron a llegar cada vez menos. Cogí la agenda y le eché un vistazo a los canales de entretenimiento, contenta con cualquier cosa que fuera colorida y animada; estaba harta de las malas noticias de Ariadna.
Justo antes de la medianoche llegó una caravana Ford de color azul y aparcó en la esquina que tenía enfrente. Se bajaron dos jóvenes, un hombre y una mujer. Parecían animados pero al mismo tiempo precavidos, como si no acabaran de creerse que sus padres no les vigilaban desde las sombras.
Cuando cruzaban por el aparcamiento me di cuenta de que el tipo era el chico rubio que había hablado conmigo en Plinio.
Esperé cinco minutos y fui a comprobar su matrícula; era de Massachussets. No la tenía apuntada del sábado por la noche, así que no me habría enterado de que estaban recorriendo el sendero si uno de ellos no hubiera...
¿No hubiera qué?
Me incorporé y me quedé petrificada detrás de la caravana, intentando calmarme, repasando el incidente mentalmente. Sabía que no le había dado mucho tiempo a tocarme... pero, ¿cuánto habría hecho falta?
Levanté la vista hacia las estrellas indiferentes, intentando saborear la ironía porque sabía mejor que el miedo. Había sido consciente del riesgo en todo momento, y la probabilidad aún estaba claramente de mi parte. Podía ponerme en cuarentena cuando llegara a Nashville por la mañana. Ahora no podía hacer mucho para cambiar la situación...
Pero no pensaba con claridad. Si habían viajado juntos desde Massachussets —o incluso desde Greensboro—, hacía tiempo que se habrían infectado mutuamente. La posibilidad de que los dos compartieran la misma resistencia inusual al virus era insignificante, incluso aunque fueran hermanos.
Los dos no podían ser portadores inconscientes y asintomáticos. Una de dos: o no tenían nada que ver con los brotes...
... o transportaban el virus fuera de sus cuerpos y lo manipulaban con sumo cuidado.
Una pegatina rezaba: ¡SEGURIDAD ÚLTIMO MODELO! Puse la mano en la puertezuela trasera para probar; la caravana no emitió el menor pitido de aviso. Probé a mover con fuerza la manija de la puertezuela; no pasó nada. Si el sistema estaba llamando a la empresa de seguridad en Nashville solicitando una respuesta armada, tenía todo el tiempo que necesitaba. Si estaba intentando llamar a los dueños, le iba a resultar difícil transmitir la señal a través de la estructura de aluminio del salón de actos del poblado.
No se veía un alma. Volví al coche y cogí el juego de herramientas.
Sabía que legalmente no tenía derecho. Existían autoridades de guardia a las que podía recurrir... pero no tenía intención de llamar a Maryland y pasarme media noche enzarzada en los procedimientos correctos. Y sabía que estaba poniendo el caso judicial en peligro, contaminándolo todo con registro y confiscación ilegal.
Me daba igual. No les iba a permitir mandar a nadie más a recorrer el sendero de la alegría, aunque tuviera que quemar completamente la caravana.
Desencajé el cristal tintado de una ventanilla fija del marco de goma. El gemido de la sirena seguía sin sonar. Metí la mano, busqué a tientas y abrí la puerta.
Había pensado que tenía que tratarse de bioquímicos a medio formar, que sabían lo bastante de citología para replicar las técnicas de cultivo de fibroblastos que se habían publicado.
Me equivoqué. Se trataba de estudiantes de medicina y lo que habían medio aprendido no tenía nada que ver.
Su amiga estaba embebida en gel de polímero, metida en lo que parecía un tanque de peces tropicales enorme. Tenía puesto oxígeno, un catéter de uretra y unos cuantos goteos. Pasé el haz de la linterna por las botellas invertidas, comprobando los distintos fármacos y su concentración. Las repasé todas con la esperanza de haberme dejado alguna, pero no fue así.
Bajé el haz de luz hasta llegar al rostro blanco y sin piel de la chica, que miraba a través de las frágiles serpentinas rojas que ascendían por el polímero. Se encontraba en una neblina opiácea tan profunda que la mantenía inmóvil y callada... pero seguía consciente. Su boca era un rictus de dolor petrificado.
Y llevaba así dieciséis días.
Salí de la caravana dando tumbos hacia atrás, el corazón me latía a toda velocidad y se me nublaba la vista. Choqué con el chico rubio; la chica estaba con él, y les acompañaba otra pareja.
Lo encaré y me puse a pegarle puñetazos, gritando incoherencias; no recuerdo lo que dije. Él levantó las manos para protegerse la cara y el resto vino en su ayuda: me inmovilizaron contra la caravana con suavidad, sujetándome sin golpear ni una vez.
Ahora yo lloraba.
—Sssh. No pasa nada —dijo la chica de la caravana—. Nadie va a hacerle daño.
Intenté convencerla.
—¿No lo entiendes? ¡Está sufriendo! ¡Todo este tiempo ha estado sufriendo! ¿Qué crees que hacía? ¿Sonreír?
—Claro que está sonriendo. Es lo que siempre quiso. Nos hizo prometer que si alguna vez cogía el fuego plateado recorrería el sendero.
Apoyé la cabeza contra el frío metal, cerré los ojos e intenté encontrar la manera de hacerles comprender.
Pero no sabía cómo.
Cuando los volví a abrir el chico estaba de pie delante de mí. Tenía el rostro más amable y compasivo que se podía imaginar. No era un torturador o un intolerante, ni siquiera era un idiota. Su único problema era que se había tragado unas cuantas mentiras edulcoradas.
—¿No lo entiende? —me dijo—. Usted sólo es capaz de ver una mujer moribunda que sufre, pero todos tenemos que aprender a ver más allá. Ha llegado la hora de recuperar las aptitudes de nuestros ancestros: la capacidad de ver visiones, demonios y ángeles. La capacidad de ver el espíritu del viento y de la lluvia. La capacidad de recorrer el sendero de la alegría.
En septiembre de 2004, no mucho después de mi duodécimo cumpleaños, entré en un estado de felicidad casi constante. Nunca se me ocurrió preguntar por qué. A pesar de que el colegio seguía incluyendo la cuota habitual de lecciones tediosas, académicamente me iba tan bien que podía perderme en mis fantasías cuando me apetecía. En casa tenía libertad para leer libros y páginas web sobre biología molecular y física de partículas, cuaterniones y evolución galáctica, así como para escribir mis propios juegos de ordenador bizantinos y mis complicadas animaciones abstractas. Y aunque era un niño escuálido y torpe, y cualquier absurdo y elaborado deporte organizado me dejaba comatoso de aburrimiento, a mi manera me sentía bastante a gusto con mi cuerpo. Cada vez que corría, e iba corriendo a todas partes, me sentía bien.
Tenía comida, un techo, seguridad, unos padres que me querían, aliento, estímulos. ¿Por qué no habría de ser feliz? Y aunque no puedo haber olvidado por completo lo opresivas y monótonas que las tareas de clase y la política del patio de recreo podían llegar a ser, o con cuánta facilidad mis habituales arrebatos de entusiasmo descarrilaban al más mínimo problema, cuando las cosas me iban bien de verdad no tenía por costumbre contar los días que quedaban para que todo se echara a perder. La felicidad siempre traía consigo la certeza de que iba a durar, y aunque debía de haber visto este pronóstico optimista refutado miles de veces antes, no era lo bastante mayor y cínico como para sorprenderme cuando finalmente todo indicó que esta vez iba a ser cierto.
Cuando empecé a vomitar con frecuencia, la doctora Ash, nuestra médico de cabecera, me prescribió un tratamiento con antibióticos y una semana sin colegio. No creo que a mis padres les sorprendiera que estas vacaciones imprevistas parecieran alegrarme bastante más de lo que cualquier simple bacteria podía llegar a abatirme, y si el hecho de que ni siquiera me molestara en fingir que sufría les dejaba perplejos, quejarme constantemente de dolor de estómago cuando en realidad vomitaba tres o cuatro veces al día habría sido redundante por mi parte.
Los antibióticos no tuvieron ningún efecto. Empecé a perder el equilibrio, daba traspiés al andar. De vuelta en el consultorio de la doctora Ash, entrecerré los ojos ante la cartilla optométrica. Me envió al neurólogo del hospital de Weastmead, que solicitó una resonancia magnética urgente. Ese mismo día me ingresaron. Mis padres conocieron el diagnóstico desde el primer momento, pero yo tardé tres días en hacerles escupir toda la verdad.
Tenía un tumor, un meduloblastoma que obstruía uno de los ventrículos llenos de fluido de mi cerebro, lo que aumentaba la presión en el cráneo. Los meduloblastomas podían llegar a ser mortales, aunque con cirugía, seguida de un tratamiento agresivo de radiación y quimioterapia, dos de cada tres pacientes diagnosticados en esta fase vivían cinco años más. Me imaginé a mí mismo en un puente de ferrocarril plagado de traviesas podridas, sin ninguna opción salvo seguir adelante, confiando mi peso a cada paso en una tabla sospechosa. Entendía el peligro de lo que se avecinaba con suma claridad... y aun así no sentía ningún pánico, ningún miedo auténtico. Lo más parecido al miedo que pude experimentar fue una sensación de vértigo casi estimulante, como si sólo me estuviera enfrentando a una audaz y angustiosa atracción de feria.
Había una razón para ello.
La presión en el cráneo explicaba la mayoría de los síntomas, pero unos análisis de mi fluido cerebroespinal también habían revelado un alto nivel de una sustancia llamada leu-encefalina: una endorfina, un neuropéptido que se unía a algunos de los mismos receptores que opiáceos como la morfina y la heroína. En alguna parte del camino hacia la malignidad, el mismo factor mutante de transcripción que había activado los genes que permitían la división indiscriminada de las células del tumor, al parecer, también había activado los genes necesarios para producir leu-encefalina.
Se trataba de un accidente fortuito, no de un efecto secundario habitual. Por entonces no sabía mucho de endorfinas, pero mis padres repetían lo que el neurólogo les había dicho, y más tarde yo mismo lo consulté todo. La leu-encefalina no era un analgésico que se segregara en casos de extrema necesidad cuando el dolor amenazaba la supervivencia, y no tenía efectos narcóticos fulminantes para inmovilizar a una criatura mientras se curaban sus heridas. Era más bien la manera fundamental de indicar alegría, liberada cada vez que el comportamiento o las circunstancias garantizaban el placer. Otras incontables actividades cerebrales modulaban ese simple mensaje, creando una paleta de emociones positivas casi ilimitada, y la unión de la leu-encefalina con sus neuronas diana era sólo el primer eslabón de una larga cadena de acontecimientos mediados por otros neurotransmisores. Pero, a pesar de todas estas sutilezas, podía dar fe de un hecho simple e indiscutible: la leu-encefalina me hacía sentir bien.
Mis padres se derrumbaron cuando me dieron la noticia y fui yo quien les consoló, resplandeciendo plácidamente como un beatífico niño mártir sacado de una sensiblera miniserie oncológica. No se trataba de reservas de fuerza ocultas o de madurez. Era físicamente incapaz de sentirme mal por mi destino. Y puesto que los efectos de la leu-encefalina eran tan específicos, podía contemplar sin pestañear la verdad de una forma que no habría sido posible si hubiera estado drogado hasta las cejas con burdos opiáceos farmacéuticos. Me sentía sereno pero emocionalmente indomable y de hecho rebosaba valor.
Me instalaron un derivador ventricular, un tubo delgado insertado en el cráneo para aliviar la presión, y quedó pendiente el procedimiento más invasivo y arriesgado, que consistía en extirpar el tumor principal; dicha operación estaba prevista para finales de la semana. La doctora Maitland, la oncóloga, me explicó al detalle cómo se desarrollaría el tratamiento y me advirtió del riesgo y el malestar al que me iba a enfrentar en los próximos meses. Ahora estaba bien sujeto para el paseo y listo para arrancar.
Sin embargo, una vez pasada la conmoción, mis padres, para nada arrebatados, decidieron que no tenían la intención de cruzarse de brazos y aceptar una simple probabilidad de dos a uno de que llegara a la edad adulta. Llamaron por todo Sydney, y luego más lejos, en busca de segundas opiniones.
Mi madre encontró un hospital privado en la Costa Dorada, la única franquicia australiana de la cadena Palacio de la Salud de Nevada, donde la unidad de oncología ofrecía un nuevo tratamiento para los meduloblastomas. Un virus de herpes genéticamente modificado se introducía en el fluido cerebroespinal infectando sólo a las células tumorales en división, y seguidamente una potente droga citotóxica, activada únicamente por el virus, mataba a las células infectadas. El tratamiento tenía una tasa de supervivencia a cinco años del ochenta por ciento, sin los riesgos de la cirugía. Yo mismo miré el precio en el folleto de la web del hospital. Ofrecían un lote: tres meses de alojamiento y pensión completa, todos los servicios patológicos y radiológicos y todos los fármacos, por sesenta mil dólares.