Luminoso

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
10.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Una plaga genética crea un reducto ecológico artificial en pleno Amazonas donde los visitantes no son bienvenidos. La secuenciación del genoma permite remontarse por las líneas de parentesco hasta hallar al antepasado común de toda la humanidad. Un fallo en las matemáticas abre escalofriantes posibilidades en la física. Si pudieras conocer tus procesos mentales al detalle, ¿crees que encontrarías un único "yo" en el centro de tu mente? ¿Y si una nueva tecnología para proteger al feto amenazase con reducir drásticamente la diversidad humana?

Greg Egan, maestro de la ciencia-ficción dura, plantea estos escenarios y muchos más en esta genial colección de relatos, posiblemente de las mejores que ha dado el género.

"Todos y cada uno de estos relatos son piezas de un virtuosismo absorbente."

Science Fiction Chronicle

"El universo puede ser más extraño de lo que imaginamos, pero le resultará difícil superar a Egan."

New Scientist

"Greg Egan revela maravillas con una capacidad artística que está a la par de su audacia."

The New York Review of Science Fiction

"Una narrativa que expande la mente, y además excelentemente escrita."

The Guardian

Greg Egan

Luminoso

ePUB v1.3

betatron
05/07/2012

Título original:
Luminous

Greg Egan, 1998.

Traducción: Carlos Pavón

Editor original: betatron (v1.0 a v1.2)

Corrección de erratas: Atramentum

ePub base v2.0

Agradecimientos

Gracias a Caroline Oakley, Anthony Cheetham, John Douglas, Peter Robinson, Kate Messenger, Philip Patterson, Tony Gardner, Russ Galen, David Pringle, Lee Montgomerie, Gardner Dozois, Sheila Williams y Bill Congreve.

Mención de derechos

«Transition Dreams» («Sueños de transición») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 76, octubre de 1993.

«Chaff» («Briznas de paja») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 78, diciembre de 1993.

«Cocoon» («Crisálida») fue publicado originalmente en
Asimov's Science
Fiction
, mayo de 1994.

«Our Lady of Chernobyl» («Nuestra Señora de Chernóbil») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 83, mayo de 1994.

«Mitochondrial Eve» («Eva mitocondrial») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 92, febrero de 1995.

«Luminous» («Luminoso») fue publicado originalmente en
Asimov's
Science Fiction
, septiembre de 1995.

«Mister Volition» («Señor Volición») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 100, octubre de 1995.

«Silver Fire» («Fuego plateado») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 102, diciembre de 1995.

«Reasons to Be Cheerful» («Motivos para ser feliz») fue publicado originalmente en
Interzone
n° 118, abril de 1997.

«The Plank Dive» («La Inmersión de Plank») fue publicado originalmente en
Asimov's Science Fiction
, febrero de 1998.

Briznas de paja

El Nido de Ladrones ocupa una región más o menos elíptica situada a ambos lados de la frontera entre Colombia y Perú. El territorio se extiende cincuenta mil kilómetros cuadrados por las tierras bajas al oeste del Amazonas. Resulta difícil precisar dónde termina la selva natural y dónde empiezan a tomar el control las especies creadas por la tecnología de El Nido, pero la biomasa total del sistema debe rondar el billón de toneladas. Un billón de toneladas de materiales estructurales, bombas osmóticas, colectores de energía solar, fábricas químicas celulares y sistemas biológicos de comunicación y computación. Todo bajo el control de sus diseñadores.

La información que podían aportar los mapas y las bases de datos se ha quedado obsoleta. La manipulación de la hidrología y de la química del suelo, así como la modificación del régimen de lluvias y de la tasa de erosión, han permitido que la vegetación transforme el terreno por completo: ha modificado el curso del rio Putumayo, ha anegado los antiguos caminos convirtiéndolos en ciénagas y ha creado nuevos pasos elevados secretos que recorren la selva. Esta geografía biogénica cambia constantemente, de manera que incluso los testimonios de primera mano de los escasos desertores de El Nido dejan de tener vigencia al poco tiempo. Las imágenes de los satélites no sirven para nada; independientemente de la frecuencia que se utilice, la cubierta forestal esconde o falsifica deliberadamente la firma espectral de todo lo que está debajo.

Las toxinas químicas y los exfoliantes tampoco sirven; las plantas y sus bacterias simbióticas pueden analizar la mayoría de los venenos y reprogramar sus metabolismos para hacerlos inofensivos o incluso transformarlos en alimento. Y pueden hacerlo tan rápido que nuestros sistemas expertos en armamento agrícola no dan abasto para inventar nuevas moléculas. Las armas biológicas son seducidas, subvertidas, domesticadas. Tres meses después de introducir un nuevo virus que se suponía letal para las plantas, encontramos la mayoría de sus genes incorporados en un vector benigno empleado en la compleja red de comunicaciones de El Nido. El asesino se había convertido en el chico de los recados. Cualquier intento de quemar la vegetación es rápidamente sofocado con dióxido de carbono y si se emplea un combustible autooxidante, mediante sustancias ignífugas más sofisticadas. Una vez llegamos incluso a verter unas cuantas toneladas de nutrientes mezcladas con potentes radioisótopos, disimulados en compuestos químicamente idénticos a sus homólogos naturales. Seguimos los resultados mediante instrumentos sensibles a los rayos gamma: El Nido separó las moléculas que contenían isótopos —tal vez determinando sus tasas de difusión en las membranas orgánicas— y despues las aislo y las diluyó antes de expulsarlas fuera de su territorio.

Así que cuando me enteré de que un bioquímico de origen peruano llamado Guillermo Largo se había marchado de Bethesda, Maiyland, llevándose consigo algunas herramientas genéticas altamente secretas —el fruto de su propia investigación, pero en todo caso propiedad de sus empleadores— y había desaparecido en El Nido, pensé: «Por fin una excusa para tirar la bomba de todas las bombas». La Compañía había estado abogando por una rehabilitación termonuclear de El Nido durante casi una década. El Consejo de Seguridad habría dado su aprobación. Los gobiernos con autoridad nominal en la zona habrían estado encantados. Cientos de habitantes de El Nido eran sospechosos de violar las leyes de los Estados Unidos, y la presidenta Golino se moría de ganas por tener una oportunidad para demostrar que podía jugar duro al sur de la frontera, por mucho que hablase español en la intimidad de su propio hogar. Tras la operación, podría haber hecho una aparición televisiva en horario de máxima audiencia y haberle dicho a la nación que podía estar orgullosa de la Operación Vuelta a la Naturaleza. Y que los treinta mil granjeros que se habían refugiado en El Nido huyendo de la guerra civil no declarada en Colombia sabrían sin duda apreciar su valor y su resolución al verse liberados para siempre de la opresión de los terroristas marxistas y de los barones de la droga.

Nunca llegué a saber por qué no lo hicieron. Quizá se debió a problemas técnicos para asegurarse de que no iba a haber efectos secundarios río abajo, en el sagrado Amazonas, efectos que pudieran borrar del mapa alguna especie telegénica en peligro de extinción justo antes del final de la presente administración. O tal vez al temor de que algún señor de la guerra de Oriente Medio pudiera de alguna forma interpretarlo como carta blanca para usar sus pequeñas y polvorientas armas de fisión sobre alguna minoría problemática, lo que desestabilizaría la región de manera poco deseable. O puede que fuera el miedo a las sanciones comerciales japonesas, ahora que habían vuelto al poder los ecomercaderes, conocidos por su ferocidad antinuclear

No me enseñaron los resultados de los modelos geopolíticos generados por ordenador. Sólo recibí mis órdenes, codificadas en el parpadeo de los fluorescentes del supermercado del barrio, insertadas entre las actualizaciones de las etiquetas de los precios. Las descifré gracias a la capa neural adicional de mi retina izquierda. Las palabras aparecieron en rojo sangre sobre el macilento fondo de colores alegres del pasillo del súper.

Tenía que entrar en El Nido y rescatar a Guillermo Largo.

Vivo.

Vestido como un agente inmobiliario de la zona —incluyendo el teléfono de pulsera chapado en oro y el peor corte de pelo de trescientos dólares que se pueda imaginar—, hice una visita a la casa abandonada de Largo en Bethesda, un suburbio al norte de Washington, justo en la frontera de Maryland. Era un apartamento moderno y espacioso, amueblado con gusto pero sin ostentación, más o menos lo que cualquier software de marketing que se precie habría intentado venderle de acuerdo con su sueldo menos la pensión alimenticia.

A Largo siempre se le había clasificado como «brillante pero inestable»: si bien era un riesgo potencial para la seguridad, era demasiado talentoso y productivo para desaprovecharlo. Se le había sometido a una vigilancia rutinaria desde que el Departamento de Energía (nombre eufemístico donde los haya) lo contratara, recién salido de Harvard, allá por 2005. Ahora era evidente que la vigilancia había sido demasiado rutinaria... pero también era perfectamente comprensible que treinta años con un expediente intachable hubieran dado pie a cierta relajación. Largo nunca había intentado ocultar sus convicciones políticas; era hasta cierto punto discreto, pero su discreción se debía más al protocolo social que al subterfugio, es decir, que no se ponía camisetas del Che Guevara cuando visitaba Los Álamos. Pero por otra parte nunca había actuado de acuerdo con sus convicciones.

En la pared del salón había un mural pintado con espray. Los tonos eran casi infrarrojos, visibles para la mayoría de los adolescentes molones de Washington, aunque no para sus padres. Se trataba de una copia del tristemente famoso
Teselado del plano con héroes del nuevo orden mundial
, de Lee Hing-Cheung, una imagen digital que se había extendido por la red a principios de siglo. En él podía verse a los líderes políticos de principios de los noventa desnudos y entrelazados entre sí, en una mezcla a medio camino entre Escher y el Kamasutra. Los líderes depositaban zurullos humeantes en sus respectivas cavidades cerebrales abiertas, que por lo demás estaban vacías, en un efecto tomado de la obra del satírico alemán George Grosz. Se mostraba al dictador iraquí admirando su propio reflejo en un espejito: la imagen era una reproducción exacta de la portada de una revista de la época en la que se había retocado el bigote para darle un toque convenientemente hitleriano. El presidente de los Estados Unidos sujetaba (en horizontal pero a punto de darle la vuelta) un reloj de arena que contenía los rehenes demacrados cuya liberación había retrasado para asegurar la victoria electoral de su predecesor. Estaba metido todo el mundo, aunque fuera con calzador. Estaba hasta el primer ministro australiano, representado como una liendre que hacía vanos esfuerzos por abarcar la poderosa polla presidencial con sus diminutas mandíbulas. No me costaba imaginarme a los trogloditas neomacarthistas del Senado sufriendo un ataque de apoplejía al ver un cuadro como éste; siempre y cuando se llevara a cabo algo tan tedioso como una investigación sobre la deserción de Largo. Pero, ¿qué otra cosa podíamos haber hecho? ¿Negarnos a contratarle porque tenía un paño de cocina del
Guernica?

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