Luminoso (33 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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Mi padre nunca me acusó de debilidad e ingratitud, sencillamente se apartó de mi vida en silencio. Mi madre siguió intentando llegar hasta mí, ya fuera para consolarme o para provocarme, pero la cosa llegó a un punto en que apenas podía apretarle la mano en respuesta. No estaba literalmente paralizado o ciego, mudo o idiota. Pero todos los mundos luminosos en los que había vivido alguna vez, físicos y virtuales, reales e imaginarios, intelectuales y emocionales, se habían vuelto invisibles e impenetrables. Enterrados en niebla. Enterrados en mierda. Enterrados en cenizas.

Para cuando me admitieron en un centro neurológico, las zonas muertas de mi cerebro eran claramente visibles en una resonancia magnética. Pero era poco probable que se hubiera podido detener el proceso, aunque el diagnóstico se hubiese hecho antes.

Y estaba claro que nadie podía meterse en mi cráneo y restaurar el mecanismo de la felicidad.

2

El reloj me despertó a las diez, pero me costó otras tres horas reunir la energía suficiente para moverme. Me quité la sábana de encima y me senté en el borde de la cama murmurando vagas obscenidades, intentando superar la ineludible conclusión de que no debería haberme molestado. Cualesquiera que fueran las proezas a las que lograra encaramarme ese día (conseguir no sólo ir de compras, sino comprar algo aparte de una comida congelada) y cualquiera que fuera la enorme suerte que me tocase (que la compañía de seguros me ingresara la pensión antes del plazo del alquiler), me levantaría a la mañana siguiente sintiéndome exactamente igual.

Nada influye, nada cambia.
Cuatro palabras lo decían todo. Pero eso lo había aceptado hacía tiempo; ya no quedaba nada por lo que sentirse decepcionado. Y no tenía ningún motivo para estar aquí sentado lamentándome por milésima vez de lo que era puñeteramente obvio.

¿Verdad?

A la mierda. Limítate a moverte.

Me tragué la medicación «matutina», las seis cápsulas que había colocado encima de la mesilla la noche anterior, luego fui al cuarto de baño y oriné un chorro amarillo intenso que básicamente consistía en los metabolitos de las últimas dosis. Ningún antidepresivo en el mundo podía enviarme al cielo del Prozac, pero esta mierda mantenía mis niveles de dopamina y serotonina lo suficientemente altos como para rescatarme de una catatonía total, de comidas líquidas, cuñas y lavados con esponja.

Me eché agua en la cara, intentando pensar en una excusa para salir del piso cuando la nevera seguía medio llena. Si me quedaba todo el día en casa, sin lavar y sin afeitar, me sentía peor: limoso y letárgico, como una especie de pálida sanguijuela parasitaria. Pero aun así podía aguantar una semana o más hasta que la presión del asco se hacía tan fuerte que me obligaba a moverme.

Me miré en el espejo. La falta de apetito compensaba cómodamente la falta de ejercicio, era tan inmune a la asimilación de carbohidratos como lo era a la euforia del corredor, y podía contarme las costillas por debajo de la piel floja del pecho. Tenía treinta años y parecía un viejo demacrado. Apoyé la frente contra el frío cristal, obedeciendo al vestigio de algún instinto que sugería que de la sensación podría extraerse una pizca de placer. No era así.

En la cocina vi el piloto del teléfono encendido: había un mensaje esperándome. Volví al cuarto de baño y me senté en el suelo; intenté convencerme de que no tenían por qué ser malas noticias. Nadie tenía que haber muerto. Y mis padres no podían separarse dos veces.

Me acerqué al teléfono y activé la pantalla con un gesto de la mano. Había una imagen en miniatura de una mujer de mediana edad de aire severo, nadie a quien reconociera. El nombre del remitente era doctora Z. Durrani, Departamento de Ingeniería Biomédica, Universidad de Ciudad del Cabo. El título del mensaje decía: «Nuevas técnicas de neuroplastia reconstructiva protésica». Eso era un cambio; la mayor parte de la gente hojeaba los informes de mi estado clínico de forma tan descuidada que asumían que era un poco retrasado. Sentí una estimulante ausencia de aversión por la doctora Durrani, lo más cerca que podía llegar del respeto. Pero por mucha diligencia que mostrase, no podía evitar que la propia cura fuera un espejismo.

El acuerdo pactado con el Palacio de la Salud me concedía una pensión vitalicia equivalente al salario mínimo, más la devolución de los gastos médicos aprobados; no disponía de una suma total astronómica para gastar como me viniera en gana. Sin embargo, cualquier tratamiento susceptible de convertirme en una persona económicamente independiente podía pagarse en su totalidad, a discreción de la aseguradora. El valor de una cura como ésa para Global Assurance (el coste total restante de mantenerme hasta la muerte) bajaba constantemente, pero también lo hacían los fondos para investigación médica en todo el mundo. Mi caso había llegado a sus oídos.

La mayoría de los tratamientos que me habían ofrecido hasta entonces habían tenido que ver con fármacos nuevos. Las drogas me habían librado de la asistencia institucional, pero esperar que me convirtieran en un saludable asalariado era como esperar que un ungüento hiciera que los miembros amputados volvieran a crecer. No obstante, desde la perspectiva de Global Assurance aflojar por algo más sofisticado significaba apostar con una cantidad mucho mayor, una idea que sin duda puso al gestor de mi caso frente a la base de datos actuariales. No tenía ningún sentido transigir con gastos imprudentes cuando todavía era muy probable que me suicidara a los cuarenta. Los arreglos baratos siempre merecían la pena, aunque ofrecieran pocas garantías, pero estaba claro que cualquier propuesta tan radical que pudiera funcionar no superaría el análisis de costes y riesgos.

Me arrodillé delante de la pantalla con las manos en la cabeza. Podía borrar el mensaje sin leerlo, ahorrándome la frustración de saber exactamente lo que me estaría perdiendo... pero no saberlo sería igual de malo. Pulsé el botón de PLAY y desvié los ojos; encontrarme con la mirada de alguien, aunque fuera la de un rostro grabado, me daba mucha vergüenza. Entendía el porqué: el circuito neural necesario para registrar mensajes positivos no verbales había desaparecido hace tiempo, pero los canales que avisaban de respuestas como el rechazo y la hostilidad no sólo habían permanecido intactos, sino que estaban tan alterados e hipersensibles que llenaban el vacío con una fuerte señal negativa, fuera cual fuera la realidad.

Escuché lo más atentamente que pude mientras la doctora Durrani explicaba su trabajo con pacientes de infarto. El tratamiento estándar actual consistía en injertos de tejido neural cultivado, pero en vez de eso ella inyectaba una elaborada espuma de polímero en la zona dañada. La espuma liberaba factores de crecimiento que atraían a los axones y las dendritas de las neuronas colindantes, y el polímero en sí estaba diseñado para funcionar como una red de conmutadores electroquímicos. Gracias a unos microprocesadores esparcidos por la espuma, la amorfa red inicial estaba programada para reproducir genéricamente las acciones de las neuronas perdidas, y más tarde era ajustada para alcanzar la compatibilidad con cada receptor.

La doctora Durrani enumeró sus triunfos: vista restaurada, habla restaurada, movimiento, continencia, habilidad musical. Mi propio déficit, medido en neuronas perdidas, o en sinapsis, o en simples centímetros cúbicos, quedaba bastante lejos del rango de todas las simas que había llenado hasta la fecha. Pero eso sólo hacía que el reto fuera mayor.

Esperé casi estoicamente a que llegara la trampa, con seis o siete cifras.

—Si puede hacer frente a los gastos de desplazamiento y al coste de tres semanas de hospital —dijo la voz de la pantalla—, mi beca de investigación cubrirá el tratamiento en sí.

Repetí estas palabras una docena de veces buscando una interpretación menos favorable, una tarea para la que normalmente era bueno. Cuando no encontré ninguna, me forcé a mandarle un correo al ayudante de la doctora Durrani en Ciudad del Cabo, pidiéndole que me aclarara las cosas. No había ninguna malinterpretación. Por el coste de un año de suministro de los fármacos que apenas me mantenían consciente, me estaban ofreciendo la oportunidad de volver a ser alguien para el resto de mi vida.

Organizar un viaje a Sudáfrica estaba completamente fuera de mi alcance, pero una vez que Global Assurance vio la oportunidad que se le presentaba, la maquinaria en los dos continentes se puso en marcha en mi nombre. Yo tenía que limitarme a controlar el ansia de cancelarlo todo. La idea de ser hospitalizado, de volver a estar indefenso, ya era lo bastante perturbadora, pero contemplar el potencial de la propia prótesis neural era como contar los días que faltaban para un Día del Juicio secular. El 7 de marzo de 2033 sería admitido en un mundo infinitamente más grande, más rico, un mundo infinitamente mejor... o quedaría patente que el daño que había sufrido no tenía remedio. Y en cierta forma, incluso la muerte definitiva de la esperanza era una perspectiva mucho menos aterradora que la alternativa; estaba mucho más cerca de donde ya me encontraba, era mucho más fácil de imaginar. La única visión de felicidad que podía permitirme era la de mí mismo de niño, corriendo alegremente, disolviéndome en la luz, lo que era muy tierno y evocador, pero un poco falto en detalles prácticos. Si lo que quería era ser un rayo de sol, podía haberme cortado las venas en cualquier momento. Quería un trabajo, quería una familia, quería amor normal y corriente y ambiciones modestas, porque sabía que ésas eran las cosas que se me habían negado. Pero no podía imaginarme cómo sería conseguirlas finalmente, más de lo que podía imaginarme una vida cotidiana en un espacio de 26 dimensiones.

No dormí nada antes del vuelo que salía de Sydney al amanecer. Una enfermera (de psiquiatría) me acompañó hasta el aeropuerto, pero me ahorraron la vergüenza de tener un acompañante sentado a mi lado todo el camino hasta Ciudad del Cabo. Los momentos que estuve despierto en el vuelo los pasé luchando con la paranoia, resistiendo la tentación de inventar motivos para la tristeza y la ansiedad que corrían por mi cabeza. Nadie en el avión me miraba con desdén. La técnica de Durrani no iba a resultar un engaño. Conseguí aplastar estas fantasías «explicativas»... pero, como de costumbre, me seguía siendo imposible alterar lo que sentía, o tan siquiera trazar una línea divisoria entre la pura infelicidad patológica y la ansiedad perfectamente razonable que cualquiera sentiría antes de someterse a una operación quirúrgica radical en el cerebro.

¿No sería una bendición no tener que luchar constantemente para ver la diferencia? Olvídate de la felicidad. Incluso un futuro lleno de abyecta miseria sería un triunfo, con tal de que supiera que siempre era por un motivo.

Luke de Vries, uno de los alumnos de posdoctorado de Durrani, fue a recogerme al aeropuerto. Por su aspecto tendría unos 25 años, e irradiaba el tipo de seguridad en sí mismo que yo tenía que esforzarme para no interpretar como desprecio. De inmediato me sentí atrapado e indefenso; lo habían preparado todo, era como subirse a una cinta transportadora. Pero sabía que si hubiesen dejado algo en mis manos todo el proceso se habría visto interrumpido.

Llegamos al hospital a las afueras de Ciudad del Cabo después de medianoche. Cruzando el aparcamiento, los sonidos de los insectos eran fuertes, el aire olía indefinidamente extraño, las constelaciones parecían falsificaciones ingeniosas. Al acercarnos a la entrada me desplomé sobre mis propias rodillas.

—¡Eh! —De Vries se paró y me ayudó a levantarme. Estaba temblando de miedo, y también de vergüenza por el espectáculo que estaba dando.

—Esto viola mi Terapia de Evitación.

—¿Terapia de Evitación?

—Evitar los hospitales a toda costa.

De Vries se rió, aunque no tenía forma de saber si se limitaba a reírme la gracia. Reconocer el hecho de provocar una risa auténtica era un placer, y todos esos canales estaban muertos.

—A la última tuvimos que traerla en camilla. Salió por su propio pie casi tan firme como tú.

—¿Tan mal?

—La cadera artificial le estaba dando guerra. No era culpa nuestra.

Subimos los escalones y entramos en un vestíbulo bien iluminado.

A la mañana siguiente, el lunes 6 de marzo, víspera de la operación, conocí a la mayor parte del equipo que realizaría la primera parte puramente mecánica del procedimiento: raspar las cavidades inservibles dejadas por las neuronas muertas, abrir por la fuerza cualquier hueco que se hubiera plegado con unas diminutas bombas y luego rellenar todo el insólito espacio con la espuma de Durrani. Aparte del agujero que ya tenía en el cráneo de la derivación de hacía dieciocho años, probablemente tendrían que hacerme dos más.

Una enfermera me afeitó la cabeza y pegó cinco marcadores de referencia sobre la piel recién expuesta, luego se pasaron toda la tarde haciéndome escáneres. La imagen tridimensional final de todo el espacio muerto de mi cerebro parecía el mapa de un espeleólogo, una secuencia de cavidades conectadas, con sus deslizamientos y sus túneles hundidos.

La misma Durrani se pasó a verme esa noche.

—Mientras sigues bajo los efectos de la anestesia —me explicó—, la espuma se endurecerá y se efectuarán las primeras conexiones con el tejido colindante. Después los microprocesadores le darán instrucciones al polímero para que forme la red que hemos elegido para que sirva de punto de partida.

Tuve que obligarme a hablar; cualquier pregunta que hacía —por muy educadamente elaborada que estuviera, por lúcida o pertinente que fuera— me resultaba tan dolorosa y degradante como si estuviera desnudo delante de ella pidiéndole que me quitara mierda del pelo.

—¿Cómo encontró la red que va a utilizar? ¿Escaneó a un voluntario?

¿Iba a empezar mi nueva vida como un clon de Luke de Vries, heredando sus gustos, sus ambiciones, sus emociones?

—No, no. Existe una base de datos internacional de estructuras neurales sanas; veinte mil cadáveres que murieron con el cerebro intacto. Congelan los cerebros en nitrógeno líquido, los cortan en láminas con un microtorno de punta de diamante y luego tiñen y micrografían con electrones las láminas; algo mucho más preciso que la tomografia.

Me quedé pensando en el número de exabytes que estaba invocando con toda naturalidad; había perdido el contacto con la informática completamente.

—¿Así que va a usar una especie de combinación de la base de datos? ¿Me dará una selección de estructuras típicas sacadas de gente distinta?

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