Luminoso (36 page)

Read Luminoso Online

Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
9.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando todo esto cambió, me sacudió fuerte, incluso en el estado de relativa decrepitud sexual en el que me encontraba. Comparada con los sueños eróticos lacerantes, la masturbación era inconcebiblemente genial, y no me veía muy dispuesto a intervenir en los controles para bajarla un poco. Pero no tenía que haberme preocupado de que me quitara el interés por lo auténtico; de continuo me sorprendía mirando abiertamente a la gente en la calle, en las tiendas y en los trenes, hasta que gracias a una mezcla de voluntad, puro miedo y ajuste protésico, conseguí quitarme la costumbre.

La red me había convertido en bisexual, y aunque no tardé en reducir mi nivel de deseo considerablemente con respecto a los contribuyentes más lascivos de la base de datos, cuando se trató de decidir si iba a ser gay o hetero, todo eran dudas. La red no era una especie de media de la población; si lo hubiera sido, la esperanza original de Durrani de que los restos de mi propia arquitectura neural pudieran imponerse se habría venido abajo siempre que el voto fuera en su contra. De modo que no era un diez o un quince por ciento gay; las dos posibilidades estaban presentes con la misma fuerza, y la idea de eliminar una de ellas me parecía tan alarmante, tan reprochable, como si hubiera vivido con ambas durante décadas.

Pero, ¿era la prótesis defendiéndose a sí misma, o era parcialmente mi respuesta? No tenía ni idea. Incluso antes del virus había sido un niño de doce años completamente asexual; siempre había asumido que era heterosexual, y realmente algunas chicas me resultaban atractivas, pero no había habido miradas bajo la luz de la luna ni toqueteos furtivos que confirmaran esa opinión puramente estética. Me informé sobre las últimas investigaciones, pero todas las teorías genéticas que recordaba de varios titulares habían sido desacreditadas desde entonces, por lo que aunque mi sexualidad hubiese estado determinada desde el nacimiento, no existía ningún análisis de sangre que pudiera decirme en lo que se habría convertido. Incluso llegué a buscar los escáneres de resonancia magnética que me había hecho antes del tratamiento, pero carecían de la resolución suficiente para proporcionarme una respuesta neuroanatómica directa.

No quería ser bisexual. Era demasiado mayor para andar por ahí experimentando como un adolescente; quería certeza, quería unas bases sólidas. Quería ser monógamo, y aunque la monogamia casi nunca fuera fácil para nadie, eso no era motivo para ponerme obstáculos innecesarios. ¿A quién debía sacrificar entonces? Sabía cuál era la opción que simplificaría las cosas... pero si todo se reducía a cuáles de los cuatro mil donantes podían llevarme por el camino más fácil, ¿de quién sería la vida que estaría viviendo?

Puede que todo fuera igual. Tenía treinta años, era virgen y tenía un historial de enfermedad mental, sin dinero, sin perspectivas, sin dotes sociales, y siempre podía aumentar el nivel de satisfacción de mi única opción actual, y dejar que todo lo demás se esfumase como una fantasía. No me estaba engañando, no le hacía daño a nadie. Estaba en mi mano no desear otra cosa.

Me había fijado en la librería muchas veces antes, escondida en una calle tranquila de Leichhardt. Pero un domingo de junio, cuando pasaba por delante corriendo y vi un ejemplar de
El hombre sin atributos
de Robert Musil en el escaparate, tuve que parar y reírme.

Estaba empapado en sudor por la humedad invernal, por lo que no entré para comprar el libro. Pero eché un vistazo dentro a través del cristal y cerca del mostrador vi un cartel de OFERTA DE TRABAJO.

Buscar un empleo no cualificado me había parecido inútil, la tasa de paro general era del quince por ciento, tres veces mayor en el caso de los jóvenes, por lo que asumí que siempre habría mil candidatos para cada puesto: más jóvenes, más baratos, más fuertes y con certificado de cordura. Había retomado mis estudios por la red, y no es que no estuviera avanzando, pero iba al mismo paso que a todas partes, lento. Todos los campos del conocimiento que me habían cautivado de niño se habían multiplicado por cien, y aunque la prótesis me otorgaba energía y entusiasmo ilimitados, seguía habiendo demasiado campo como para abarcarlo en una vida. Sabía que tendría que sacrificar el noventa por ciento de mis intereses si finalmente decidía elegir una carrera, pero todavía no había sido capaz de blandir el cuchillo.

El lunes volví a la librería caminando desde la estación de Petersham. Había ajustado mi confianza para la ocasión, pero aumentó de forma espontánea cuando oí que no había habido ningún candidato. El propietario tenía sesenta y tantos años y empezaba a tener problemas de espalda. Quería a alguien para que moviera las cajas de un lado para otro y se encargara del mostrador cuando él estuviera ocupado en otra cosa. Le conté la verdad: que había sufrido una lesión neurológica por una enfermedad infantil y que me había recuperado hacía muy poco.

Me contrató al momento para un mes de prueba. El salario inicial era exactamente lo mismo que me pagaba Global Assurance, pero si me contrataba de forma permanente cobraría un poco más.

El trabajo no era duro y al dueño no le importaba que leyera en la habitación de dentro cuando no tenía nada que hacer. En cierta forma estaba en el cielo —diez mil libros y sin cuota de acceso—, pero a veces sentía que volvía el pavor de la disolución. Leía ávidamente y, en cierta medida, podía emitir juicios claros: podía distinguir a los autores torpes de los expertos, a los honestos de los farsantes, a los vulgares de los inspirados. Pero la prótesis seguía queriendo que disfrutara de todo, que lo aceptara todo, que me dispersara por las polvorientas estanterías hasta no ser nadie en absoluto, un fantasma en la Biblioteca de Babel.

Entró en la librería dos minutos después de la hora de apertura, el primer día de la primavera. Observándola mientras hojeaba los libros, intenté ver más allá de las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. Durante semanas me había pasado cinco horas al día en el mostrador, y con tanto contacto humano había estado esperando... algo. No amor salvaje a primera vista, sólo el más leve atisbo de interés mutuo, la prueba más ínfima de que realmente podía desear a un ser humano por encima de los demás.

No había ocurrido nada. Algunos clientes flirtearon un poco, pero pude ver que no era nada especial, únicamente su propia forma de cortesía, y yo no sentí nada que no hubiese sentido si hubieran sido excepcional pero formalmente amables. Y aunque podía estar de acuerdo con cualquiera sobre quién era convencionalmente atractivo, quién era animado y quién misterioso, ingenioso o encantador, quién rebosaba juventud y quién irradiaba sofisticación... sencillamente no me importaba. Los cuatro mil habían querido a personas muy distintas y la envoltura que se extendía entre sus remotas características abarcaba a la especie entera. Eso no iba a cambiar nunca, mientras yo mismo no hiciera algo por romper la simetría.

En la última semana había bajado todos los sistemas pertinentes de la prótesis hasta el tres o el cuatro. La gente había pasado a ser casi tan atractiva como trozos de madera. En ese momento, a solas en la tienda con esa extraña elegida al azar, subí los controles lentamente. Tuve que luchar contra la retroalimentación positiva; cuanto más altos estaban los controles, más quería subirlos yo, pero había fijado límites previamente, y me ajusté a ellos.

Para cuando ella eligió un par de libros y se acercó al mostrador, yo me sentía por una parte insolentemente triunfante, y por la otra mareado de vergüenza. Por fin le había cogido la medida a la red; lo que sentía al ver a esta mujer sonaba sincero. Y si todo lo que había hecho para conseguirlo era calculado, artificial, extraño y detestable... no me quedaba más remedio.

Le sonreí cuando compró los libros y ella me devolvió la sonrisa afectuosamente. No llevaba anillo de matrimonio o de compromiso, pero me había prometido a mí mismo que no iba a intentar nada, pasara lo que pasara. Éste era sólo el primer paso: fijarse en alguien, hacer que destacara entre la multitud. Podía invitar a salir a la décima, a la centésima mujer que tuviera un aire parecido al suyo.

—¿Te gustaría tomar un café alguna vez? —le dije.

Pareció sorprendida, pero no ofendida. Indecisa, pero al menos algo complacida por la pregunta. Y yo, que creía que estaba preparado para que ese desliz no llevara a ninguna parte, en ese momento, mientras la veía tomando una decisión, sentí cómo desde las ruinas de mí mismo surgía un dardo de dolor atravesándome el pecho. Si algo de eso se hubiese reflejado en mi cara, probablemente me habría llevado corriendo al veterinario más cercano para que me sacrificaran.

—Estaría bien —me dijo—. Me llamo Julia, por cierto.

—Mark. —Nos dimos la mano.

—¿A qué horas sales del trabajo?

—¿Esta noche? A las nueve en punto.

—Ah.

—¿Qué tal si quedamos para comer? —le dije—. ¿A qué hora comes?

—A la una. —Se lo pensó un poco—. ¿Conoces ese sitio justo bajando la calle... al lado de la ferretería?

—Eso sería genial.

Julia sonrió.

—Entonces nos vemos allí. A eso de la una y diez. ¿Vale?

Asentí. Ella dio media vuelta y salió. Yo me quedé mirándola, aturdido, aterrorizado, eufórico. Pensé: «Esto es fácil. Cualquiera puede hacerlo. Es como respirar».

Empecé a transpirar. Era un quinceañero emocionalmente retrasado, y ella lo descubriría en sólo cinco minutos. O peor aún, descubriría a los cuatro mil hombres maduros que me ofrecían consejo dentro de mi cabeza.

Me metí en el servicio a vomitar.

Julia me contó que llevaba una tienda de ropa a sólo unas manzanas.

—Eres nuevo en la librería, ¿no?

—Sí.

—¿Y qué hacías antes?

—Estuve sin empleo. Durante mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—Desde que era un estudiante.

Hizo una mueca.

—Es un crimen, ¿verdad? Bueno, yo aporto mi granito. Comparto mi trabajo, media jornada sólo.

—¿En serio? ¿Y qué te parece?

—Es fantástico. Quiero decir, tengo suerte, el puesto está tan bien pagado que puedo apañármelas con la mitad del sueldo. —Sonrió—. La mayoría de la gente supone que tengo una familia. Como si ésa fuera la única razón posible.

—¿Sólo quieres tener tiempo?

—Sí. El tiempo es importante. Odio que me metan prisa.

Volvimos a comer juntos dos días después, y luego dos veces más a la semana siguiente. Me hablaba de la tienda, de un viaje que había hecho a Sudamérica, de una hermana que se estaba recuperando de un cáncer de pecho. Estuve a punto de mencionar mi propio tumor vencido hace tiempo, pero aparte del miedo de adonde me podía llevar, hubiera sonado demasiado como una petición de compasión. En casa, me sentaba pegado al teléfono, no esperando una llamada, sino viendo las noticias para asegurarme de que tendría algo de qué hablar aparte de mí mismo. «¿Quién es tu cantante/escritor/artista/actor favorito? No tengo ni idea».

Mi cabeza se llenaba con visiones de Julia. Quería saber lo que estaba haciendo cada segundo del día; quería que fuera feliz, quería que estuviera segura. ¿Por qué? Porque la había elegido. Pero... ¿por qué había sentido la necesidad de elegir a alguien? Porque al final, lo que la mayoría de los donantes debía de tener en común era el hecho de que habían deseado y se habían preocupado de una persona por encima de las demás. ¿Por qué? Eso era culpa de la evolución. Uno no podía ayudar y proteger a todas las personas que se encontraba a su paso, como tampoco podía follárselas, y obviamente una combinación juiciosa de ambas cosas había demostrado ser efectiva a la hora de transmitir los genes. De modo que mis emociones tenían la misma ascendencia que las de todo el mundo. ¿Qué más podía pedir?

Pero, ¿cómo podía fingir que sentía algo verdadero por Julia, cuando podía mover unos cuantos botones en mi cabeza, en cualquier momento, y hacer desaparecer esos sentimientos? Incluso si lo que sentía era lo bastante fuerte como para evitar querer tocar el dial...

Algunos días pensaba: «Tiene que ser así para todo el mundo. La gente toma una decisión, medio determinada por la suerte, para llegar a conocer a alguien; todo empieza desde ahí». Algunas noches me quedaba sentado durante horas, preguntándome si no me estaba convirtiendo en un esclavo patético, o en un obseso peligroso. ¿Podría algo de lo que descubriera sobre Julia apartarme de ella, ahora que la había elegido? ¿O incluso despertar la más ínfima desaprobación? Y si y cuando decidiera romper, ¿cómo me lo tomaría?

Salimos a cenar y luego compartimos un taxi de vuelta a casa. Le di un beso de buenas noches en su portal. De vuelta en mi piso, hojeé manuales de sexo en la red, preguntándome como podía esperar ocultar mi absoluta falta de experiencia. Todo me parecía anatómicamente imposible; necesitaría seis años de entrenamiento gimnástico sólo para lograr la postura del misionero. Me había negado a masturbarme desde que la conocí; fantasear con ella, imaginármela sin su consentimiento, me parecía terrible, imperdonable. Después de claudicar, me quedé despierto hasta el amanecer intentando comprender la trampa que yo mismo me había cavado, e intentando entender por qué no quería ser libre.

Julia se agachó y me besó, dulcemente.

—Eso ha sido una buena idea. —Se quitó de encima de mí y se dejó caer en la cama.

Me había pasado los últimos diez minutos manipulando el control azul, intentando evitar correrme sin perder la erección. Había oído hablar de juegos de ordenador que consistían en lo mismo. En ese momento aumenté el añil para conseguir una mayor intimidad, y cuando levanté la vista y la miré a los ojos, supe que podía ver el efecto en mí. Me acarició la mejilla con la mano.

—Eres un hombre dulce. ¿Lo sabías?

—Tengo que contarte algo.

«¿Dulce? Soy un muñeco, soy un robot, soy un monstruo.»

—¿Qué?

No podía hablar. Ella parecía divertida, y me besó.

—Sé que eres gay. Está bien. No me importa.

—No soy gay. —«¿Ya no?»—. Aunque podría haberlo sido.

Julia se encogió de hombros.

—Gay, bisexual... No me importa. De veras.

Ya no tendría que seguir manipulando mis respuestas; la prótesis estaba siendo moldeada por todo esto, y en unas semanas sería capaz de dejarla a su aire. Entonces sentiría tan naturalmente como cualquiera todas las cosas que ahora tenía que elegir.

—Cuando tenía doce años tuve cáncer —dije.

Le conté todo. Miraba su cara y veía miedo, luego duda en aumento.

Other books

The Death of WCW by R.D. Reynolds, Bryan Alvarez
I Love a Broad Margin to My Life by Maxine Hong Kingston
Wild Ride by Matt Christopher, Stephanie Peters
A Smaller Hell by A. J. Reid
Angels' Blood by Nalini Singh
The Islamic Antichrist by Joel Richardson
A Haunted Romance by Sindra van Yssel