—Cugel hizo caer la banqueta para tirarme al suelo —se lamentó Fabeln—. ¿Por qué esto no es castigado?
—Fue una casualidad —dijo Cugel—. En mi opinión, el irascible Fabeln tendría que ser incomunicado durante al menos dos, o mejor tres semanas.
Fabeln se puso a espumear, pero la chillona voz detrás de la puerta intimó a un silencio imparcial para todos.
Les fue traída la comida, una groseras gachas de un olor ofensivo. Tras la comida los tres fueron obligados a arrastrarse a una madriguera más estrecha todavía, en un nivel algo inferior, donde fueron encadenados a la pared. Cugel se sumió en un intranquilo sueño, para ser despertado por una llamada a Fabeln a través de la puerta:
—El mensaje ha sido entregado…, y leído con gran atención.
—¡Buenas noticias! —llegó la voz de Fabeln—. ¡Mañana caminaré por el bosque como un hombre libre!
—Silencio —croó Zaraides desde la oscuridad—. ¿Debo escribir diariamente pergaminos en beneficio de todo el mundo excepto yo mismo, sólo para sea despertado por la noche por tus obscenas alegrías?
—¡Ja, ja! —cloqueó Fabeln—. ¡Oíd la voz del mago inútil!
—¡Ay de mis libros perdidos! —gimió Zaraides—. ¡Si los tuviera aquí, cantarías con un tono muy diferente!
—¿Por qué parte pueden estar ocultos? —inquirió Cugel cautelosamente.
—Eso deberías preguntárselo a esos asquerosos múridos; me pillaron por sorpresa.
Fabeln alzó quejoso la cabeza.
—¿Pensáis intercambiar reminiscencias durante todo el resto de la noche? Quiero dormir.
Zaraides, enfurecido, empezó a insultar a Fabeln con tanta violencia que los seres—rata se apresuraron a entrar en la madriguera y se lo llevaron a rastras, dejando a Cugel y Fabeln solos.
Por la mañana, Fabeln comió sus gachas con gran rapidez.
—Ahora —llamó ante la rejilla—, soltadme este collar para que pueda salir a recibir a mi segundo punto, puesto que Cugel fue el primero.
—Bah —murmuró Cugel— Desgraciado.
Los seres—rata, sin prestar atención a las protestas de Fabeln, apretaron el collar aún más ajustadamente en torno a su cuello, soltaron la cadena y se lo llevaron a gatas, y Cugel quedó solo.
Intentó sentarse erguido, pero el húmedo dogal presionaba contra su cuello, y se dejó caer hacia atrás, apoyado en los codos.
—¡Malditas criaturas—rata! ¡Tengo que eludirlas de alguna manera! Al contrario que Fabeln, no tengo ninguna casa de donde traer sustitutos a mi persona, y la eficacia de los pergaminos de Zaraides es discutible… De todos modos, es concebible que otros pasen por los alrededores, como Fabeln y yo mismo. —Se volvió hacia la puerta, tras la cual se sentaba el atento vigilante—. A fin de reclutar los dos puntos que necesito, exijo permanecer fuera de la cueva.
—Esto está permitido —anunció el vigilante—. La supervisión, sin embargo, será rígida.
—La supervisión es comprensible —admitió Cugel—. Requiero sin embargo que la cadena y el collar sean retirados de mi cuello. Con una constricción tan evidente, incluso la persona más crédula se alejará.
—Hay una cierta razón en lo que dices —admitió el vigilante—. ¿Pero qué quedará entonces para impedirte que escapes?
Cugel se echó a reír de una forma un tanto elaborada.
—¿Tengo el aspecto de alguien que traiciona una confianza? Además, ¿por qué debería hacerlo, si puedo anotar punto tras punto en mi cuenta?
—Deberemos tomar algunas precauciones. —Un momento más tarde, un cierto número de seres—rata entraron en la madriguera. El collar fue retirado del cuello de Cugel, su pierna derecha fue inmovilizada y atravesaron su tobillo con una aguja de plata, a la cual, entre gritos de dolor, fue asegurada una cadena.
—Ahora la cadena no es visible —afirmó uno de sus captores—. Puedes permanecer de pie delante de la cueva y atraer a los que pasen de la mejor manera que puedas.
Aún gruñendo de dolor, Cugel se arrastró fuera de la madriguera y a la boca de la cueva, donde estaba sentado Fabeln, con su cadena en torno al cuello, aguardando la llegada de su hija.
—¿Adónde vas? —preguntó suspicazmente.
—Voy a pasear fuera de la cueva, para atraer a los que pasen y hacerlos entrar en ella.
Fabeln lanzó un sordo gruñido y miró entre los árboles.
Cugel se situó de pie delante de la boca de la caverna. Miró en todas direcciones, luego lanzó una melodiosa llamada:
—¿Hay alguien por aquí cerca?
No recibió respuesta, y empezó a caminar nerviosamente de un lado para otro, con la cadena resonando contra el suelo tras él.
Hubo un movimiento entre los árboles: el aleteo de unas ropas amarillas y verdes, y allí estaba la hija de Fabeln, llevando un cesto y un hacha. Se detuvo al ver a Cugel, luego se acercó, vacilante.
—Busco a Fabeln, que me ha pedido algunas cosas.
—Yo las tomaré —dijo Cugel, tendiendo la mano hacia el hacha, pero los seres—rata estaban atentos y tiraron rápidamente de él hacia la cueva.
—Debe dejar el hacha en aquella roca de ahí lejos —le susurraron al oído de Cugel—. Ve e infórmala.
Cugel cojeó hacia delante una vez más. La muchacha le miraba desconcertada.
—¿Por qué has cojeado hacia atrás de esa forma? —quiso saber.
—Te lo diré —murmuró Cugel—, y es algo curioso de saber, pero primero tienes que colocar tu cesto y tu hacha en aquella roca de allá, donde el verdadero Fabeln lo recogerá dentro de un momento.
Desde el interior de la cueva llegó un murmullo de furiosa protesta, rápidamente ahogado.
—¿Qué fue ese sonido? —inquirió la muchacha.
—Deja el hacha donde te digo, y te lo contaré todo.
La muchacha, desconcertada, llevó hacha y cesto al lugar señalado, luego regresó.
—Ahora, ¿dónde está Fabeln?
—Fabeln está muerto —dijo Cugel—. Su cuerpo se halla ahora poseído por un espíritu maligno; así que no le hagas ningún caso bajo ningún concepto; ésta es mi advertencia.
Ante aquello Fabeln lanzó un terrible gruñido y gritó desde la cueva:
—¡Miente, miente! ¡Ven aquí, dentro de la cueva!
Cugel adelantó una mano, reteniéndola.
—No lo hagas. ¡Ve con cuidado!
La muchacha miró sorprendida y temerosa hacia la cueva, por donde apareció Fabeln, haciendo los gestos más perentorios. La muchacha retrocedió.
—¡Ven, ven! —exclamó Fabeln—. ¡Entra en la cueva!
La muchacha negó con la cabeza, y Fabeln, poseído por la furia, intentó arrancar la cadena que lo sujetaba. Los seres—rata tiraron rápidamente de él hacia las sombras, donde Fabeln luchó tan vigorosamente que los seres—rata se vieron obligados a matarlo y a arrastrar su cuerpo de vuelta a la madriguera.
Cugel escuchó atentamente, luego se volvió hacia la muchacha y asintió con la cabeza.
—Ahora ya todo está bien. Fabeln dejó algunas cosas de valor a mi cargo; si entras en la cueva, te las entregaré.
La muchacha agitó la cabeza, desconcertada.
—¡Fabeln no poseía nada de valor!
—Pero vale la pena pese a todo inspeccionar los objetos. —Cugel hizo cortésmente una seña hacia la cueva. Ella avanzó, miró dentro, e instantáneamente los seres—rata la atraparon y la arrastraron al interior de la madriguera.
—Éste es el punto uno en mi cuenta —dijo Cugel ¡No olvidéis registrarlo!
—El punto ha sido debidamente anotado —llegó una voz desde dentro—. Uno más, y serás libre.
El resto del día Cugel caminó arriba y abajo delante de la cueva, mirando a todos lados por entre los árboles, pero sin ver a nadie. A la caída de la noche fue arrastrado de nuevo dentro de la cueva y bajado a la madriguera del nivel inferior donde había pasado la otra noche. Ahora estaba ocupada por la hija de Fabeln. Desnuda, llena de arañazos, con ojos vacíos, le miró fijamente. Cugel intentó iniciar una conversación, pero ella parecía incapaz de hablar.
Fueron servidas las gachas de la noche. Mientras comía, Cugel observó subrepticiamente a la muchacha. No dejaba de ser hermosa, incluso sucia y arañada. Cugel se arrastró cerca de ella, pero el olor de los seres—rata era tan fuerte que sintió que su deseo desaparecía y volvió a su sitio.
Durante la noche se escuchó un furtivo ruido en la madriguera: un sonido raspante, como de algo arañando contra algo. Cugel, parpadeando soñoliento, se apoyó sobre un codo, para ver una sección del suelo alzarse subrepticiamente, dejando escapar un hilo de humosa luz amarilla que fue a incidir sobre la muchacha. Cugel lanzó un grito; un número de seres—rata llevando tridentes entraron en la madriguera; pero era demasiado tarde: la muchacha había sido arrebatada.
Los seres—rata se mostraron intensamente furiosos. Alzaron la piedra, gritaron maldiciones e invectivas hacia el hueco. Otros dejaron caer desperdicios en el agujero, junto con vituperios. Uno de ellos explicó agraviado la situación a Cugel.
—Hay otros que viven debajo; siempre que pueden nos engañan. Algún día nos vengaremos de ellos; ¡nuestra paciencia no es inagotable! Esta noche dormirás en otro lado, para evitar que hayan otra incursión. —Soltó la cadena de Cugel, pero en aquel momento fue llamado por aquellos que estaban cementando el agujero en el suelo.
Cugel se dirigió rápidamente a la entrada y, cuando la atención de todos estaba distraída, se deslizó fuera al pasadizo. Sujetando la cadena con una mano, se arrastró en dirección a donde suponía se hallaba la superficie, pero al encontrar un cruce de pasadizos se sintió desorientado. El túnel se inclinaba hacia abajo y, haciéndose más angosto, empezó a constreñir sus hombros; luego su altura disminuyó, apretando contra él desde arriba, de modo que se vio obligado a seguir arrastrándose, empujando con los codos.
Su ausencia fue descubierta: de atrás llegaron chillidos de rabia, mientras los seres—rata echaban a correr en todas direcciones.
El pasadizo daba un brusco giro, en un ángulo que Cugel encontró imposible doblar su cuerpo. Retorciéndose y tirando, consiguió adoptar una nueva postura, y entonces se encontró con que no podía moverse. Inspiró profundamente y, tirando hacia adelante y hacia arriba, consiguió pasar a un pasadizo más amplio. En un nicho encontró una bola de fuego, y se la llevó con él.
Los seres—rata se estaban acercando, chillando maldiciones. Cugel se metió en un pasadizo lateral que se abría a una especie de almacén. Los primeros objetos que encontraron sus ojos fueron su espada y su bolsa.
Los seres—rata se precipitaron en la estancia con tridentes. Cugel golpeó y pinchó y tajó y los envió chillando de vuelta al corredor. Allá se agruparon, yendo de un lado para otro, lanzando chillantes amenazas a Cugel. Ocasionalmente alguno se lanzaba hacia delante mostrando los dientes y esgrimiendo su tridente, pero cuando Cugel mató a dos de ellos retrocedieron para conferenciar en tonos bajos.
Cugel aprovechó la ocasión para apilar algunas pesadas cajas contra la entrada, concediéndose así un momento de respiro.
Los seres—rata se lanzaron de nuevo hacia delante, pateando y empujando con los hombros. Cugel metió su hoja por una abertura entre las cajas, oyendo con satisfacción un grito de intenso dolor.
Alguien dijo:
—¡Cugel, sal de ahí! Somos gente comprensiva y no maliciosa. Tienes un punto en tu cuenta, y sin duda dentro de poco conseguirás otro y así quedarás libre. ¿Por qué causas todos estos problemas? No hay ninguna razón por la cual, en una relación esencialmente molesta, no debamos adoptar una actitud de camaradería. Sal, pues, y te proporcionaremos carne para tus gachas de esta noche.
—En estos momentos estoy demasiado alterado para pensar claramente —dijo con educación Cugel—. ¿He oído decir que estabais dispuestos a dejarme libre sin más condiciones ni problemas?
Hubo una conversación susurrada en el corredor, luego llegó la respuesta:
—En efecto, hubo una afirmación al respecto. En consecuencia quedas declarado libre para ir y venir por donde quieras. ¡Despeja la entrada, arroja la espada y sal!
—¿Qué garantías podéis ofrecerme? —preguntó Cugel, escuchando atentamente el bloqueado acceso.
Hubo una serie de charloteantes suspiros, luego la respuesta:
—No es necesario ninguna garantía. Nos retiramos. Sal, y sigue el corredor hasta tu libertad.
Cugel no respondió. Sujetando ante él la bola de fuego, se volvió para inspeccionar el almacén, que contenía una gran variedad de artículos y ropas, armas y herramientas. En uno de los arcones que había empujado contra la entrada observó un grupo de libros encuadernados en cuero. En la cubierta del primero estaba impreso:
ZARAIDES EL MAGO
Su libro de trabajo: ¡Cuidado!
Los seres—rata llamaron una vez más, ahora con voz suave:
—Cugel, querido Cugel, ¿por qué no sales?
—Me quedo unos momentos; quiero recuperar mis fuerzas —dijo Cugel. Tomó el volumen, giró las páginas, encontró el índice.
—¡Sal, Cugel! —llegó una orden, algo más perentoria—. ¡Tenemos aquí un caldero de vapores nocivos que estamos dispuestos a descargar dentro de la estancia donde te has encerrado obstinadamente! ¡Sal, o será peor para ti!
—Paciencia —dijo Cugel—. ¡Dejadme recuperar el aliento!
—¡Mientras recuperas el aliento, nosotros preparamos el caldero de ácido en el que planeamos meter tu cabeza!
—Está bien, está bien —dijo ausente Cugel, enfrascado en el libro de trabajo. Hubo un sonido raspante, y fue introducido un tubo en la estancia. Cugel tomó el tubo, tiró de él y lo retorció de modo que volviera a apuntar hacia el corredor.
—¡Habla, Cugel! —llegó la perentoria orden—. ¿Vas a salir, o debemos enviar una gran bocanada de horrible gas a la estancia?
—No sois capaces de hacerlo —dijo Cugel—. Me niego a salir.
—¡Ahora verás! ¡Soltad el gas!
El tubo pulsó y silbó; del corredor llegaron gritos de gran desánimo. El silbido cesó.
Cugel, sin encontrar lo que buscaba en el libro de trabajo, tomó otro tomo. Llevaba el título:
ZARAIDES EL MAGO
Su compendio de conjuros: ¡Cuidado!
Cugel lo abrió y leyó; encontró un conjuro adecuado. Acercó la bola de fuego todo lo posible para mejor deletrear las sílabas activadoras. Eran cuatro líneas de palabras, treinta y una sílabas en total. Cugel las grabó en su cerebro, donde quedaron depositadas como piedras.
¿Un sonido a sus espaldas? Desde otra puerta, los seres—rata entraron en la estancia. Agazapados, con sus blancos rostros crispados, las orejas pegadas a la cabeza, avanzaban arrastrándose, los tridentes a punto.