—Me has tullido; ¿qué otra seguridad quieres? —exclamó el deodand.
De todos modos, Cugel ató los brazos de la criatura y dispuso un lazo corredizo en torno al grueso cuello negro.
Siguieron adelante de este modo, el deodand saltando y cojeando, y dirigiendo a Cugel por un camino lleno de revueltas por encima de algunas cuevas.
Las montañas se alzaban cada vez más altas; los vientos rugían con mil ecos en los cañones rocosos. Cugel siguió preguntándole al deodand respecto a Magnatz, pero solamente sacó en claro la opinión de que Magnatz era una criatura de fábula.
Finalmente llegaron a una altiplanicie arenosa muy por encima de las tierras bajas, que el deodand declaró estaba más allá de la zona frecuentada por los de su raza.
—¿Qué hay más allá? —preguntó Cugel.
—No lo sé; éste es el límite de mis correrías. Ahora suéltame y sigue tu camino, y yo regresaré con los míos.
Cugel negó con la cabeza.
—La noche no está lejos. ¿Qué te impide seguirme para atacarme de nuevo? Será mejor que te mate.
El deodand rió tristemente.
—Tres de los míos nos siguen. Se han mantenido a una cierta distancia solamente porque yo les hice señas de que se mantuvieran alejados. Mátame, y nunca despertarás para ver el sol de la mañana.
—Viajaremos más trecho juntos —dijo Cugel.
—Como quieras.
Cugel siguió el camino al sur, con el deodand saltando entre las piedras, y mirando hacia atrás. Cugel vio sombras negras moviéndose entre las demás sombras. El deodand le sonrió significativamente.
—Sería mejor que te detuvieras ahora; ¿para qué esperar a la noche? La muerte llega con menos horror mientras brilla la luz.
Cugel no respondió, sino que apretó aún más el paso. El sendero abandonaba el valle, trepando hacia una alta pradera donde el aire soplaba frío. Alerces, baobabs y cedros crecían a ambos lados, y un arroyo discurría por entre hierbas y matorrales. El deodand empezó a mostrarse intranquilo, tirando de la cuerda, cojeando con exagerada debilidad. Cugel no podía ver ningún motivo para toda aquella exhibición: el entorno, excepto la presencia de los deodands, parecía carente de toda amenaza. Empezó a sentirse impaciente.
—¿Por qué te demoras? Espero encontrar algún refugio en la montaña antes de la llegada de la noche. Tu retraso y tu cojera me hacen ir demasiado lento.
—Hubieras debido pensarlo antes de lisiarme con una roca —dijo el deodand—. Después de todo, no te acompaño por voluntad propia.
Cugel miró hacia atrás. Los otros tres deodands que había detectado antes escondiéndose entre las rocas les seguían ahora de una forma más abierta.
—¿No tienes control sobre los horribles apetitos de los tuyos? —preguntó Cugel.
—Ni siquiera tengo control sobre mí mismo —respondió el deodand—. Sólo el hecho de mis rotos miembros me impide saltar a tu garganta.
—¿Quieres vivir? —preguntó Cugel, apoyando significativamente una mano en la empuñadura de su espada.
—En cierta medida, aunque no de una forma tan ferviente como los auténticos hombres.
—Si valoras tu vida aunque sea un ápice, ordena a tus amigos que den media vuelta y abandonen su siniestra persecución.
—Sería inútil. Y en cualquier caso, ¿qué es la vida para ti? ¡Mira, ante tu vista se alzan las montañas de Magnatz!
—¡Ja! —murmuró Cugel—. ¿No afirmas que la reputación de esta región es puramente fabulosa?
—Exacto; pero no me he extendido sobre la naturaleza de la fábula.
Mientras hablaban se produjo como un rápido suspiro en el aire; Cugel miró a su alrededor y vio que los tres deodans habían caído, atravesados por flechas. De un bosquecillo cercano surgieron cuatro hombres vestidos con marrones atuendos de caza. Eran de tez clara y saludable, pelo castaño, buena estatura, y parecían bien dispuestos.
El primero dijo en voz muy alta:
—¿Cómo es que vienes del deshabitado norte? ¿Y por qué caminas junto a esta horrible criatura de la noche?
—No hay el menor misterio en ninguna de tus dos preguntas —dijo Cugel—. En primer lugar, el norte no está deshabitado; algunos centenares de hombres siguen aún con vida. En cuanto a este negro hibrido de demonio y caníbal, lo he empleado para que me conduzca con seguridad cruzando las montañas, pero me siento insatisfecho con sus servicios.
—Hice todo lo que se esperaba de mi —declaró el deodand—. Suéltame, según pactamos.
—Como quieras —dijo Cugel. Aflojó la cuerda que sujetaba la garganta de la criatura, y ésta se alejó cojeando, mirando con furia por encima del hombro. Cugel hizo una seña al líder de los cazadores; éste dijo unas palabras a sus compañeros; éstos alzaron los arcos y atravesaron al deodand con varias flechas.
Cugel contempló el caído cuerpo y asintió aprobadoramente con la cabeza.
—¿Y qué me decís de vosotros? ¿Y de Magnatz, que según se dice hace que la montaña sea insegura para los viajeros?
Los cazadores se echaron a reír.
—No es más que una leyenda. Hubo un tiempo en que existió realmente una terrible criatura llamada Magnatz, y en deferencia a la tradición nosotros los del poblado de Vull seguimos apostando a uno de los nuestros para que sirva de Vigía. Pero éste es todo el crédito que se le puede dar al relato.
—Es extraño —dijo Cugel— que la tradición haya adquirido tanta influencia.
Los cazadores se alzaron indiferentemente de hombros.
—Se acerca la oscuridad; es hora de regresar. Te invitamos a unirte a nosotros, y en Vull hay una taberna donde puedes descansar esta noche.
—Aprovecho gustoso vuestra compañía.
El grupo echó andar sendero arriba. Mientras caminaban. Cugel hizo algunas preguntas referentes al camino al sur, pero los cazadores resultaron de muy poca ayuda.
—El poblado de Vull está situado en las orillas del lago Vull, que no es navegable a causa de sus remolinos, y algunos de nosotros hemos explorado las montañas al Sur. Se dice que son desérticas y que desembocan en una inhóspita región gris.
—¿Es posible que Magnatz merodee en las montañas al otro lado del lago? —inquirió con delicadeza Cugel.
—La tradición guarda silencio a este respecto —respondió el cazador.
Al cabo de una hora de camino el grupo llegó a Vull, un poblado cuya opulencia sorprendió a Cugel. Los edificios estaban sólidamente construidos con piedra y madera, las calles firmemente trazadas y bien cuidadas; había un mercado público, un granero, un almacén, varias tabernas, un cierto número de mansiones modestamente lujosas. Mientras los cazadores avanzaban por la calle principal, un hombre les llamó y les dio un aviso:
—¡Noticias importantes! ¡El Vigía ha muerto!
—¿De veras? —inquirió el jefe de los cazadores con un repentino interés—. ¿Quién ocupa ahora provisionalmente el puesto?
—Lafel, el hijo del atamán…, ¿quién sino?
—Por supuesto, ¿quién sino? —observó el cazador, y el grupo siguió su camino.
—¿El puesto de Vigía es tenido entonces en gran estima? —preguntó Cugel.
El cazador se alzó de hombros.
—Puede ser descrito mejor como una sinecura ceremonial. Sin duda mañana será elegido un funcionario permanente. ¡Pero observa en la puerta del ayuntamiento! —Y señaló hacia un hombre robusto, de anchos hombros, con un atuendo marrón ribeteado en piel y un sombrero bicornio negro—. Ése es Hylam Wiskode, el atamán en persona. ¡Hey, Wiskode! ¡Hemos hallado a un viajero del norte!
Hylam Wiskode se les acercó y saludó cortésmente a Cugel.
—¡Bienvenido! Los extranjeros son una novedad: ¡Nuestra hospitalidad es tuya!
—Os lo agradezco —dijo Cugel—. No esperaba tanta afabilidad en las montañas de Magnatz, que son temidas por todo el mundo.
El atamán dejó escapar una risita.
—Las malas interpretaciones son comunes en todas partes; de hecho, puede que encuentres algunas de nuestras costumbres sorprendentes y arcaicas, como nuestra Vigilancia de Magnatz. ¡Pero ven!, aquí está nuestra mejor taberna. Una vez te hayas acomodado cenaremos juntos.
Cugel fue llevado a una confortable habitación, provisto con útiles de aseo, y una vez limpio y fresco se reunió con Hylam Wiskode en la sala principal. Le fue presentada una apetitosa cena junto con una botella grande de vino.
Tras la cena el atamán condujo a Cugel a una visita a la ciudad, que gozaba de una agradable perspectiva sobre el lago.
Aquella noche parecía ser una ocasión especial: las antorchas arrojaban por todas partes plumas de llamas, mientras la gente de Vull recorría las calles, parándose a conversar en pequeños grupos. Cugel inquirió los motivos de aquella obvia perturbación.
—¿Es debido a la muerte de vuestro Vigía?
—Así es —dijo el atamán—. Somos muy celosos de nuestras tradiciones, y la selección de un nuevo Vigía es un asunto de debate público. Pero observa: éste es el almacén público, donde son recogidas todas las riquezas de la colectividad. ¿Quieres mirar dentro?
—A tu disposición —dijo Cugel—. Si deseas inspeccionar el oro comunitario, me encantará hacerlo contigo.
El atamán empujó la puerta.
—¡Hay mucho más que oro aquí! En este arcón hay joyas; esa caja contiene monedas antiguas. Esas balas son de finas sedas y bordados adamasquinados; en ese lado hay frascos de especias preciosas, licores aún más preciosos y colorantes sutiles cuyo valor es incalculable. Pero no debería utilizar estas palabras contigo, un viajero y un hombre experimentado, que ha contemplado la auténtica belleza.
Cugel insistió en que las riquezas de Vull estaban muy lejos de ser poco apreciables. El atamán asintió apreciativamente, y siguieron hacia una explanada junto al lago, convertida ahora en una gran extensión oscura débilmente iluminada por la luz de las estrellas.
El atamán señaló hacia una cúpula sostenida a ciento cincuenta metros de altura por una esbelta columna.
—¿Puedes adivinar la función de esa estructura?
—Parece ser el puesto de observación del Vigía —dijo Cugel.
—¡Correcto! Eres un hombre perspicaz. ¡Lástima que tengas tanta prisa y no puedas quedarte un tiempo en Vull!
Cugel, pensando en su bolsa vacía y en las riquezas del almacén, hizo un suave gesto.
—No me opondría a una estancia aquí pero, con toda franqueza, viajo en plena penuria, y me vería obligado a buscar alguna especie de empleo lucrativo. Me hago preguntas respeto al oficio de Vigía, que tengo entendido es un puesto de un cierto prestigio.
—Por supuesto que lo es —dijo el atamán—. Mi propio hijo está de guardia esta noche. De todos modos, no hay ninguna razón por la que tú no puedas ser un buen candidato para el puesto. Los deberes no son en absoluto arduos; de hecho, el puesto es lo más parecido a una sinecura.
Cugel fue consciente del inquieto agitarse de Firx.
—¿Y en cuanto a los emolumentos?
—Son excelentes. El Vigía goza de un gran prestigio aquí en Vull, puesto que, en un sentido puramente formal, nos protege a todos del peligro.
—¿Que son, específicamente, cuáles?
El atamán hizo una pausa para reflexionar, luego fue enumerando los puntos con los dedos.
—Primero, se le proporciona una confortable torre de vigilancia, completa con almohadones, un dispositivo óptico mediante el cual los objetos distantes pueden ser puestos al alcance de la mano, un brasero para darle calor y un ingenioso sistema de comunicaciones. Luego, su comida y bebida son de la más alta calidad y le son proporcionadas gratuitamente, según ordene y en la cantidad que quiera. Luego, se le garantiza el título subsidiario de «Guardián del Almacén Público», y para simplificar las cosas es investido con el propio título y concedidos poderes de manejo de todas las riquezas de Vull. Cuarto, puede seleccionar como su esposa a la doncella que le parezca más atractiva. Quinto, se le concede el título de «Barón», y debe ser saludado con profundo respeto.
—Bien, bien —dijo Cugel—. El puesto parece digno de ser tenido en cuenta. ¿Qué responsabilidades implica?
—Las que señala su nombre. El Vigía debe mantener su vigilancia, porque es una de las antiguas costumbres que observamos. Sus deberes no son muy exigentes, pero no deben ser tomados a la ligera, puesto que eso significaría convertirlos en una farsa, y nosotros somos gente seria, incluso en lo que se refiere a nuestras más extrañas tradiciones.
Cugel asintió juiciosamente.
—Las condiciones son claras. El Vigía vigila; nada puede expresarse más claramente. ¿Pero quién es Magnatz, y en qué dirección debe temerse su llegada, y cómo puede ser reconocido?
—Esas cuestiones no son de gran importancia —dijo el atamán agitando una mano—, puesto que esa criatura, en teoría, no existe.
Cugel alzó la vista a la torre, luego miró al otro lado del lago, luego de nuevo al almacén público.
—Solicito el puesto, siempre y cuando todos los particulares sean tal como los has expuesto.
Firx inició instantáneamente una serie de lacerantes dolores en las entrañas de Cugel. Cugel se dobló sobre si mismo, aferró su estómago, se enderezó, y pidiendo disculpas al perplejo atamán se apartó a un lado.
—¡Paciencia! —imploró a Firx—. ¡Moderación! ¿No tienes ningún sentido de la realidad? Mi bolsa está vacía; ¡quedan muchas leguas por recorrer! Para viajar con un mínimo grado de rapidez debo restablecer mis fuerzas y llenar mi bolsa. ¡Tengo intención de trabajar en este oficio solamente el tiempo necesario para cumplir ambos objetivos, y luego partir apresuradamente hacia Almery!
Firx redujo reluctante sus demostraciones, y Cugel regresó donde aguardaba el atamán.
—Confirmo lo dicho antes —afirmó Cugel—. Me he pedido consejo a mí mismo, y creo que puedo cumplir adecuadamente con las obligaciones del trabajo.
El atamán asintió con la cabeza.
—Me alegra oír eso. Descubrirás que mi exposición de los hechos es exacta en cada uno de sus aspectos esenciales. Yo también he estado reflexionando, y puedo decir con seguridad que ninguna otra persona del poblado aspira a tan augusto puesto, y así pues te nombro Vigía de la Ciudad. —Ceremoniosamente, el atamán tendió un collar dorado, que colocó en torno al cuello de Cugel.
Volvieron a la taberna, y mientras lo hacían los habitantes de Vull, observando el collar, se apresuraron a acercarse al atamán con ansiosas preguntas.
—Sí —fue su respuesta—. Este caballero ha demostrado su capacidad, de modo que lo he nombrado Vigía de la Ciudad.