A principios de marzo se encontró tomando un curso acelerado de tiro y diez días más tarde la mandaron a comprar unos documentos militares robados que al parecer contenían datos cruciales sobre el plan de defensa de Melilla. Con identidad falsa, tenía que encontrarse en Finlandia con el ladrón (un ex agente del servicio secreto griego), verificar la documentación y entregarle la llave de una caja fuerte del Coutts Bank en Ginebra. Debía ir armada y estar preparada para una posible traición de su interlocutor, que podría saldarse a tiros. A Diana le había sorprendido oírse a sí misma aceptando aquella misión. Pero afortunadamente el encuentro se desarrolló sin problemas. Ese mismo día guardó los documentos recuperados en la caja fuerte de la embajada de España en Helsinki, donde debería encontrarlos el agente encargado de llevarlos a Madrid. Voló a Lisboa como Fernanda Duarte, profesora de inglés en Setúbal, una de las identidades que había ensayado hasta la saciedad. Desde allí condujo hasta Madrid, adonde llegó tan agotada que no verificó los bolsillos de su gabardina cuando Laura casi se la arrebató para meterla en el cesto de ropa para la tintorería. Y luego Israel, Líbano, Gibraltar, Argelia, Andorra, la URSS… La única tarea a la que le encontró sentido fue la que le encomendaron durante el Consejo Europeo celebrado en Madrid el 26 y 27 de junio: sustraer unos documentos británicos sobre la futura unión monetaria y preparar un resumen y un análisis político en castellano.
De marzo a julio las misiones rápidas en el extranjero se habían sucedido a un ritmo que amenazaba con obligar a Diana a aplazar su segunda licenciatura, pero al final pudo con todo. Sin embargo, el doctorado en Filología iba a tener que esperar. El nivel de exigencias de Alfonso era ya casi insoportable. Reuniones de la unidad a las cinco de la madrugada, llamadas en mitad de la noche ordenándola estar lista en media hora para tomar un vuelo militar, tareas que cada vez eran menos "de despacho" y más de acción, justo lo que Diana siempre había rechazado. "Pero si yo soy un ratón de biblioteca, Alfonso, una chica seria y aburrida, ya sabes…". El jefe se reía y le contestaba con sus habituales piropos de mal gusto.
Todo cambió de pronto cuando Alfonso informó a Diana de que le iba a asignar una misión de
antena
permanente en la cúpula del CDS. De vez en cuando le iban a seguir pidiendo que participara en misiones rápidas dentro o fuera de España, pero su tarea principal era convertirse poco a poco en una persona de confianza del secretario general centrista. Eso explicaba que un mes antes le hubieran hecho leerse un largo informe sobre ese partido.
A Diana inicialmente le había encantado la idea, aunque no comprendiera la utilidad de espiar al CDS. Era una misión amena y tranquila y encima le quedaba al lado de casa: todo eran ventajas. Además, de todos los partidos españoles, aquel era el que menos le disgustaba. Ella compartía con sus padres unas ideas políticas muy poco extendidas en Europa: la corriente de pensamiento "libertaria" que se estaba desarrollando en las últimas décadas en Norteamérica. En la familia Román lodos habían devorado las principales obras de Ayn Rand,
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incluso Marcos, antes de caer en la droga.
* * *
Mientras pensaba todo esto, Diana tenía la vista fija en la puerta abierta del salón. Más allá se veía una porción del pasillo y la puerta del despacho de su padre, siempre cerrada a cal y canto como si dentro hubiera un tesoro. Pensó en su padre y sonrió. Se levantó y se dirigió a esa puerta. Giró el picaporte y nada, claro. La puerta estaba cerrada con llave. Observó la cerradura. Era una Medeco Advance, de fabricación estadounidense: una de las mejores cerraduras de seguridad, al alcance del público en tiendas especializadas. Nada que no pudiera vencer con su kit de llaves polivalentes y dispositivos de apertura. Todos dormían y Diana pensó "¿por qué no?". Siempre había deseado entrar sola en esa dichosa habitación y ahora tenía los instrumentos y la formación necesaria. Le serviría para hacer tiempo y alejar de su mente el asesinato de Alfonso. Sacó las herramientas de la mochila donde guardaba también el teléfono-ladrillo, y en unos segundos se hizo con el mecanismo. Dio tres vueltas y estaba a punto de girar el picaporte cuando reparó por casualidad en un alambre finísimo que salía de la base de la puerta y entraba en el suelo. Por los pelos no había hecho saltar una alarma. Examinó con detalle el mecanismo y buscó el sistema de activación. Por fin dio con la pieza desprendible del marco y se quedó boquiabierta al ver el tipo de cerradura que ocultaba: una clavija de alta seguridad que teóricamente no estaba a la venta. Requería una llave especial, mecánica y electrónica, y debía de activar varias medidas de protección del recinto, no sólo una alarma. Colocó la tapa en su sitio y volvió a girar la cerradura normal hasta la posición inicial.
Observó atónita el marco de la puerta y la pared que lindaba con el despacho. Golpeó en varios puntos y ninguno sonó a hueco. ¿Sería un muro de carga del chalé? Fue al salón, al comedor de diario y al aseo de visitas de aquella planta baja, que eran las otras estancias que rodeaban el despacho. Todas las paredes eran macizas. Aquel arquitecto amigo de la familia debía de haber colocado los muros de carga de una forma muy extraña, o ese despacho se había diseñado desde el principio como una gran cámara acorazada. Quizá por eso no tenía ventana. La habitación que quedaba encima era, "casualmente", el amplio dormitorio de sus padres. Esa pieza cubría por completo el despacho de la planta inferior y parte del salón. Era el único dormitorio que tenía dos escalones ascendentes a la entrada. A Diana le pareció ahora evidente que aquellos escalones no habían sido un capricho decorativo sino una necesidad, ya que también el techo del despacho debía de ser muy grueso. "¡Los muros!", se dijo de pronto. Recordó que al entrar en el despacho había una especie de pasillo de casi un metro que enmarcaba la puerta. ¿Estaría el despacho enteramente rodeado por paredes, suelo y techo de un metro de grosor? Bajó las escaleras que llevaban a la bodega y por primera vez comprendió por qué aquel sótano tenía una planta tan extraña, como una
"xx"
muy gruesa: rodeaba exactamente el despacho, que "continuaba" hacia abajo y que como mínimo llegaba hasta la profundidad de aquel subterráneo. Todas las paredes de alrededor eran sólidas y no había ninguna puerta. "Está claro que en el despacho tiene que haber una trampilla para bajar a esta habitación".
Le vino entonces el recuerdo borroso de un extraño suceso de su infancia: el comportamiento incomprensible de sus padres cuando, el día en que cumplió trece años, entró en el despacho sin permiso. Diana, boquiabierta, se sentó en el suelo apoyándose en la pared que la separaba de aquel incomprensible búnker. ¿Qué guardaría don Carlos Román ahí dentro? Bueno, claro, era un prestigioso físico nuclear, pero no iba a tener en casa un reactor, ni uranio enriquecido. ¿Tal vez cálculos del LEP, el gigantesco acelerador de partículas que se acababa de inaugurar cerca de Ginebra?
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Llevaba muchos años participando en proyectos de esa naturaleza, pero eso no justificaría el esfuerzo y la inversión personal que sin duda había requerido esa especie de búnker. Habría bastado una simple caja fuerte.
* * *
Diana miró el reloj y se apresuró a subir las escaleras, mientras luchaba por alejar cualquier pensamiento relacionado con la muerte de Alfonso. Abrió sigilosamente la puerta de la habitación de invitados, pero sus amigas ya estaban despiertas.
—Hola, chicas. Tenéis que estar listas rápidamente. Van a venir a buscarnos dentro de un rato. Ah, y volved a separar las camas, que si mi madre se entera seguro que se escandaliza.
—¿De qué me voy a escandalizar yo? ¿De que sean lesbianas? ¡Pero qué poco me conoces, hija! —Leonor Muñoz había aparecido detrás de Diana—. Nada, vosotras no le hagáis caso: en mi casa no tenéis que fingir, ¡faltaría más! Por cierto, tengo que daros una noticia muy esperanzadora que acabo de oír en la radio. Dinamarca va a establecer hoy mismo un registro oficial para las parejas homosexuales. Sólo es cuestión de tiempo que los gays y las lesbianas puedan casarse. Claro que en España… Bueno, nos vemos abajo. Voy a hacer yo el chocolate, que si es por Diana nos quedamos sin desayunar.
La antropóloga dio media vuelta y se marchó, mientras las tres chicas se miraban boquiabiertas.
—¿No decías que tu madre era muy chapada a la antigua? —preguntó Merche.
—Me parece a mí que Diana tiene una idea muy equivocada de sus padres —Laura se levantó y fue a mirar por la ventana—. Bueno, ¿qué? ¿Has hablado con tus jefes?
—Sí. Tengo instrucciones de esperar aquí hasta que venga a buscarnos un agente. El piso ya está limpio de dispositivos de vigilancia, y vais tener escolta durante unos días, hasta que sepamos qué ha pasado. De verdad que lo siento, chicas. Nos van a llevar al aeropuerto: vosotras voláis a Madrid y a mí me lleva a una reunión, no sé en qué lugar.
—Así que volvemos en avión —se lamentó Merche—. Qué pena, me habría gustado parar en Oviedo, que no lo conozco.
—¿Uviéu? Bah, si no es de los mejores barrios de Xixón… —bromeó Diana sonriendo tímidamente, mientras seguía esforzándose por quitarse a Alfonso de la cabeza—. ¿Qué pasa? Alguna vez tenía que salirme el amor al terruño, ¿no?
—Pues yo no sé qué "barrio" es mejor, pero lo que está claro es que como Asturias no hay nada —como buena madrileña, Laura contemplaba el paisaje asturiano alucinada por la intensidad y la variedad de matices del verde. El día anterior el padre de Diana, ejerciendo de anfitrión asturiano, las había llevado por la costa hasta Luarca mientras ella y su madre se quedaron en Gijón para ir al hospital y para comer con el tío Felipe. Merche juró que "ni siquiera" en su tierra había visto un pueblo tan bonito como Cudillero, donde pararon a comer
fabes
con almejas y curadillo.
Cuando Diana, Merche y Laura bajaron a la cocina, la mesa estaba servida y las tazas de chocolate humeaban. Pero en la mesa sólo había cuatro cubiertos.
—¿Y papá? ¿No va a desayunar con nosotras?
—Ah, si no te lo he dicho, Diana. A tu padre le llamaron anoche, a las tantas, para sustituir a un conferenciante en Atenas esta tarde, en el acto de inauguración de unas jornadas. Así que el pobre se ha marchado en coche a Madrid a las cuatro de la mañana, para buscar vuelo. Ya sabes que desde aquí tenemos pocas conexiones, sobre todo en domingo…
—Otra misteriosa aventura de don Carlos Román —respondió Diana sosteniendo la mirada a su madre con una expresión irónica.
—¿Misterio? Ya ves qué misterio, hija. Otro aburrido congreso de Física. Creo que esta vez es sobre la cromodinámíca cuántica: ya sabes que a tu padre le apasionan los dichosos gluones. Es triste admitirlo, pero creo que siempre los ha encontrado más atractivos que a mí —pero Leonor Muñoz se había dado cuenta de que su hija empezaba a sospechar algo.
—Mamá: ¿vienes un momento, por favor?
Dejaron a las chicas desayunando y se fueron al salón. Diana cerró la puerta.
—¿Qué guardáis en el despacho?
—¿En el despacho? Pues ya sabes, los papeles de tu padre. Lo dices porque está siempre cerrado, ¿no? Ya sabes lo meticuloso que es papá. Y además, con Marcos en casa nunca se sabe lo que puede pasar. Por cierto, hija, muchas gracias por haberle visitado ayer en el hospital. ¿Crees que podrás perdonarle algún día?
—¡Mamá, por favor! Eres una actriz magnífica, ¿sabes? Pero no me cambies de tema, que no soy tonta.
—Pero de qué tema me…
—¡El despacho, mamá! Vamos a ver. Las paredes miden casi un metro de grosor. El techo seguramente también, porque eleva la altura de vuestro dormitorio. El despacho continúa hacia abajo ocupando todo el centro del sótano. Y el sistema de cierre y alarmas es digno del Pentágono.
De pronto, la madre de Diana sufrió un cambio. Ya no parecía la dulce y maternal ama de casa que había dejado unos años atrás su brillante labor de antropóloga para cuidar de su hijo drogadicto. Ahora la miraba con un gesto serio, aunque se notaba que estaba muy orgullosa de su hija. Casi tuvo que morderse la lengua para no decirle más de lo que debía.
—Bueno, está claro que nos has pillado, hija. Pareces del CESID, qué barbaridad. En fin, hablaré con tu padre. Creo que no hay motivo para que tú no sepas de qué tratan sus investigaciones, que tampoco es para tanto. Ahora deberíamos volver con tus amigas. Tenéis que cargar las maletas en el coche, ¿no?
Diana iba a seguir insistiendo para averiguar algo, pero finalmente tiró la toalla.
—No, el coche se queda aquí. Es que no va muy bien y prefiero que lo llevéis al taller un día de estos, que ya le toca la revisión. Va a venir a buscarnos un profe de la Autónoma que es de Candás y había venido a pasar el fin de semana. Nos llevará de vuelta a Madrid.
Leonor asintió sin reprimir una tímida sonrisa ante la explicación ideada por su hija, y regresó a la cocina. Entonces sonó un claxon, y unos segundos después entró en el
prau
de los Román un hombre que se ajustaba a la descripción recibida por Diana. Con la mano oculta por el jersey, empuñando el revólver, Diana salió a identificarle y luego le explicó rápidamente la tapadera ideada de cara a su madre. El agente 19-805 resultó llamarse Isabelo Gurrián. "O es su nombre real o este tío pasa ampliamente de su imagen al crearse identidades", pensó Diana.
El tal Isabelo las llevó al aeropuerto de Ranón sin decir palabra. Diana no conseguía quitarse de la cabeza lo que le había pasado a Alfonso y casi se le saltaron las lágrimas, pero logró contenerse e incluso bromear con las chicas durante el trayecto. Al llegar, un inspector de la Policía nacional esperaba a Laura y Merche en la comisaría del aeropuerto, con unos billetes de avión en la mano. Un uniformado las iba a escoltar hasta Madrid. " ¡Cuánta discreción!", pensó Diana enfadada. Estaba deseando verse cara a cara con la jefa y presentarle todas sus quejas de golpe. "Junto con mi renuncia", se dijo sin mucha convicción. Sus amigas se acercaron para despedirse de ella.
—Chicas, de verdad que no sabéis cómo siento todo esto. Cuando vuelva tenemos que hablar. Seguramente no es buena idea que sigamos compartiendo piso…
La abrazaron y le dijeron que no se preocupara, que ya hablarían en Madrid. Se marchó con su compañero de la Casa, que la condujo a una sala de autoridades vacía. Le ofreció algo de beber. Diana le pidió un refresco y se sentó en uno de los sillones, de espaldas al agente del CESID. Pero de pronto notó un pinchazo en el cuello y alcanzó a ver la mano del agente retirando una jeringuilla. No le dio tiempo a decir nada. Sintió una creciente parálisis y comenzó a darle vueltas la habitación. Se le cerraron los ojos. Antes de perder el conocimiento recordó al pobre Alfonso y se sintió frágil y cansada.