Fernández interrumpió a Cristian con un gesto irónico.
—Pero es que no se trata de un simple yacimiento arqueológico, Cristian. Por favor, seamos sinceros. Elena Ceausescu no le daría tanta importancia a unas ruinas o a un montón de huesos y piezas de cerámica. Como nosotros únicamente poseemos las coordenadas del lugar donde se encuentra el arcón, tú crees que sólo tenemos una idea muy vaga de lo que contiene. Crees que, como mucho, habrá llegado hasta nosotros algo de lo que Cárdenas escuchó de labios de los Iordache cuando tradujeron la otra tabla, poco antes de que Calinescu se liara a tiros.
—No entiendo.
—¿Cómo que no? Demasiado bien sabes de lo que te estoy hablando. Yo no sé qué clase de sueños habrá provocado el arcón en la mente megalómana de tu
compañera
Elena Ceausescu, ni cómo habréis interpretado el difunto Calinescu y tú mismo la tabla que está en vuestro poder. Lo que sí sé es que el arcón contiene los cálculos para la aplicación práctica de una teoría muy avanzada en física cuántica. Es decir, contiene la clave de una fuente de energía que hasta ahora sólo existe en la especulación de los científicos. Se han hallado pruebas geológicas de la utilización de esa energía en tiempos muy remotos, hace más de nueve mil años. La civilización que la empleó debió de ser la misma que preparó el arcón, que de alguna manera terminó en Egipto y después en el escondite señalado en las coordenadas. Pues bien, quiero que sepas que en este asunto España no actúa sola. Estamos coordinados con los principales servicios secretos occidentales y nuestro empeño común, además del conocimiento histórico de esa civilización, es obtener la información sobre la fuente de energía y evitar que la Unión Soviética u otras potencias hostiles a Occidente puedan hacer un uso militar de ella.
»Ahora te voy a hacer unas preguntas y quiero que no me contestes. Piénsalo bien y cuando halles las respuestas actúa en consecuencia. ¿De verdad quieres que esa fuente de energía beneficie al régimen de los Ceausescu, que caiga en manos del Pacto de Varsovia y sirva quizá para prolongar el comunismo en Europa, e incluso para salvarlo de una muerte segura y permitir que venza la Guerra Fría? Imagina un mundo sin alternativas al comunismo que has vivido, Cristian. Imagina que en todo el planeta sólo existiera el sistema político y económico que tú has conocido desde la infancia. ¿No sería el fin de toda esperanza para la humanidad? El comunismo, y especialmente el régimen de Ceausescu, está en las últimas y tú lo sabes. ¿De verdad quieres darle un balón de oxígeno que le reanime? —Fernández se acercó a Cristian y le miró fijamente a los ojos—. ¿De verdad quieres que los asesinos de tu padre se hagan con un arma total y definitiva? No, no digas nada, por favor. Solamente piénsalo.
El oficial español se levantó y se fue a la cabina de los pilotos. Antes de entrar en ella señaló a Cristian el teléfono.
—Puedes llamar a quien quieras. Yo voy a pilotar un rato, que me encanta. Pero tranquilo: el comandante Arenas no me dejará hacer ninguna burrada.
En Rumanía ya debía de ser cerca de medianoche, pero Cristian llamó al domicilio particular de Aurel Popescu. Tras advertirle de que la línea no era segura, le contó lo que había sucedido.
—Sí, sí, he hablado con Ganea y también con los españoles. Mis hombres creen que tu secuestrador es un agente especial que trabaja para el Vaticano.
—¡¿Para el Vaticano?!
—Sí, o al menos para un sector de la curia. Nuestra
antena
en Roma tiene un buen dossier sobre él. Y al parecer su gente ha estado revolviendo en tu excavación de Maramures. Madrid ha expulsado a Craioveanu y a Frunzaverde. Sólo queda Ganea, pero de ese inútil ya me encargaré yo. Mañana mismo lo ceso y lo mando de vuelta a Tulcea: se va a pasar el resto de su carrera espiando a los mosquitos del delta del Danubio. Tú sigue tranquilamente con tu misión. ¿Quieres que hable con tu jefa?
—No, no, yo lo haré. Gracias.
—Una cosa más, Cristian… Creo que puedes fiarte del CESID en lo relativo a tu misión. Son gente seria, yo en tu lugar trataría de alcanzar un acuerdo satisfactorio para ambas partes. A lo mejor a la
Ceauseasca
le basta con una foto de la maldita piedra, ¿no? En cualquier caso, no olvides que te necesitamos aquí. Esto está al rojo vivo… creo que al régimen no le quedan ni tres meses y necesito gente de confianza en el entorno inmediato de los Ceausescu. Tenemos que evitar un baño de sangre y asegurar el cambio, Cristian. Recuerda tu compromiso conmigo. Y con tu país.
Cristian se deshizo de Popescu y llamó al palacio Primaverii. Habló con el oficial al mando de la "sección segunda del servicio primero de la dirección quinta" de la Securitate, es decir, el encargado de la guardia personal de Elena Ceausescu. Cada uno de los esposos Ceausescu tenía su propia "guardia de corps". Hasta ese punto llegaba su desconfianza mutua. Le dijo que no era necesario molestar a la
compañera
y le dio un mensaje para ella: "Todo sigue su curso con normalidad, seguiré informando". Por supuesto, no pensaba contarle nada sobre el secuestro.
David no regresaba de la cabina y Cristian comprendió que le había dejado solo adrede, para que hiciera las llamadas que quisiera y reflexionara sobre el asunto. No sabía qué pensar. Se recostó en una de las butacas y la reclinó. Le estaba entrando un sueño incontenible. Cerró los ojos y al poco tiempo dormía bajo los efectos del fármaco que David le había echado en la bebida.
Ceuta, 1 de octubre de 1989
Tras abandonar el Cessna en la base de Cuatro Vientos, el ministro había tomado inmediatamente un helicóptero cuyo destino secreto era Ceuta. Llegó casi a medianoche acompañado únicamente por el piloto. En el pequeño helipuerto militar ceutí le esperaba el general Alberto Zaldívar, un hombre de unos cincuenta años algo entrado en kilos. Su sonrisa casi permanente y su poblado mostacho le daban un aire bonachón. Con él subieron a la aeronave dos extranjeros. El ministro saludó a todos afectuosamente.
—¿Todo en orden? —preguntó al militar español.
—Sí, nos están esperando.
Tras repostar el helicóptero, el piloto volvió la cabeza hacia los pasajeros y, a un gesto del ministro, volvió a despegar tomando rumbo Oeste y volando muy bajo. Poco después dejó a los cuatro hombres en un pequeño islote mediterráneo próximo a la costa africana. En tierra, el jefe de un comando especial de la Legión acudió a recibirles y les condujo hasta una estrecha rendija entre las rocas, por la que, a duras penas, accedieron a una amplia gruta donde estaban los demás soldados. Durante una hora, les pusieron al día de sus exploraciones. Sobre una mesa de campaña, estudiaron un mapa sin terminar donde se representaba un complejo entramado de túneles y galerías naturales que descendían cientos de metros y continuaban bajo el lecho marino. Uno de ellos zigzagueaba en dirección a la vecina costa africana pero no llegaba a alcanzarla. La mayor parte de las galerías se hundían hasta profundidades de entre seiscientos y novecientos metros bajo el nivel del mar, y discurrían en sentido Nordeste o Nornordeste a través del Estrecho.
Al cabo de un rato, el ministro salió con los ocho integrantes del comando, dejando en la cueva a los dos extranjeros y al general. Los legionarios recibieron unos sobres con una generosa gratificación procedente de los fondos reserva, una vez solos, el general Zaldivar señaló una zona del mapa y miró a los dos extranjeros.
—Como veis —dijo en lengua de Aahtl—, todos estos túneles no nos sirven para nada. La única esperanza son estos dos de aquí, que son larguísimos y discurren a gran profundidad. Parecen ir más o menos en línea recta, cruzando la zona central del Estrecho. Si el jefe del comando está en lo cierto, es muy posible que al menos éste de la derecha llegue mucho más allá, pero, claro, no es seguro que alcance a unirse con el sistema que nos interesa, aunque algunas leyendas antiguas afirman que sí hay conexión. Uno de los túneles de ese sistema viene hacia esta zona y creemos que termina más o menos aquí —señaló un punto en el mapa—, pero, incluso en ese caso, lo más probable es que tengamos que unir las dos galerías taladrando un túnel artificial en esta zona, a gran profundidad y a sólo veinticinco metros bajo el lecho marino. Es una tarea muy complicada y vamos a depender mucho de la suerte.
—Lo que me parece imposible es meter ahí dentro las tuneladoras —reflexionó en voz alta el Sabio alemán Volker Schaeffer—. ¡Si en algunos puntos el túnel no llega a tener ni siquiera dos metros de diámetro!
—Si cupieron hace más de veinte años en nuestra sede de Londres también cabrán aquí —le respondió Ragnar Sigbjornsson, el responsable de seguridad de la Sociedad—. Además la tecnología ha avanzado mucho. El modelo que vamos a traer es una maravilla. Son las tuneladoras más pequeñas que existen, y además se introducen bastante desmontadas. Se alimentan con un generador portátil del tamaño de un minibar de hotel. Pero la operación sigue siendo muy arriesgada, claro. La vibración que producen las tuneladoras de este tipo es bastante reducida dentro de lo que cabe, pero siempre puede provocar fisuras que inunden la galería, lo que sería mortal para el comando. Por otro lado, aunque se minimice la actividad en la superficie, es imposible que les pase desapercibida a los marroquíes. ¿No es así, general?
—Sí, Ragnar, eso va a ser un quebradero de cabeza. Pero en fin, de eso se ocupará el ministro. El problema es que hay una cierta ambigüedad jurídica sobre la soberanía de esta isla. Nosotros la consideramos española, desde luego, pero tenemos con los marroquíes el pacto tácito de que no la utilice ninguno de los dos países. No les va a hacer ninguna gracia vernos por aquí de forma tan asidua. En cualquier caso, recuerda que en Rabat tenemos al Sabio 701, muy próximo al rey.
—La verdad es que no sé si es conveniente emprender esta tarea —intervino el alemán—. ¿No deberíamos concentrarnos en el plan principal?
—Si puedes tener un plan
"b"
no te conformes sólo con el "a" —dijo el islandés—. Y si pudiéramos tener un plan
"c"
sería magnífico…
—Ah, ya se oye el helicóptero —dijo el general recogiendo sus papeles—. Tenemos que regresar a Ceuta y el ministro debe volver a Madrid. Vosotros os vais a quedar en hoteles distintos. Tú, Ragnar, mañana irás a Tánger por tierra y regresarás a Londres en un vuelo de Royal Air Maroc; aquí tienes tu billete. En turista, tal como has pedido… tú sabrás. Y tú, Volker, mañana viajas conmigo muy temprano. Tengo que estar a primera hora en el edificio K.
—Oye, ¿cómo dices que llamáis en español a este peñasco?
—Isla Perejil, Volker —respondió el militar español preparándose para uno de los chistes característicos del Sabio alemán.
—Pues a ver si nos sale bueno el guiso.
Edificio K, 1de octubre de 1989
Diana y Marina habían seguido hablando durante la cena, y la información que había recibido la agente era muy similar a la que, simultáneamente, David había proporcionado a Cristian Bratianu en el avión. El hallazgo arqueológico era importante para España y para el resto del mundo occidental porque encerraba la clave de una importante fuente de energía que de ninguna manera podía caer en manos de la URSS, de China o de otras potencias antioccidentales. El CESID tenía la tablilla que indicaba sin lugar a dudas la ubicación del arca, pero era imprescindible hacerse con la otra y, sobre todo, con la llave. Ese iba a ser, a grandes rasgos, el cometido de Diana, y su jefa tenía la esperanza de contar con la ayuda inestimable de Bratianu, ya que de lo contrario se iba a complicar mucho la misión. Pero Marina García confiaba en las dotes de persuasión del veterano responsable de la inteligencia española que en aquellos momentos viajaba con el arqueólogo.
—Pasarás la noche en esta misma habitación, disculpa que no pueda ser más hospitalaria contigo. El sofá se convierte en cama y en aquel armario encontrarás un juego de sábanas y una almohada. Aquella puerta es un cuarto de baño.
—Ya, eso ya lo sé. ¿Qué hacemos con el CDS?
La jefa se quedó pensando un momento. Todavía no había tomado una decisión.
—Mañana les llamarás para decir que sigues en Gijón y que el martes te reincorporarás al trabajo. Dos días de baja tampoco es tan inusual, aunque haya caído un fin de semana de por medio. En función de los acontecimientos decidiremos si permaneces algún tiempo más en el CDS o no.
Marina dio unos golpes en la puerta y el mismo chico que les había llevado la cena la abrió. Al salir la jefa, volvieron a encerrarla desde fuera. Diana miró la puerta con desagrado. Abatió el respaldo del sofá y se hizo la cama mientras le daba vueltas a todo aquel asunto. Encima de una mesa, Marina le había dejado una voluminosa carpeta de documentación, pero Diana pensó que estaba demasiado cansada para ponerse a estudiarla. Programó la alarma de su reloj para que sonara temprano y leer así el dossier con calma. El sueño artificial inducido por las drogas no lo había servido para descansar, sino todo lo contrario. Se acostó y enseguida consiguió conciliar el sueño, pero durmió bastante mal.
* * *
Media hora más tarde, Marina García entró en una sala de juntas y se reunió con su superior directo, el alto responsable que desde el gabinete personal de los sucesivos ministros de Defensa coordinaba en secreto toda la operación. Acababa de aterrizar y se había ocupado de que Cristian fuera trasladado a un salón-dormitorio similar al que ocupaba Diana.
—Bueno, ante todo cuéntame cómo está.
Marina le miró algo enfadada.
—¡Pues cómo va a estar, la pobre! Está hecha un lío. Le ha afectado mucho la muerte de Alfonso, aunque ella misma no se lo reconozca. Por otro lado, la misión ha despertado todo su interés, tal como suponíamos. La ha aceptado. Yo le he contado la versión acordada: el arca nos interesa porque contiene una fuente de energía muy poderosa, y nada más. Bueno, ¿cómo te ha ido con Bratianu?
—Bien. Antes de dormirle le di la misma versión y comencé a sondearle. Creo que va a ponerse de nuestra parte, pero mañana tendremos la conversación clave. Me lo he jugado todo a la carta de su disidencia, así que espero que nuestros informes fueran correctos.
—¿Cómo te has presentado?
—David Fernández, como siempre. He hecho al ministro subir al avión para acreditarme ante el chico.
—¿Y?
—Sí, perfecto. Cristian le ha reconocido de inmediato. Desde luego no es el clásico agente de un servicio secreto, pero tampoco tiene un pelo de tonto.